Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países industrializados se convierten en Estados del bienestar en los que, sobre el papel, toda la población tiene garantizadas unas condiciones materiales de vida aceptables. Esa inédita consolidación del bienestar social fue el resultado de un “pacto” más o menos explícito entre capital y trabajo causado por la reconstrucción y el crecimiento económico del sistema de Bretton Woods, que perpetúa el imperialismo después de la independencia formal de las colonias (Galtung, 1971), así como por las históricas conquistas del movimiento obrero y el miedo a una revolución inspirada por un modelo alternativo, el del bloque comunista (Hobsbawm, 1990). Por lo tanto, la concatenación de estas condiciones sociales solo ha sido posible en un momento y una zona del planeta muy concretos, Europa occidental en la segunda mitad del siglo XX. Esta era de igualitarismo empieza a romperse tras la crisis del petróleo de 1973 y la posterior ofensiva neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, una desregulación financiera que desvincula la reproducción del capital de la mejora del bienestar social y una paralela deslocalización industrial que debilita la organización de la clase trabajadora (Lazzarato, 2009). El culmen de la hegemonía neoliberal se produce con la caída de la Unión Soviética y la extensión del capitalismo hasta prácticamente todos los rincones del planeta, lo que lleva a autores como Francis Fukuyama (1992) a precipitarse y proclamar el “fin de la historia”. Desde entonces, las sociedades occidentales han experimentado una lenta pero firme tendencia hacia la pérdida de derechos laborales, la reducción de los servicios públicos y, en general, la limitación a la intermediación del Estado en favor de los más débiles.
La inclinación de la balanza hacia el lado del capital que ha tenido lugar en las últimas décadas coincide con el abandono académico e intelectual de los análisis de clase, aquellos que tienen en cuenta de alguna manera la que para Karl Marx era la división social fundamental, la que distingue entre quienes controlan los medios de producción y quienes se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para subsistir (Huber, 2022). Se podría decir que, en cierto sentido, el proletariado murió de éxito, pues la extensión de las “clases medias” instauró la creencia en que el nivel de vida logrado se basaba en derechos adquiridos por los que no era necesario seguir luchando. Sin embargo, la clase propietaria no había olvidado la centralidad del conflicto capital-trabajo y aprovechó la oportunidad para imponer su sistema y quedarse con una mayor porción del pastel. Como reconoció el magnate estadounidense Warren Buffet en un ejercicio de sinceridad poco habitual: “Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la lucha, y estamos ganando” (Stein, 2006).
La recuperación del análisis de clase
La claudicación de la izquierda no ha sido, en todo caso, definitiva. En los últimos años, en un contexto de sucesión de crisis económicas y aumento de las desigualdades, se están recuperando las teorías y visiones más críticas hacia el capitalismo como un sistema económico injusto. La perpetuación de las mismas clases sociales que describió Marx hace más de un siglo no es defendida únicamente por autores minoritarios, pues el marxismo ha vuelto a dejar de ser marginal y los análisis de clase no tienen que ser necesariamente marxistas, como se ve en muchos de los ejemplos mencionados a lo largo de este artículo.
El largo vacío en el análisis de clases parece haber llegado a su fin con la publicación de obras académicas que recuperan los conceptos y paradigmas que cimentaron el igualitarismo. Los propios títulos de algunos de estos libros son reveladores de un cambio de tendencia: Cómo los ricos destruyen el planeta (Kempf, 2011), Chavs: la demonización de la clase obrera (Jones, 2012), La secesión de los ricos (Ariño y Romero, 2016) y Contra la igualdad de oportunidades: un panfleto igualitarista (Rendueles, 2020) son solo una pequeña muestra. Durante la euforia neoliberal, estos trabajos habrían sido ignorados y sus autores desprestigiados, pero tras la crisis económica de 2008 sus visiones son escuchadas y cada vez más aceptadas.
El análisis de clase se está volviendo a poner de moda, lo cual es al mismo tiempo una buena noticia para la clase trabajadora y un síntoma de su debilidad, en tanto que ha tenido que volverse a los niveles de desigualdad anteriores a la extensión del Estado del bienestar para que mencionar la lucha de clases deje de ser tabú. La hegemonía neoliberal supuso un impresionante aumento de las desigualdades sociales que ha permitido a una pequeña franja de las clases más acomodadas acaparar la totalidad de la creación de riqueza de este período, generándose progresivamente las condiciones materiales para una revolución tanto teórica como política que, más allá de los encomiables conatos locales o nacionales –contracumbres como la de Seattle en 1999, el socialismo del siglo XXI en algunos países latinoamericanos, el 15-M en Madrid…–, ha empezado realmente tras la crisis del covid-19.
La mayoría de los gobiernos de los países centrales han dado un giro de 180 grados en su política económica, recuperando los manuales de economía keynesiana principalmente para hacer frente a la crisis derivada de la pandemia, pero no es en absoluto casualidad que este cambio de paradigma se produzca de la mano de la recuperación del análisis de clase. Incluso las instituciones financieras internacionales, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) piden ahora la aplicación de políticas contracíclicas de aumento del gasto público y una fiscalidad más elevada y progresiva para poder financiar la protección social (Gaspar, 2022). La actuación de los gobiernos europeos y de la propia Unión Europea está siendo diametralmente opuesta a la de 2008, una revolución en la hegemonía de la política económica que ha permitido recuperar la intervención de los poderes públicos con un renovado sentido transformador que intenta adaptarse a la realidad actual. Aquí es donde entra en juego la crisis climática.
Los primeros síntomas graves de la crisis climática y las perspectivas de futuro al respecto revelan que, además de injusto, el capitalismo también es un modelo insostenible. La desigualdad y la insostenibilidad, que han sido interpretadas mayoritariamente como dos amenazas independientes, están en realidad íntimamente relacionadas, pero solo pueden ser abordadas conjuntamente si la población toma conciencia de dicha vinculación. Es decir, solo es posible aspirar a un mundo respetuoso con el medio ambiente y que además sea más justo si la transición ecológica tiene en cuenta la lucha de clases.
Un ecologismo con conciencia
El ecologismo no está intrínsecamente alineado a la izquierda o a la derecha del espectro político, sino que depende de su articulación en el debate político. De hecho, es habitual ver el prefijo “eco-” seguido de casi cualquier corriente ideológica –ecosocialismo, ecofeminismo, ecocapitalismo…–. Hasta hace poco tiempo se seguía asumiendo el punto de vista de Ronald Inglehart (1971) por el cual el ecologismo era una ideología propia de una clase media acomodada que puede permitirse otras preocupaciones más allá de lo económico, un punto de partida que defendía la contradicción entre las conciencias de clase y ecológica. Sin embargo, se están elaborando cada vez más y mejores marcos interpretativos que cuestionan dicha oposición.
El sociólogo John Bellamy Foster es uno de los más destacados en esta tarea. A partir de un repaso de los trabajos que rastrean los fundamentos de la sociología ambiental en autores clásicos como Émile Durkheim y Max Weber, una de sus líneas de investigación se centra en una interpretación de la obra de Marx a este respecto. Foster señala que Marx es pionero en aplicar la noción biológica de metabolismo al análisis social para denunciar que existe una contradicción entre la reproducción indefinida del capital y los ritmos de reproducción de la naturaleza de manera sostenible para las futuras generaciones. Esta idea de El Capital sirve a Foster para acuñar su concepto de “brecha metabólica” –metabolic rift– y le permite defender que Marx desarrolla un materialismo-histórico-ambiental en el cual otros autores y él mismo han encontrado las bases de un marxismo ecológico (Foster, 1999).
Marx es tal vez el autor más discutido y cuestionado de la historia, y durante mucho tiempo ha recibido duros ataques desde el ecologismo por su supuesta omisión del análisis de las relaciones entre la sociedad y el medio ambiente. Sin embargo, en los últimos años se están extendiendo las interpretaciones ecológicas de sus textos (Moore, 2016; Dyer-Whiteford, 2018; Schultz, 2020; Huber, 2022), cada una con sus enfoques y matices pero con el rasgo común de intentar recuperar el marxismo para interpretar la crisis climática. Desde este punto de vista, el problema no es que Marx no estuviera preocupado por el medio ambiente, sino que existe un ecologismo implícito en sus textos que no ha sido suficientemente desarrollado por autores posteriores, muchos de los cuales han hablado erróneamente en su nombre, mientras que el propio Marx ha sido asociado con la destrucción medioambiental del “socialismo real” de la Unión Soviética y el resto del bloque comunista y no ha tenido derecho de réplica ni la oportunidad de estudiar el calentamiento global (Foster, 1999; Lowy, 2002). Sea o no ésta la interpretación más adecuada de Marx, sin duda se trata de la más útil para los retos del siglo XXI.
Una vez asumido, el cambio climático ha sido caracterizado a nivel social principalmente como una amenaza para la lucha de clases, ya que la transformación sostenible del modelo económico conllevaría una gran destrucción de puestos de trabajo, sobre todo en la minería y las industrias contaminantes. De esta manera, el efecto de una transición ecológica sería especialmente duro para el movimiento obrero, puesto que los anteriores son precisamente los sectores con mayor tradición de afiliación sindical y reivindicación social. Este dilema entre trabajo y medio ambiente –“the jobs versus environment dilemma” según Nora Räthzel y David Uzzell (2011)– ha sido la idea comúnmente aceptada que ha provocado durante mucho tiempo la división y el enfrentamiento entre el socialismo y el ecologismo. No obstante, frente a esto, algunos autores empiezan a plantear que la crisis climática más bien debe ser vista como una oportunidad para la transformación social o quizás, incluso, como el detonante de una futura revolución. Algunos autores apuntan que la transición ecológica puede ser una oportunidad para la lucha de clases a través de la fiscalidad verde, la redistribución y el protagonismo económico del Estado (González Reyes et al., 2019), pero el motivo para este optimismo de la voluntad sería no tanto la cantidad de puestos de trabajo ligados a la transición ecológica, que no está claro que puedan cubrir los desaparecidos, sino el paso de la “clase en sí” a la “clase para sí” cuando las restricciones climáticas aprieten a la mayoría social (Huber, 2022). La crisis climática no es la única responsable de la recuperación de la conciencia de clase, en la que también intervienen las discriminaciones de género, étnicas, centro-periferia y la intensificación de las desigualdades socioeconómicas, pero sí se trata de un factor con una dimensión y unas posibilidades y riesgos inéditos y muy importantes.
La confluencia de las preocupaciones sociales y ecológicas es muy importante porque existe la posibilidad de que se intenten hacer pasar por sostenibles comportamientos como el greenwashing, un “lavado verde” que no es más que marketing de las empresas que lo llevan a cabo. Una vez superado el negacionismo por la incuestionable gravedad de la crisis climática, el siguiente paso de los grandes poderes económicos consiste en tratar de convertir al ecologismo en funcional al capitalismo a través de transiciones ecológicas que no alteren ni cuestionen la naturaleza insostenible del sistema capitalista e incluso refuercen sus dinámicas expansivas (Ramiro y González, 2021). Por el contrario, la conciencia de clase y la ecológica están obligadas a converger, y están empezando a hacerlo a gran escala a través de un activismo socioambiental que es cada vez más influyente.
A nivel teórico, no son solo los trabajos académicos dedicados a la interacción entre la estructura social y la crisis climática, sino que casi cualquier análisis sociológico o medioambiental se ve obligado actualmente a incluir referencias a la otra cuestión. En este sentido, el tratamiento mediático a la agenda política es muy revelador de la convergencia entre la conciencia ecológica y la de clase. Por ejemplo, en la COP26 de Glasgow de 2021, medios de comunicación de diferentes países y orientaciones ideológicas criticaron la hipocresía de los centenares de líderes mundiales que volaron a Escocia en aviones gubernamentales o privados para debatir sobre cómo luchar contra la contaminación. Según Greg Archer, director de la campaña de Transporte y Medio Ambiente en Reino Unido: “Uno de esos jets, en vuelo de ida y vuelta de tres horas, causa tantas emisiones como el británico medio en un año” (Fresneda, 2021). Esta misma crítica se extiende a multitud de ejemplos de famosos, como los cortos vuelos de algunos magnates y celebridades en Norteamérica (Sweeney, 2022), e incluso al debate político nacional en países como España a propósito del uso del avión presidencial (Cortijo, 2022).
El transporte privado de lujo ha recibido por ahora la mayor atención mediática e indignación social, pero el impacto ambiental del consumo suntuario se extiende a muchos otros sectores. Tras estas denuncias subyace una interpretación de la huella ecológica en función de la clase social que es imprescindible para comprender las causas y posibles soluciones de la crisis climática (Gore et al., 2020). No obstante, poner el foco en el consumo no explica ni mucho menos toda la complejidad de la cuestión, puesto que cabe añadir una responsabilidad extra a las empresas y sus responsables, que tienen mucha más capacidad de decisión sobre las formas de producción que los consumidores, quienes en ocasiones no conocen o no tienen a su disposición alternativas no contaminantes (Dyer-Witheford, 2018; Huber, 2022). Esta discusión remite a un debate sobre si la responsabilidad de la crisis climática es de todos los seres humanos, aunque sea en proporción al impacto ecológico de su modo de vida, como se deduce del Antropoceno; o si, por el contrario, el problema es el sistema económico que solo puede reproducirse a sí mismo a costa de la sostenibilidad del planeta Tierra, lo que defiende el Capitaloceno (Moore, 2016). La primera visión es todavía mayoritaria, pero existe una creciente conciencia ecológica que entiende que el ecologismo sin una crítica marxista al capitalismo es un autoengaño (Lowy, 2002) o, en palabras del activista brasileño Chico Mendes, asesinado en 1988 por su defensa del medio ambiente, que “la ecología sin lucha social es solo jardinería” (Frère Affanni, 2022).
No hay alternativa
Como se ha señalado, la crisis climática está pasando de amenaza a oportunidad para el análisis y para la lucha de clases, aunque no sin dificultades. Existe el riesgo de convertir la crisis climática en un juego del gallina entre clases, en la que los privilegiados hagan todo lo posible para no renunciar a sus privilegios mientras las mayorías sociales defienden su derecho a llevar una vida digna, esperando que sean los otros quienes cedan, a costa de una perpetuación del deterior medioambiental. El problema para el ecologismo es que el resto de opciones son o bien improbables o bien mucho más indeseables. Por un lado, las apuestas por continuar con el business as usual o por una transición ecológica basada en el crecimiento se apoyan en un tecnooptimismo que vulnera el principio de precaución que se debe seguir en materia medioambiental, pues no está en absoluto garantizado que la ciencia vaya a encontrar soluciones “cornucopianas” –abundancia de materiales y fuentes de energía renovables, procesos productivos mucho más eficientes, técnicas para la captura de carbono…– (Taibo, 2016; Hickel y Kallis, 2019). Incluso si se descubrieran algunas de estas posibles soluciones, tampoco hay ninguna garantía de que su utilización y extensión al conjunto de la humanidad vaya a ser rentable bajo los criterios del mercado, que incentiva comportamientos derrochadores como la obsolescencia programada. Por otro lado, es fundamental estar alerta hacia las alternativas políticas que se configuran, pues allí donde las derechas más reaccionarias están empezando a entender la dimensión del problema climático se está articulando un ecofascismo que plantea un escenario futuro a la altura de las distopías hollywoodienses, en el que para salvar el planeta se apretará por abajo, privando a las clases populares y excluidas del sustento mínimo para vivir dignamente en nombre de la sostenibilidad (Taibo, 2016).
Recuperando el viejo lema del neoliberalismo –“There Is No Alternative”, “no hay alternativa”–, en el siglo XXI no hay otra manera distinta a la lucha de clases climática para garantizar un bienestar material que sea sostenible (Huber, 2022). En plena crisis climática, ya no existe la posibilidad de alcanzar uno de los dos objetivos sin el otro, pues los intentos por profundizar en el crecimiento económico serán bloqueados por los límites medioambientales del planeta, mientras que los de reducir el impacto de la actividad humana en el resto del planeta serán rechazados por las presiones sociales. El movimiento de los chalecos amarillos en Francia es el ejemplo más claro de que una política ecológica que no tenga en cuenta su impacto social está destinada a recibir un rechazo mayoritario (Schultz, 2020), por lo que es muy probable que la aplicación de las políticas de transición ecológica llene las calles de numerosas capitales mundiales de chalecos amarillos.
La recuperación académica del análisis de clase se retroalimenta con los debates políticos y sociales, por lo que es absolutamente imprescindible desarrollar los fundamentos teóricos para abordar la crisis climática de manera justa. Está en juego quién va a pagar la factura climática de las próximas generaciones, por lo que es urgente exigir a los representantes políticos y a las élites económicas que asuman los consensos científicos y las demandas sociales para afrontar en condiciones aceptables la crisis climática. Por ello, de cara a la movilización social, merece la pena adaptar la mítica frase de Antonio Machado para la causa y proclamar: haced ecologismo, porque si no lo hacéis alguien lo hará por vosotros, y probablemente contra vosotros.
Bibliografía
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Álvaro Ramón Sánchez es estudiante de doctorado en Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: https://vientosur.info/la-conciencia-de-clase-para-una-transicion-ecologica/