Luis Vega Reñón es catedrático emérito en la UNED y codirector de la «Revista iberoamericana de argumentación». Profesor visitante de diversas universidades europeas y americanas y responsable de varios proyectos de investigación y cursos de Máster y doctorado, es autor de numerosos artículos y libros sobre historia y teoría de la argumentación. Uno de ellos, […]
Luis Vega Reñón es catedrático emérito en la UNED y codirector de la «Revista iberoamericana de argumentación». Profesor visitante de diversas universidades europeas y americanas y responsable de varios proyectos de investigación y cursos de Máster y doctorado, es autor de numerosos artículos y libros sobre historia y teoría de la argumentación. Uno de ellos, Si de argumentar se trata, se publicó en la editorial Montesinos, en la colección «Biblioteca de divulgación temática».
En esta conversación nos centramos en su última publicación: Lógica para ciudadanos. Ensayos sobre lógica civil, Editorial Académica Española, 2017.
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Nos habíamos quedado aquí. Lo cuentas en la página 13 pero no estaría mal que nos hicieras un breve resumen: ¿qué debemos saber de lógica las personas que no somos especialistas pero que queremos estar a la altura de las circunstancias de una argumentación correcta, limpia y clara?
Parto de la suposición de que la argumentación es un medio no solo precioso sino imprescindible de participación en -y gestión de- el discurso público en nuestras sociedades más o menos avanzadas y más o menos democráticas. De acuerdo con este supuesto, creo que:
(a) Una persona que quisiera ser un buen ciudadano, un agente activo y un miembro cabal de su comunidad, debería saber argumentar, contar con cierta familiaridad con la teoría de la argumentación -mayor aún en el caso de tener mayores responsabilidades en la suerte del discurso público, como las atribuibles en especial a un profesor, un jurista, un periodista o un político-.
(b) Al ser la deliberación pública uno de los paradigmas de la argumentación colectiva sobre asuntos de interés común, también debería saber deliberar, tener cierto dominio de la teoría y la práctica de la deliberación pública.
Estas competencias técnicas de argumentar y deliberar son, por cierto, algunos de los servicios que cabría esperar de la lógica civil.
Voy finalizando aunque, como te decía al principio, me quedan muchas en el tintero (a los lectores: conviene leer el libro).
Explicas, abriendo el primer capítulo, el caso de Gödel y su descubrimiento de la inconsistencia de la Constitución americana. Una duda: ¿hay alguna forma de probar la consistencia de una Constitución? Por ejemplo, lo que pensó Gödel de la americana, ¿podemos pensarlo de la española, de la de 1978? ¿Alguien ha detectado alguna inconsistencia en nuestra constitución? ¿Alguien ha probado, por el contrario, su consistencia?
Bueno, siendo justos, lo que al parecer descubre Gödel no es tanto un caso de inconsistencia interna en la Constitución USA como una laguna o un resquicio por donde podría colarse un régimen dictatorial.
Tienes razón, disculpas. Se explica bien en el libro.
Por lo demás, no sé de ningún intento serio de formalizar y axiomatizar una Constitución para establecer su consistencia interna. Puede que se tratara de uno de esos intentos baldíos de poner puertas al campo. En todo caso, bastante tenemos con afrontar las inevitables lagunas y problemas de interpretación en los textos jurídicos y los eventuales conflictos entre principios (e. g. entre la libertad y el orden público), donde carecemos de métodos efectivos de resolución y hemos de contentarnos con procedimientos tentativos de confrontación y ponderación para elegir o preservar el mayor bien -o, peor, el mal menor-, dentro de nuestras limitaciones de actuación racional acotada.
En las páginas siguientes a la citada en la página anterior, la 17 y la 18, explicas un caso de argumentación que tiene que ver con Gustavo Bueno, recientemente fallecido. A ti, creo entender, te parece un caso de mala argumentación (también a mí), incluso de argumentación que golpea nuestra consciencia ética. Pero si fuera así, si fuera una mala argumentación, eso plantea un problema: si un catedrático de filosofía de curriculum casi inabarcable argumenta mal, practica una incorrecta lógica de ciudadanos en un ensayo y en un asunto nada marginal ¿qué pasa entonces con el resto de mortales? ¿Quién puede entonces aspirar a argumentar decentemente? ¡Torres muy altas, el caso de Bueno, han caído en el error y un tema de vida y muerte!
Es un caso instructivo en un doble sentido. Por un lado, nadie está libre de caer en el error habida cuenta de la existencia tanto de sofismas conscientes y deliberados, como de paralogismos inconscientes e involuntarios. No solo torres más altas, sino más lúcidas han caído. Por ejemplo, el ya mencionado Vaz Ferreira, a quien considero un maestro de lógica informal, cuenta que al revisar el texto de su Lógica viva para una nueva edición en busca de un error argumentativo que ya había detectado, se tropezó con otro que le había pasado inadvertido.
Los casos no infrecuentes de este tipo indican, por otro lado, que la buena argumentación no es por lo regular un producto individual o meramente reflexivo, sino un proceso interactivo: uno trata de argumentar bien si procura prever las objeciones, y lo logra cuando sale indemne -o mejor, más sabio- de la confrontación con contra-argumentos que ni siquiera, en principio, se le habrían ocurrido.
La penúltima: cuando hablas de la deliberación como paradigma, en el tercer capítulo del libro, ¿en qué tipo de deliberación estás pensando básicamente? ¿En la de los filósofos especialmente? ¿En el de la ciudadanía en general?
Estoy pensando en deliberaciones públicas a cargo de ciudadanos o conjuntos de ciudadanos. En este sentido, una virtud notable de la deliberación pública es la posibilidad de construir agentes discursivos colectivos convirtiendo a los individuos del grupo deliberante en miembros efectivos capaces de obrar como un solo agente autónomo sobre la base de sus compromisos conjuntos, hacia la consecución del objetivo común, y sus compromisos mutuos, entre los propios miembros del colectivo. Un caso ilustrativo puede ser el comportamiento de un jurado que tiene que debatir y proponer un veredicto, en dos versiones fílmicas complementarias: 12 angry men (Sidney Lumet 1957), más idealizada y «racional»; 12 (Nikita Mikhalkov 2008), más dramática y apasionada.
Conozco la película de Lumet (que alguna vez usé en mis clases de lógica para bachilleres) pero no, en cambio, la segunda que citas. Prosigue, te he interrumpido.
En términos más explícitos, entiendo por deliberación un procedimiento caracterizado por estos rasgos principales: (i) un carácter discursivo y dialógico ‒donde la deliberación interior de uno consigo mismo vendría a ser un caso derivado o límite‒; (ii) la confrontación de propuestas alternativas; (iii) la ponderación de razones, motivos y consideraciones al respecto; (iv) la disposición de los deliberantes a adoptar o cambiar sus posiciones en el curso del, y debido al, proceso de interacción discursiva; (v) el objetivo práctico de tomar una resolución que cierre el debate ‒aunque la decisión tomada sea dejar la cuestión abierta o pendiente de otra sesión deliberativa‒. A estos rasgos genéricos, una deliberación pública, por contraste con la privada o prudencial, añade los siguientes: (vi) corre a cargo de un colectivo dentro de un marco institucional y acerca de un asunto de interés común y de dominio público; (vii) genera compromisos y responsabilidades no solo conjuntas, i. e. con respecto al objeto de la resolución, sino mutuas, entre los miembros del colectivo; (viii) tiene así un poder normativo, como fuente de derechos, obligaciones y expectativas, con capacidad de autorregulación, legitimación y sanción (aprobación o desaprobación) ante la exigencia de dar y rendir cuentas de las propuestas y resoluciones adoptadas. Creo que se trata de un procedimiento discursivo accesible a la ciudadanía en general -e incluso a los filósofos si se resignan a dar por perdida su condición platónica de reyes o dirigentes-, aunque no sea practicable en los términos puros de la caracterización apuntada, que puede tomarse como directriz para evaluar las aproximaciones reales o las deliberaciones efectivas.
Su significación paradigmática se debe a sus proyecciones como (a) modalidad pública del discurso práctico; (b) modelo normativo del discurso práctico; (c) modelo teórico, capaz de inspirar y orientar discusiones e investigaciones de muy distinto tipo en la perspectiva socio-institucional de la teoría de la argumentación.
La última, casi a bocajarro. ¿De verdad que piensas, visto lo visto, lo que ocurre en tertulias, parlamentos, universidades, institutos, fábricas, oficinas, incluso en el CSN, en la ONU o en el Pentágono, por no hablar de la CIA o del CESID, que podemos argumentar civilmente con corrección? ¿No nos hace falta un poco más o un mucho más de decencia gnoseológica para conseguirlo? ¿No somos los humanos, en general, una especie que tiende a machacar al otro, a romper en mil pedazos las posiciones disidentes, a ganar sea como sea en deliberaciones o asuntos afines practicando incluso el juego sucio-muy-sucio? ¿No ocurre esto especialmente en el ágora política institucional, un lugar donde, en principio, se deberían cuidar mucho las formas, los contenidos, los procedimientos y las argumentaciones?
Creo que tienes razón en tus apreciaciones críticas: nuestro problema no estriba en fallos ocasionales de habilidades sino en una alarmante ausencia de decencia. Es decir, no nos falta tanto competencia lógica, cognitiva o discursiva, como competencia y responsabilidad éticas. A cambio, nos sobra cinismo. No deja de ser sintomático el comentario de un tertuliano a la enumeración de los casos de corrupción del PP, desmentidos o distraídos por el presidente Rajoy en el debate sobre la moción de censura de junio de 2017: «Es preferible mentir a aburrir».
También es apreciable la creciente sustitución de juicios y argumentos por descalicaciones e insultos no solo los medios de comunicación sino en el parlamento y otros círculos institucionales y políticos. De creer a cierta prensa digital amarilla, el ideal de la interacción discursiva no es la respuesta razonable o la crítica inteligente a una propuesta, sino el zasca, cuanto más cortante y ofensivo -es decir, menos argumentativo-, mejor. Todo ello redunda en que la calidad del discurso público, el aire discursivo que respiramos, deje mucho que desear, sin que no se nos ocurran, que yo sepa, unas campañas de descontaminación y desintoxicación. Lo cierto es que, por desgracia o por fortuna, siempre nos han tocado, como al familiar de Borges, «malos tiempos que vivir». Digo por fortuna en razón de que, mal que bien, hemos seguido sobreviviendo e incluso, en algunos terrenos como en el de la conciencia y la lucidez discursivas, creo que hemos ido evolucionando a más y mejor.
De acuerdo, de acuerdo, yo también lo veo así. Me quedan muchas más preguntas pero ya está, todo tiene su fin. Mil gracias, querido maestro, por tu tiempo, por tu generosidad, por tu buen argumentar, por tu pulsión ética, por tu libro y por tu obra. Por ti también.
Fuente: El Viejo Topo, n.º 357, octubre de 2017
Nota edición.
Para la primera parte de esta entrevista: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233684
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