La propuesta de reforma de la Constitución Española que han negociado el PSOE y el PP, y que impondrá constitucionalmente un límite al gasto público de las administraciones públicas, pretende reforzar un discutible principio que ya estaba presente en nuestro ordenamiento desde 1993, aunque no fuera respetado por exigencias de la realidad. El artículo 126 […]
La propuesta de reforma de la Constitución Española que han negociado el PSOE y el PP, y que impondrá constitucionalmente un límite al gasto público de las administraciones públicas, pretende reforzar un discutible principio que ya estaba presente en nuestro ordenamiento desde 1993, aunque no fuera respetado por exigencias de la realidad. El artículo 126 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (que introdujo por primera vez el Tratado de Maastricht) establece que » los Estados miembros evitarán déficits públicos excesivos». Se entiende por tal cuando el déficit público previsto o real sobrepasa el 3 % del Producto Interior Bruto («a menos que la proporción haya descendido sustancial y continuadamente y llegado a un nivel que se aproxime al valor de referencia; que el valor de referencia se sobrepase sólo excepcional y temporalmente, y la proporción se mantenga cercana al valor de referencia). Cuando existe un déficit excesivo «la Comisión (…) examinará la observancia de la disciplina presupuestaria» siguiendo el Protocolo sobre el procedimiento aplicable en caso de déficit excesivo, anejo a los Tratados.
La regla del 3% forma parte de los criterios de convergencia del fallido Pacto de Estabilidad y Crecimiento, ahora reciclado en «Pacto del Euro plus». Hasta ahora en España el objetivo de estabilidad presupuestaria y del control del déficit se fijaba por ley. La Ley General de Estabilidad Presupuestaria (texto refundido de 2007) establece que si el crecimiento es bajo «el déficit en que podrán incurrir en el cómputo total no podrá superar el 1 % del PIB nacional, con el límite del 0,20 % del PIB nacional para el Estado, del 0,75 % del PIB nacional para el conjunto de las comunidades autónomas y del 0,05 % del PIB nacional para las entidades locales«.
Pero para los halcones del déficit parece que ni estos porcentajes, ni el procedimiento previsto para remediar los déficits excesivos, ni las garantías legales bastan para «tranquilizar a los inversores», pues los Estados siempre pueden tomar una decisión política diferente, cambiar las leyes y asumir posibles reprimendas, sobre cuando la presión social es elevada. Esta última eventualidad es la que se pretende cortar de raíz. Angela Merkel y Nicolas Sarkozy acordaron recientemente, con el beneplácito del Banco Central Europeo, una propuesta para que los Estados de la zona euro introdujesen la limitación el déficit público como dogma inamovible en las respectivas constituciones estatales. En España el presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero no tardó ni una semana en proponer una reforma de la Constitución que debería ser aprobada sin discusión antes de un mes, tiempo durante el cual se prohibirán las ventas de títulos en corto al descubierto, para evitar ataques especulativos.
Los términos de la reforma parece que van en la línea de la vigente Ley General de Estabilidad (aunque las cifras precisas de déficit se establecerán por Ley Orgánica, ya no por ley), pero es obvio que la constitucionalización de un objetivo determinado de estabilidad presupuestaria pretende impedir que en el futuro puedan debatirse o plantearse otros diferentes, en función de las circunstancias y lo que voten los ciudadanos. El límite máximo de «déficit estructural» (apenas un 0,40%) comenzará a aplicarse en 2020, es decir, después de dos legislaturas que serán especialmente conflictivas. Desde luego, no por la batalla que pueda dar la oposición (previsiblemente el PSOE), sino por la que se producirá en sus márgenes, ya sea en las instituciones o en la calle. Los inversores, que buscan una alta rentabilidad en sus inversiones en deuda española (y en los nichos de negocio que se abren con la reducción del gasto social), tienen claro que Mariano Rajoy aprobará «reformas» que según la élite política europea forman parte de su peculiar «sentido común». Lo que no tenían tan claro era si el objetivo de reducción del déficit se pondría realmente en práctica o no, si en las diferentes administraciones públicas se cedería en algún momento a las presiones sociales o si en las siguientes elecciones (las de noviembre de 2015 si es que acaba la legislatura) acaban irrumpiendo fuerzas o políticos considerados «populistas», que puedan poner en cuestión dicho objetivo. Como sucede con el crédito, que supone una anticipación en el futuro que condiciona fuertemente el presente, esta modificación constitucional con vistas al futuro tiene también un impacto sobre el actual gobierno y los que vengan después.
No hay razones económicas que obliguen a fijar un objetivo muy reducido de déficit público con carácter permanente, sobre todo si tenemos en cuenta que históricamente las economías desarrolladas han mantenido períodos prolongados de déficit. En Estados Unidos ha sido la regla desde 1945, y en Europa occidental (Reino Unido , Francia e incluso Alemania) desde 1975, esto es, desde lo que en una perspectiva de sistema-mundo corresponde al inicio de una prolongada fase Kondratieff-B de bajo crecimiento y que coincide con la progresiva implantación de las políticas neoliberales. El Estado moderno capitalista siempre ha recurrido además a los mercados financieros para gastar más de lo que ingresa, como hacen las familias (por mucho que insista Rajoy) y las empresas, aunque su papel sea radicalmente diferente. Y ha recurrido cada vez más desde que renunció a tasar fiscalmente las rentas del capital y las transacciones financieras, aunque la presión fiscal no haya dejado de aumentar por las necesidades de gasto público (sanidad, educación, pensiones, infraestructuras) que demanda una población cada vez más productiva. Por más que insistan con una propaganda machacona, el déficit no ha sido tampoco la causa de la crisis financiera, sino su consecuencia. El objetivo de déficit cero (o casi cero), sin una exigencia paralela de cobertura obligatoria de los servicios públicos, y en un período de depresión como en el que nos encontramos, obedece por tanto a motivaciones políticas: el reembolso de la deuda y el pago de sus intereses y el desmantelamiento de las políticas sociales que constituyen el grueso del gasto público.
Resulta significativo que después de las movilizaciones ciudadanas más amplias y radicales que ha conocido España desde la transición , y que han supuesto una crisis constitucional del sistema político vigente desde entonces, la élite política española responda con una reforma apresurada de la Constitución, sin debate público y a puerta cerrada. Frente a la potencia de las multitudes, frente al poder constituyente, el poder constituido responde atrincherándose, usurpando el monopolio de la decisión sobre los ingresos y gastos públicos, que quedan al margen de la política. Lo que se ha venido en llamar «movimiento 15-M» no es otra cosa que el descubrimiento de que la política es poder constituyente, es la definición cotidiana y colectiva de lo que es la comunidad. En este contexto, la Constitución de 1978 no garantiza la democracia sino que la bloquea y la anula, como bien comprendieron los islandeses con su respectiva norma fundamental.
Los dirigentes del PSOE y del PP (y los de otros partidos) han dejado bien claro que ya no tiene sentido reclamar la aplicación de los principios del Estado social que recoge la Constitución en el capítulo III del Título I. No vale la pena, pues, insistir en la aplicación de este u otro artículo, como hacía Julio Anguita en los años noventa del pasado siglo. Queda claro que en una democracia real la igualdad no puede consistir en la declaración abstracta de un derecho inalienable o un objetivo lejano sino que es la condición misma del proceso constitutivo, la premisa de toda política posible. En su arrogancia, los beneficiarios de las políticas de ajuste nos están diciendo que no somos sus iguales, sino sus subalternos. La petición de un referéndum, por justa y legítima que sea, llega tarde. La reforma de la Constitución no será sometida a la votación de los ciudadanos, a menos que treinta y cinco diputados mantengan algo de dignidad. A menos, también, que la ciudadanía responda y, después de haber tomado las plazas de todo el país, decida reapropiarse las Cortes Generales e impedir que los servidores de la banca consumen su golpe.
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/la-constitucion-contra-el-poder-constituyente