Nota de edición: El jueves [28 de junio de 2018] nos dejó el filósofo marxista italiano Domenico Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y el colonialismo e investigador de cuestiones políticas contemporáneas como el riesgo de un holocausto nuclear. Domenico Losurdo, la última vez que nos vino a visitar El género de […]
Nota de edición: El jueves [28 de junio de 2018] nos dejó el filósofo marxista italiano Domenico Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y el colonialismo e investigador de cuestiones políticas contemporáneas como el riesgo de un holocausto nuclear.
Domenico Losurdo, la última vez que nos vino a visitar
El género de las luchas de clases emancipadoras incluye una tercera especie, además de las dos que hemos visto. Sí, hay otro grupo social, muy numeroso, tan numeroso que es la mitad o más de la población total, un grupo social que padece la «autocracia» y anhela la «liberación» (Befreiung): se trata de las mujeres, sobre quienes pesa la opresión ejercida por el varón entre las cuatro paredes domésticas (MEW, 21; 158). Estoy citando de un texto (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado) que Engels publicó en 1884. Es verdad que Marx había muerto hacía un año, pero ya entre 1845 y 1846, en La ideología alemana, texto al que Engels se remite explícitamente, observa que en la familia patriarcal «la esposa y los hijos son los esclavos del hombre» (MEW, 3; 32). A su vez, el Manifiesto, que no se cansa de reprochar a la burguesía la reducción del proletario a máquina e instrumento de trabajo, señala que «para el burgués su propia mujer es un simple instrumento de producción»; pues bien, «se trata justamente de abolir la posición de las mujeres como meros instrumentos de producción» (MEW, 4; 478-479). La categoría utilizada para definir la condición del obrero en la fábrica capitalista también se utiliza para definir la condición de la mujer en el ámbito de la familia patriarcal.
Visto en conjunto, el sistema capitalista se presenta como una se rie de relaciones más o menos serviles impuestas por un pueblo a otro pueblo a escala internacional, por una clase a otra en el ámbito de un país y por el hombre a la mujer en el ámbito de la misma clase. Se comprende entonces la tesis que formula Engels remitiéndose a François-Marie-Charles Fourier y que también defiende Marx, la tesis de que la emancipación femenina es «la medida de la emancipación universal» (MEW, 20; 242 y 32; 583). Para bien y para mal, la relación hombre/mujer es una suerte de microcosmos que refleja el ordenamiento social: en la Rusia ampliamente premoderna, sometidos a una implacable opresión de sus amos, los campesinos -observa Marx- son capaces, a su vez, de dar «horribles palizas mortales a sus mujeres» (MEW, 32; 437). Veamos ahora la fábrica capitalista: aunque el poder despótico del patrono sojuzga a todos los obreros, lo hace de un modo especialmente humillante con las mujeres: «su fábrica es al mismo tiempo su harén» (MEW, 2; 373).
No es difícil encontrar en la cultura de la época voces que denuncian el carácter opresor de la condición femenina. En 1790 Condorcet (1968, vol. 10, p. 121) dice que la exclusión de la mujer de los derechos políticos es un «acto de tiranía». Al año siguiente la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita por Olympia de Gouges, llama la atención en su artículo 4 sobre la «tiranía perpetua » impuesta por el hombre a la mujer. En Inglaterra, más de medio si glo después, J. S. Mill habla de «esclavitud de la mujer», «tiranía do méstica» y «servidumbre real» (actual bondage) sancionada por la ley (1963-1991, pp. 264. 288 y 323 = Mill 1926, pp. 18, 68 y 139).
Pero ¿cuáles son las causas de esta opresión y de la insensibilidad general frente a ella? Condorcet (1968, vol. 10, p. 121) condena «el po der de la costumbre» que ofusca el sentido de la justicia incluso en los «hombres ilustrados». De un modo parecido argumenta Mill (1963-1991, pp. 263-264 = Mill 1926, pp. 15, 17 y 19), quien remite al conjunto de «costumbres», «prejuicios» y «supersticiones» que es preciso superar o neutralizar con «una sana psicología». Aunque se hace referencia a las relaciones sociales, solo se trata de las «relaciones sociales de ambos sexos», que sancionan la esclavitud o sumisión de la mujer a causa de la «inferioridad de su fuerza muscular» y de la vigencia en este ámbito de la «ley del más fuerte».
No se indaga la relación entre la condición de la mujer y las otras formas de opresión. Es más, a ojos de Mill (1963-1991, pp. 264-265 = Mill 1926, p. 19) la relación hombre/mujer es una especie de isla en la que aún se mantiene la lógica del sometimiento, que ya ha quedado muy atrás en otros ámbitos: «Vivimos, o viven por lo menos una o dos de las naciones más avanzadas del mundo, en un estado en que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y se diría que ya no sirve de norma a los asuntos de los hombres». En cambio, desde el punto de vista de Marx y Engels, la relación entre la metrópoli capitalista (las «naciones más avanzadas del mundo») y las colonias es, más que nunca, una relación de dominio y sometimiento; y en la propia metrópoli capitalista la coacción económica (no ya jurídica) sigue presidiendo las relaciones entre capital y trabajo.
Si acaso es Mary Wollstonecraft (2008, p. 30) quien une la denuncia de la «dependencia servil» que se reserva a la mujer con el cuestionamiento del orden social. El dominio machista parece propio del antiguo régimen. Mientras que los campeones de la lucha por la abolición de la esclavitud denuncian la «aristocracia de la epidermis» o la «nobleza de la piel» (Losurdo 2005, cap. 5, § 6), la militante fe – mi nista critica lo que a su juicio se configura como el poder aristocrático de los varones; la denuncia de este poder va unida a la condena de las «riquezas» hereditarias y de los «honores hereditarios», a la condena de las «absurdas distinciones de estamento». En todo caso, «las mujeres no se liberarán» de verdad «hasta que los estamentos no se mezclen» y «no se establezca más igualdad en toda la sociedad » (Wollstonecraft 2008, pp. 109 y 139). Otras veces parece que la feminista y jacobina inglesa cuestiona la propia sociedad capitalista. Sí, las mujeres deberían «tener representantes en vez de ser gobernadas sin ninguna voz en las deliberaciones del gobierno». Pero no hay que perder de vista que en Inglaterra también los obreros están privados de derechos políticos:
Todo el sistema de representación en este país es solo una cómoda ocasión de despotismo, las mujeres no deberían olvidar que están representadas en la misma medida en que lo está la numerosa clase de los obreros, trabajadores esforzados que pagan por el sustento de la familia real, a pesar de que a duras penas consigue saciar con pan la boca de sus hijos (Wollstonecraft 2008, p. 113).
No faltan los puntos de contacto entre condición obrera y condición femenina: lo mismo que para los miembros de la clase obrera, «los pocos trabajos abiertos a las mujeres, lejos de ser liberales, son serviles». Por último, en el ámbito de esta crítica global de las relaciones de dominio que caracterizan el orden social existente, las propias mujeres (sobre todo las de situación más acomodada) deben hacer examen de conciencia, pues a veces dan muestras de «locura» por «el modo en que tratan a los sirvientes en presencia de los niños, con lo que sus hijos creen que aquellos deben servirles y soportar sus destemplanzas» (Wollstonecraft 2008, pp. 115 y 137).
La «jacobina inglesa», que es una excepción genial, parece en cierto modo precursora de Marx y Engels, quienes establecieron un nexo entre división del trabajo en el ámbito de la familia y división del trabajo en el ámbito de la sociedad. El segundo, en particular, formula la tesis de que «la familia nuclear moderna se basa en la esclavitud doméstica, abierta o disimulada, de la mujer»; en todo caso, «el varón es el burgués, mientras que la mujer representa al proletariado » (MEW, 21; 75).
Entre los contemporáneos de Marx y Engels, quien hace un análi – sis que podría parecerse al suyo no es J. S. Mill sino Nietzsche, aunque con un juicio de valor opuesto. El crítico implacable de la re volución como tal, incluida la revolución feminista, compara la con dición de la mujer con la de los «miserables de los estamentos inferiores», los «esclavos del trabajo (Arbeitssklaven) o los presos» (Genealogía de la moral, III, 18) e indirectamente junta el movimiento feminista con el movimiento obrero y el movimiento abolicionista: los tres buscan afanosamente, para denunciarlas con indignación, las distintas «formas de esclavitud y servidumbre», como si constatarlas no fuese la confirmación de que la esclavitud es «el fundamento de toda civilización superior» (Más allá del bien y del mal, 239).
Evidentemente, el motivo del nexo entre sometimiento de la mujer y opresión social en general está desarrollado de un modo más amplio y orgánico en Engels, remitiéndose siempre a La ideología alemana que escribió con Marx y permaneció inédita mucho tiempo: «la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por el sexo masculino». Es una larga historia que aún no ha terminado:
La abolición del matriarcado fue la derrota del sexo femenino en el plano histórico universal. El hombre tomó el timón de la casa y la mujer fue envilecida, sometida, convertida en esclava de sus deseos y simple instrumento para hacer hijos (Werkzeug der Kinderzeugung). Este estado de degradación de la mujer […] fue gradualmente adornado y disimulado, a veces tuvo formas más suaves, pero nunca se ha eliminado (MEW, 21; 68 y 61).
Apartado 4 del primer capítulo del libro de D. Losurdo La lucha de clases. Una historia política y filosófica.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-condicion-de-la-mujer-y-la-primera-opresion-de-clase/