Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En los rostros de las víctimas de los incendios forestales nos vimos a nosotros mismos y a nuestro futuro compartido. Ya no podemos rehuir la realidad.
Cuando vayamos a escribir la historia de la política climática en Australia, es posible que la víspera del Año Nuevo 2020 se vea como el momento en que todo cambió. Ese fue el día en que la nación, y de hecho el mundo, observaron con horror y desesperación cómo la gente de Mallacoota huía a la playa para escapar del muro de fuego que se cernía sobre su ciudad
No fueron los únicos en huir del fuego ese día. En los pueblos, desde las Montañas Azules hasta las afueras de Melbourne, las comunidades se enfrentaban a una catástrofe. Pero había algo en las imágenes de Mallacoota, la multitud de personas y animales acurrucados en la arena bajo una extraña luz rojiza que de alguna manera alertaba no solo de la escala sino de lo espeluznante de la crisis. «Cuando Brueghel se topa con el Antropoceno«, tuiteó una amiga mío sobre escenas similares en la Bahía de Malua. Es más bien como el Bosco, respondieron otros.
Evacuados en la playa de Malua Bay (Foto: Alex Coppel)
Es posible que las razones por las cuales estas imágenes parecen tan impresionantes es el hecho de que son de una playa, un lugar que ocupa una curiosa dualidad en la cultura australiana, que sirve como el símbolo más potente de nuestro mito nacional de igualitarismo y el teatro de nuestras ansiedades más profundas, tanto sobre los orígenes de nuestra nación como de la posibilidad de invasión, ya sea por agresores o por refugiados.
Como para subrayar esa ambivalencia, apareció otra imagen poco después. Tomada por Allison Marion, residente de Mallacoota, mostraba a su hijo de 11 años, Finn, sentado en la popa de un bote, con una mano sobre el timón de un motor fueraborda y los ojos asomando sobre la mascarilla que oculta su cara cautelosa y exhausta. Detrás de él, el cielo es de color naranja intenso y el mar apenas visible en la oscuridad. Hace una década y media, el escritor Robert Macfarlane se preguntó por qué la crisis climática carecía de iconografía. Ahora ya tiene una.
Pero es difícil no sospechar que la víspera de Año Nuevo fue también el momento en que muchos australianos se dieron cuenta de que estábamos en un territorio inexplorado, que el futuro que tantos de nosotros habíamos temido durante tanto tiempo nos había invadido finalmente y que no estábamos en absoluto preparados.
La catástrofe, que todavía se está produciendo en la costa este, el sur de Australia y Tasmania, ha tardado mucho en llegar pero su magnitud es difícil de entender. En el momento de escribir este artículo, 27 personas habían muerto, y se estima que 8,4 millones de hectáreas se han quemado o se están quemando actualmente, un área más grande que toda Irlanda o Austria. Más de 1.800 hogares han quedado destruidos, junto con muchos cobertizos y estructuras agrícolas, y con ellos, vidas y medios de subsistencia. Miles de personas han sido evacuadas, y muchas más se quedaron atrapadas durante días, o incluso más, con alimentos, combustible o electricidad limitados.
El impacto sobre el ganado ha sido también horrendo. La Federación Nacional de Agricultores estima que han perecido más de 100.000 ovejas y otros animales, y cientos de miles más tendrán que ser sacrificados en los próximos días. La fuerza de defensa australiana se ha movilizado para lidiar con sus cadáveres, «a cavar pozos«, como dijo la ministra federal de Agricultura, Bridget McKenzie, a principios de esta semana.
Pero el coste humano y económico de los incendios queda empequeñecido por su impacto ecológico. Los científicos estiman que cerca de medio billón de mamíferos, aves y reptiles han perecido solo en Nueva Gales del Sur, abocando a los animales y aves amenazados más cerca de la extinción. En declaraciones a Guardian Australia del 4 de enero, la profesora Sarah Legge, ecologista conservacionista en la Universidad Nacional de Australia, dijo: «Incluso algunas especies que no se hayan extinguido por completo van a tener que luchar en los próximos meses. Creo que este es el fin de varias especies».
Ovejas muertas arrojadas a una fosa común en una propiedad en Cobargo, en la costa sur de Nueva Gales del Sur, destruida por un incendio el día de Año Nuevo (Foto: Andrew Quilty/The Guardian)
En muchos de los casos, las zonas quemadas no podrán recuperarse. Es probable que se hayan extinguido las especies de plantas en peligro confinadas en áreas pequeñas; del mismo modo, la gran intensidad de los incendios habrá destruido no solo las comunidades complejas y muy diversas de organismos que pueblan el suelo del bosque, sino también los árboles viejos que albergan especies como las zarigüeyas deslizantes, y proporcionan sitios de anidación a muchas aves. Como dijo el biólogo Prof John Woinarski de la Universidad Charles Darwin: «No hay ganadores… Estos incendios están homogeneizando el paisaje. No benefician a ninguna especie».
Desastres continuos
El impacto ha sido también considerable en lugares alejados de los incendios. En Sydney, la ciudad lleva envuelta en humo desde principios de noviembre y el hedor de lo quemado irrumpe constantemente en el aire. Las máscaras respiratorias se han convertido en algo común en las calles. La escuela de mi hija menor comenzó a mantener a los niños dentro del recinto a la hora del almuerzo. En uno de los peores días un amigo mío, que es anestesista en uno de los principales hospitales de Sídney, me envió un mensaje de texto para decirme que se habían visto obligados a cancelar sus cirugías porque los aires acondicionados arrastraban demasiado humo al quirófano. En la ciudad, los equipos de bomberos fueron enviados de manera irregular respondiendo a las alarmas de incendio activadas por el humo que enviaban a los trabajadores de oficina a las calles. En Canberra, donde el humo se ha intensificado en las últimas semanas, las cosas son aún peores: los vuelos han sido cancelados debido a la poca visibilidad, los departamentos gubernamentales han dicho a sus trabajadores que permanezcan en casa y la Galería Nacional se vio obligada a cerrar debido a los temores sobre el efecto del humo en sus en sus colecciones.
En medio de las continuas emergencias provocadas por los incendios, es fácil olvidar que son solo los últimos en una larga lista de desastres. El verano pasado los incendios arrasaron la selva tropical en el norte de Queensland y devastaron los bosques en Tasmania, mientras en el Barwon-Darling millones de peces y otras especies ribereñas murieron como resultado de la sequía y la mala gestión de los sistemas fluviales desde hace mucho tiempo, desastres que fueron seguidos por inundaciones catastróficas en el norte de Queensland, en las que murieron cuatro personas y se ahogaron hasta medio millón de reses.
La historia es la misma en otros países. A mediados del año pasado, los incendios se extendieron por el Ártico, quemando no solo los pastizales sino también las turberas boreales secas a causa de las temperaturas inusualmente altas en la región. En Brasil los incendios destruyeron casi 10.000 km2 de selva tropical, lo que provocó las advertencias de los científicos de que el Amazonas está ya cerca de un punto de inflexión más allá del cual su colapso será imparable. En marzo, el ciclón Idai dejó más de 1.300 muertos en Madagascar, Mozambique, Zimbabwe y Malawi. De hecho, un informe de la organización benéfica británica Christian Aid sugiere que el cambio climático amplificó en 2019 los efectos de no menos de 15 desastres graves, mientras que en julio del año pasado la ONU advirtió de que el cambio climático está causando ahora un promedio de un desastre por semana.
Se ha hablado mucho de la adaptación a la nueva normalidad en las últimas semanas. Pero esta no es la nueva normalidad. Esto es solo el comienzo. Los continuos desastres que estamos experimentando ahora son el resultado del calentamiento de 1ºC por encima de los promedios preindustriales. Incluso si llegaran a cumplirse los compromisos consagrados en el Acuerdo de París -algo que parece extremadamente improbable– vamos camino de más de 2ºC de calentamiento para finales de siglo, aunque con las tendencias actuales nos dirigimos más bien, lamentablemente, a 3ºC o 4ºC más.
Un mundo que sea 3ºC o 4ºC más caliente será casi irreconocible. Grandes áreas en regiones ecuatoriales y subecuatoriales serán efectivamente inhabitables. El nivel del mar aumentará muchos metros. Los ecosistemas de todo el mundo colapsarán, causando extinciones masivas en la tierra y en los océanos. Cientos de millones de personas morirán, mientras cientos de millones más tendrán forzosamente que desplazarse.
Sharnie Moran y su hija Charlotte, de 18 meses, en los incendios forestales cerca de Nana Glen, en las proximidades del puerto de Coffs en noviembre (Foto: Dan Peled/AAP)
Incluso con 2ºC más, nuestro mundo se verá irrevocablemente alterado. Según el informe especial del IPCC, Calentamiento Global de 1.5ºC, publicado en octubre de 2018, 2ºC de calentamiento conducirá a aumentos significativos tanto en la incidencia como en la gravedad de las olas de calor y de los fenómenos meteorológicos extremos, lo que afectará drásticamente a la producción de alimentos, especialmente en el sureste asiático, América del Sur y Central y África Subsahariana, lo que motivará una «evacuación rápida» de personas de los países tropicales. Las enfermedades tropicales se extenderán a zonas anteriormente templadas. Los niveles del mar subirán hasta un metro para 2100, y continuarán subiendo varios siglos después. Los impactos en el mundo natural serán igualmente devastadores: las tasas de extinción se dispararán, la acidificación de los océanos y el calentamiento de las aguas devastarán la vida marina y los arrecifes de coral desaparecerán casi por completo en una o dos décadas.
De hecho, el consejo del IPCC postula que, para tener alguna esperanza de evitar un cambio climático peligroso, no podemos superar el calentamiento en más de 1,5ºC por encima de los promedios preindustriales. Con 1,5ºC más, el mundo será un lugar mucho más difícil y menos hospitalario que el que una vez conocimos. Las olas de calor, las sequías y los desastres como los de las últimas semanas serán más comunes. La escasez de alimentos y agua afectará solo a la mitad de las personas que resultarían damnificadas en caso de los 2ºC, y las personas desplazadas podrían reducirse a solo 50 millones. Los sistemas naturales y la biodiversidad se verán irreparablemente dañados, pero podríamos salvar el 10% de los arrecifes de coral, y el aumento del nivel del mar podría reducirse a solo medio metro para 2100.
Esto no es un accidente
En el mejor de los casos, esta perspectiva es bastante sombría. Pero puede ser peor. Porque para tener alguna posibilidad de mantener el calentamiento en 1,5°C, las emisiones globales netas deben llegar a cero para 2050, con cerca de la mitad de esa reducción en los próximos 10 años. Esto no se logrará instalando paneles solares o haciendo del lunes sin carne parte de nuestras vidas. Exige la transformación de todos los aspectos de nuestras economías y sociedades en el espacio de unos pocos años. En un mundo donde las emisiones siguen aumentando año tras año, donde el populismo de derechas está en marcha y el orden internacional parece cada vez más inestable, las probabilidades de que esto suceda parecen ir desvaneciéndose.
La brutal verdad, en otras palabras, es que las cosas empeorarán hagamos lo que hagamos. Y aún mucho peor, es probable que sea muy rápidamente.
Nada de esto es un secreto, pero individual y colectivamente nos hemos vuelto hábiles para no pensar en ello. Después de todo, ¿cómo podríamos? Reconocer la verdad exigiría que asumamos no solo la escala del problema y su insolubilidad, sino también toda la responsabilidad que tenemos en él. El escritor Amitav Ghosh ha descrito esta elusión de la realidad como «el gran trastorno». Sin embargo, con cada nuevo suceso extraño del clima o récord roto o desastre sin precedentes, se ha vuelto más difícil seguir fingiendo que las cosas están bien, más difícil mantener a raya la sensación creciente de pánico.
Protesta ante la residencia oficial del primer ministro Scott Morrison, en Sydney, para exigir que se frenen las emisiones de gases de efecto invernadero y destacar su ausencia por vacaciones en el extranjero mientras los incendios forestales se extendían por Nueva Gales del Sur (Fotografía: Wendell Teodoro/AFP, vía GettyImages)
Como dice el viejo chiste, la negación es un río poderoso. Pero todo tiene sus límites. Hace cincuenta años, la psiquiatra estadounidense Elisabeth Kübler-Ross identificó lo que ella creía que eran las cinco etapas del duelo. Primero viene la negación, luego la ira, la negociación, la depresión y finalmente la aceptación. Estas etapas no son necesariamente así de claras -como atestigua la creciente ira de los millones de personas que se unieron a las marchas climáticas en todo el mundo en los últimos meses- pero sospecho que para muchas personas el día de Año Nuevo fue el punto donde la negación dejó por fin de ser una opción y su dolor y terror se fundieron finalmente en un sentimiento de furia.
Deberíamos estar indignados, por supuesto. Rojos de ira. Porque estamos donde estamos no por accidente. Es el resultado de décadas de inacción por parte de nuestros líderes políticos, de campañas de mentiras y desinformación por parte de las compañías de combustibles fósiles y sus facilitadores en la política y los medios de comunicación, de complacer los intereses especiales y privilegiar la codicia por encima del futuro de nuestros hijos. En cualquier otro campo, las personas que ignoraran a sabiendas los consejos de científicos expertos serían responsables de la muerte y destrucción que surgiera de sus acciones. Sin embargo, nuestro primer ministro, el líder del partido que más ha hecho para impedir que se actúe sobre el cambio climático en este país más que cualquier otro, un partido que ignoró sistemáticamente las advertencias de los jefes de bomberos y las agencias científicas en el período previo al desastre y estuvo, incluso cuando el país ardió, trabajando para aminorar los objetivos de reducción de emisiones en la cumbre climática de Madrid, se niega a permitir cambios en las políticas climáticas de su Gobierno.
¿Cómo vivir cuando la realidad se hunde?
Pero la verdadera pregunta es ¿qué hacemos cuando la ira disminuye? ¿Cómo vivimos una vez que nuestra incredulidad ante la escala del desastre se desvanece y tenemos que lidiar con la comprensión de que el mundo que conocimos ha desaparecido? La científica climática Joëlle Gergis ha hablado de su creciente tendencia a estallar en lágrimas, ya que «la realidad de lo que dice la ciencia logra descongelar la parte emocionalmente congelada de mí misma que necesito mantener para hacer mi trabajo. En esos momentos, lo que emerge es puro dolor».
La agricultora Stephenie Bailey tras describir el impacto que los incendios han tenido en su granja en Batlow, Nueva Gales del Sur. (Foto: Said Khan/AFP vía Getty Images)
El modelo de Kübler-Ross surgió de sus experiencias con los enfermos terminales, pero nuestra situación no es del todo diferente. No existe una bala mágica o una cura milagrosa que nos salve. No podemos mejorar esto. En cambio, nos enfrentamos a un futuro en el que la única certeza es la incertidumbre y la pérdida, un futuro en el que las opciones que hemos tomado moldearán la vida de las generaciones venideras durante siglos y, sobre todo, para peor.
Frente a esta realidad, podemos hundirnos en la depresión y la desesperación. O podemos ir más allá, admitir que el viejo mundo ha desaparecido y comenzar a luchar para mejorar las cosas. Esto no será fácil. Como lo demuestra la intransigencia de Scott Morrison y su Gobierno y las campañas organizadas de desinformación sobre las causas de los incendios que ya circulan en las redes sociales, las fuerzas que se oponen al cambio son poderosas y lucharán hasta el final.
Pero hay también otras fuerzas en marcha. Como para subrayar el fracaso histórico del gobierno federal, fueron las personas normales y corrientes quienes cubrieron el vacío tras los incendios ofreciendo dinero, comida, lugares donde albergarse. No puedo haber sido el único que se conmovió hasta las lágrimas al ver camionetas y organizaciones sindicales reunidas en Bairnsdale para ayudar a los residentes y turistas atrapados en Gippsland, o las imágenes de miembros de la comunidad musulmana en Nueva Gales del Sur y Victoria que viajaron cientos de kilómetros para cocinar alimentos para los exhaustos bomberos y comunidades destrozadas. «No podemos combatir incendios, pero podemos hacer barbacoas», dijo uno de los hombres a ABC.
Sus acciones son un recordatorio de que si queremos encontrar un camino a seguir, necesitaremos amabilidad, empatía, también ira, humildad y rectitud. Sin embargo, también debemos reconocer que al igual que la aceptación libera a los enfermos terminales, puede ayudarnos a imaginar un camino a seguir. La filósofa Donna Haraway habla del imperativo de «reconocer el problema», de no rehuir la realidad, sino de habitar el presente en toda su complejidad, terror, esperanza y alegría y reconocer nuestro parentesco con quienes nos rodean. Quizás es hora de que todos aprendamos a hacer eso, hora de que aprendamos a reconocer nuestras propias esperanzas y miedos en otras personas.
Porque eso es lo que muchos de nosotros vislumbramos en los rostros de las personas en la playa de Mallacoota en la víspera de Año Nuevo. Nos vimos a nosotros mismos, vimos nuestro futuro compartido, el terror y el dolor de lo que viene. Y que ya no podíamos mirar hacia otro lado.
James Bradley es un novelista y crítico australiano.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.