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El tiempo congelado

La casa de Hemingway

Fuentes: Rebelión

Hace unos días llegó a La Habana un equipo del Public Broadcasting Service, de Estados Unidos. Como es sabido, se trata de una cadena dedicada a la transmisión de programas de televisión de alto nivel cultural: ópera en el Lincoln Center, ballet del Kennedy Center, teatro de Broadway. También tienen una serie titulada Grandes Museos […]


Hace unos días llegó a La Habana un equipo del Public Broadcasting Service, de Estados Unidos. Como es sabido, se trata de una cadena dedicada a la transmisión de programas de televisión de alto nivel cultural: ópera en el Lincoln Center, ballet del Kennedy Center, teatro de Broadway. También tienen una serie titulada Grandes Museos del Mundo. Venían a filmar un programa dedicado a la casa de Hemingway, la famosa finca Vigía donde vivió el escritor los últimos veinte años de su vida, emisión televisiva que será trasmitida por ochocientos canales estadounidenses. Ocuparon la residencia con sus baúles metálicos, cámaras, micrófonos, grabadoras, luces y trípodes. 

Me solicitaron los productores que guiara la visita a la residencia que se encuentra congelada en el tiempo, tal como se hallaba el día que Hemingway viajó a Estados Unidos para internarse en la clínica de los Hermanos Mayo para intentar reponerse de sus dolencias. Esto me permitió recorrer de nuevo un espacio que conozco bien dado que lo visité en vida del autor. 

Hemingway se marchó de Cuba padeciendo una tensión arterial de 220 con 155, una diabetes mellitus y la hemocromatosis que implicaba una lenta degeneración de todos sus órganos. Le escribió por aquellos días a su hermano Leicester: «Me siento como un samurai deshonrado. Mi cuerpo me ha traicionado». En el hospital le aplicaron electroshocks para combatir su depresión, poco después se suicidó. 

La primera demanda de los realizadores fue conocer el rincón fundamental de la casa y, naturalmente, les conduje al librero de baja altitud donde apoyaba su máquina de escribir para componer, de pie, cada día sus párrafos impecables. Ahí comenzaba su faena al amanecer, y permanecía concentrado hasta el mediodía. Anotaba en una tabla la cuota de palabras que había acumulado. Un buen día podía acopiar hasta mil palabras, de tres a cuatro cuartillas, pero el promedio solía ser de quinientas a seiscientas. 

Hemingway decía que Cuba le «llenaba de jugos» que es una manera de decir que le estimulaba su creatividad. En realidad esa casa no le gustó cuando su tercera esposa, Martha Gellhorn, la compró a una familia francesa en 1940. Ella tuvo que hacer una intensa redecoración para convencerle. Cuando se instaló allí el primer libro que completó fue «Por quién doblan las campanas», que fue su primer gran éxito, y le hizo famoso y rico. Desde entonces siempre creyó que aquella casa le traía suerte. 

Hasta que se mudó a la Finca Vigía Hemingway había vivido en el Hotel Ambos Mundos pagando un dólar diario por su habitación, durante un decenio. Desde su ventana podía ver las banderas cubanas en los edificios que le permitían conocer anticipadamente la dirección de donde soplaba el viento, lo cual le ayudaría mucho, más tarde, en su navegación en su yate Pilar. Aficionado a la pesca de la aguja compró esa embarcación que fue su pasatiempo predilecto y ahora reposa en los terrenos aledaños a la casa. 

Faltan en la residencia los grandes cuadros que la decoraban. En sus tiempos de corresponsal en París, cuando comenzaba a escribir, Hemingway tuvo la oportunidad de adquirir obras maestras a bajo precio o por dádiva de sus autores, que eran por entonces desconocidos y poco cotizados. Así llegó a hacerse de varios Picassos. Alejo Carpentier recuerda haber visto un fabuloso Paul Klee. El cuadro capital colgaba en el comedor, «La granja» de Joan Miró, que hoy en día cuelga entre las piezas fundamentales del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Cuando su viuda, Mary Welsh, donó la casa con todo su contenido al estado cubano, pidió conservar las pinturas. 

Al terminara su jornada creativa, al mediodía, Hemingway se tomaba su primer trago del día y luego se daba un chapuzón en su enorme piscina, donde un día Ava Gardner se bañó desnuda y el escritor ordenó que no se cambiase el agua durante un mes. Al atardecer se iba en uno de sus dos vehículos, un convertible Chrysler y una camioneta campera Buick, al bar «Floridita» donde se encontraba con sus amigos. Allí bebía sus «daiquiris especiales» que contenían el doble de ron y la mitad de azúcar. 

Los camarógrafos del Public Broadcasting Service filmaron aquello minuciosamente, los locutores me abrumaron a preguntas, todo quedó registrado, grabado y archivado. Espero que de ahí salga un programa auténtico que honre al escritor. Cada día autobuses, atiborrados de centenares de turistas, entran en la Finca Vigía para curiosear y tomar fotos. Es una demostración de que el escritor se encuentra vivo y que este refugio que se construyó en la isla es el testimonio más orgánico del ambiente en que vivió uno de los grandes autores del siglo XX.

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