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La corrupción como institución

Fuentes: Rebelión

El pasado 8 de febrero participé en el Seminario «Diálogos Ecos El pasado febrero participé en el Seminario del Centro de Estudios Ecosociales (CEES) de la Universidad de La Laguna (Tenerife) con una ponencia titulada «Interés general y protección ambiental». Inicié la intervención poniendo de manifiesto la actualidad del asunto. Traje a colación la repercusión […]

El pasado 8 de febrero participé en el Seminario «Diálogos Ecos

El pasado febrero participé en el Seminario del Centro de Estudios Ecosociales (CEES) de la Universidad de La Laguna (Tenerife) con una ponencia titulada «Interés general y protección ambiental». Inicié la intervención poniendo de manifiesto la actualidad del asunto. Traje a colación la repercusión mediática que estaba teniendo la aplicación abusiva del concepto ‘interés general’ en la política territorial (recuérdese la resolución del Parlamento Europeo sobre la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística de la Generalitat Valenciana). En relación a la protección ambiental me hice eco del artículo del magistrado José Antonio Martín Pallín sobre el urbanismo desenfrenado que por aquellos días publicó el diario El País (24/01/06). El Seminario fue una buena ocasión para retomar preguntas que llevaba tiempo haciéndome. Por ejemplo, ¿porqué, en un plazo de dieciséis años, el legislador canario recurrió en dos ocasiones al vocablo urgente para adjetivar leyes de ordenación del territorio y de protección de la naturaleza a pesar de la proliferación, en el ínterin, de marcos normativos de la misma naturaleza? A saber, la ley de medidas urgentes en materia de urbanismo y protección de la naturaleza de 1985 y la ley de medidas urgentes en materia de ordenación del territorio y del turismo de 2001.

A la hora de abordar esta cuestión mi principal referente había sido hasta entonces el economista Sigfried von Ciriacy-Wantrup. Éste, a mediados del siglo pasado, sostenía que la política del suelo tenía que llevarse a cabo, en gran medida, influyendo en las decisiones de los gestores privados del suelo. Para ejercer dicha influencia apuntaba dos vías. Una primera a través de las fuerzas económicas que influyen en la toma de decisiones privadas: el mercado, el crédito, la tributación, los constructores de infraestructuras, y las instituciones que gobiernan la propiedad, la venta y el arrendamiento de tierras. A éstas las identifica como instrumentos indirectos. Una segunda a través de ordenanzas, leyes y regulaciones que restringen u obligan directamente a las decisiones privadas, a las que denomina instrumentos directos. Ciriacy-Wantrup tiene razón, al menos para el caso que nos ocupa, cuando se quejaba de que la atención se centrase en los instrumentos directos. Un enfoque tan limitado significaba para este autor la renuncia a una política del suelo más efectiva. El enfoque infravaloraba dos cuestiones: la motivación y el comportamiento de los gestores privados y el conjunto de los instrumentos indirectos. Ignorar este segundo aspecto agravaba la cuestión por cuanto los instrumentos indirectos se convertían, por lo general, en verdaderos obstáculos de la política del suelo.

La reciente lectura del artículo «The rotten institution: corruption in natural resource management» del geógrafo Paul Robbins, me permitió identificar la institución de la corrupción como variable explicativa a la hora de comprender algunas de las motivaciones y comportamientos de los gestores de suelo. La corrupción no significa para este autor ausencia de normas. Al contrario, ésta, cuando existe, es una institución, un sistema normalizado de reglas transformadas desde la autoridad pública y consolidada a través de la cooperación y la confianza. Aceptar la acepción de ‘ausencia de normas’ significaría que el investigador se queda sólo con la necesidad de explicar por qué ciertas reglas no se cumplen y/o no se hacen cumplir. En cambio, introducir la corrupción como variable explicativa obliga a centrar el análisis en el fenómeno de la transformación de la regulación legal (las reglas de iure) en formas corruptas (reglas de facto). De esta manera, las reglas de facto que gobiernan los intercambios corruptos se fraguarían a partir de los recursos sociales proporcionados por las reglas de derecho mediante la adaptación de éstas a los contornos del poder.

La confianza y la cooperación son prerrequisitos para la corrupción. Los corruptores y los corrompidos deben establecer la suficiente confianza de que los contratos serán respetados y que nadie invocará restricción legal alguna. La cooperación es entendida en este contexto como la que se produce entre los individuos, las empresas y los gobiernos, que llegan a un acuerdo sobre un conjunto de reglas -un ‘contrato’- el cual no necesita ser escrito pero que puede ser establecido como consecuencia del hábito, de experiencias exitosas previas, del ensayo y error, y de otros mecanismos. La cooperación se fundamenta en la confianza. No obstante ambas partes se dotan, por lo general, de un seguro para cubrir la posibilidad de que la cooperación y la confianza fallen en algún momento: una política disuasoria de represalias permanentemente actualizada, de armas arrojadizas que amenazan en utilizar en cuanto una de las partes del contrato amenace con utilizar la suya. A título de ejemplo, recientes rasgos de la política canaria han estado informados por esta máxima, «Te saco el caso Amorós – una supuesta «trama» en el manejo de recursos públicos del Gobierno de Canarias, en la que están implicados políticos de Coalición Canaria- si tu sigues con el caso del concurso de parques eólicos -una supuesta «trama» de información privilegiada y mal uso de recursos públicos, en la que están implicados políticos del Partido Popular».

Este enfoque de la corrupción abre una agenda de preguntas del tipo: ¿Se puede afirmar que las reglas de derecho se han ido transformando en un conjunto de reglas de intercambio extra-legales estables, enraizadas en sistemas locales de poder? ¿Cuánto de corrupción de facto ha ido ocupando los intersticios creados por la distancia entre el dicho y el hecho: la distancia entre los objetivos de la ordenación racional del territorio y la protección ambiental de los recursos (la regla de iure) y las formas corruptas que adopta la configuración del interés general de los instrumentos de ordenación (reglas de facto)? ¿Estamos ante un marco caracterizado por disponer de legislación por doquier que no se cumple, pero sí de reglas de hecho, que se han ido construyendo al calor de un principio mal entendido de subsidiariedad, de marcos legales favorecedores que se retroalimentan (legislación sobre financiación de los partidos, régimen local y presupuestos municipales, planeamiento urbanístico)? ¿Es esa ‘distancia’ la que ha permitido instituciones en la que se mueven como pez en el agua especímenes que no son ni políticos, ni empresarios? Martín Pallín denomina a esos especímenes «una nueva especie de depredadores [que] con el consentimiento y el empuje de los responsables de algunos municipios y, por qué no admitirlo, de irracionales conciudadanos, ha iniciado una operación devastadora que sólo tiene como objetivo el dinero fácil y rápido que se reparte desigualmente entre entidades públicas y sociedades privadas» (El País 24/01/06).

La institución de la corrupción esboza potenciales respuestas a las preguntas anteriores, en concreto a la pregunta por qué las leyes ambientales no se cumplen. En última instancia, la corrupción puede entenderse como un meta-instrumento que engloba variaciones de algunos de los instrumentos apuntados por Ciriacy-Wantrup. En el caso canario podemos señalar, entre los instrumentos directos, la funcionalidad de la prolija legislación territorial y ambiental predominantemente ceremonial y, entre los indirectos, la especificidad tributaria de la Reserva para Inversiones en Canarias (RIC). Una especificidad que permite que los beneficios empresariales queden libres de impuestos a condición de que éstos entren en el sistema económico mediante su materialización en determinadas actividades por parte de los empresarios que han dejado de pagar tales impuestos. Por ejemplo, una de las actividades en la que puede materializar fondos de la RIC es la adquisición de terrenos antes de su primera utilización, o la inversión realizada para conseguirlos, que constituyan superficies nuevas, no preexistentes, creadas por la acción humana, como pueden ser el caso de terrazas o bancales en zonas de fuerte desnivel o terrenos ganados al mar. Quizás sea este meta-instrumento, y no la productividad agraria, una de las razones que explique que Canarias sea la comunidad autónoma con los mayores precios medio y absoluto de suelo rústico en España (67.124 y 253.213 euros/Ha, respectivamente, en 2004), cuando el precio medio para el conjunto español ese mismo año fue 9.024 euros/ha y el segundo precio medio más elevado fue el de la Comunidad Valenciana (25.621 euros/ha) (El País, 17/09/05).

Muchos son los argumentos a favor de la necesidad de romper la tendencia a que la institución de la corrupción se propague, a que se instale en los intersticios del sistema democrático. Todos exigen la necesidad de disponer de un análisis que explique el modo en que la corrupción impregna lentamente todo el funcionamiento de la ecología moral de la sociedad, sus procesos económicos y sus instituciones políticas y legales. El economista Amartya Sen adopta este enfoque. Con él persigue definir la naturaleza de la corrupción, explicar sus efectos y delinear posibles vías para reducir su impacto y para tener bajo control sus factores desencadenantes. Para Sen, de la misma forma que la presencia de conductas corruptas fomenta otras conductas corruptas, la disminución del poder de la corrupción puede debilitarlas aún más. Al tratar de modificar un clima de conducta, es alentador tener presente el hecho de que cada círculo vicioso entraña un círculo virtuoso si se invierte el sentido. Para el premio Nobel de economía, «el propósito de los análisis empíricos sobre la corrupción no es sólo examinar cuestiones que son importantes en sí mismas, sino también mostrar la importancia de normas y valores en las pautas de conducta que pueden ser fundamentales para la elaboración de la política económica y social» (Desarrollo y libertad, 2000, p. 335).

Es aquí donde surge el ámbito y el margen de la política. Estamos ante la presencia de la corrupción como institución, de ahí la importancia de la comprensión del problema. Una comprensión que posibilite una presión social continua que se traduzca en acuerdos institucionales que aborden con realismo dicho problema. Para el politólogo Guillermo O’Donnell una sociedad alerta y razonablemente bien organizada junto a medios de comunicación que no se inhiben de señalar casos de trasgresión y corrupción, proporcionan información crucial, apoyos e incentivos para las dificultosas batallas que agencias de rendición de cuentas como las fiscalías de medio ambiente, los tribunales de cuentas, los defensores del pueblo, las fiscalías anticorrupción, etc., pueden tener que emprender contra poderosos transgresores o corruptos. Por otro lado, la disponibilidad percibida en este tipo de agencias para emprender estas batallas, puede alentar la puesta en marcha de un conjunto de respuestas ciudadanas que funcionen como mecanismo de control de las autoridades políticas. Se producen efectos, respectivamente, de estimulación y de inducción extremadamente importantes para disolver el nada poético oxímoron de la democracia corrupta en el que parece que estamos instalados.

Para Sen, la conducta de las personas que ocupan posiciones de poder y de autoridad es de suma importancia en la instauración de unas normas de conducta. La presencia de conductas corruptas en los «altos cargos» puede tener unas consecuencias que van más allá de sus consecuencias directas, por lo que señala que la insistencia en comenzar por los que ocupan puestos de responsabilidad no es infundada. Martín Pallín reclama la utilización del derecho penal como conducta disuasoria. Se que este derecho no es suficiente para construir ciudades democráticas o proteger espacios pero a buen seguro puede ser un desincentivo que colabore junto a la mejora de las normas, de las conductas y de los incentivos públicos a conseguir dicho objetivo.

Recién había terminado de escribir este artículo llega a mis manos titulares de prensa con noticias sobre indicios de corrupción de destacadas autoridades políticas en mi isla tinerfeña. ¡Qué agridulce sabor de boca me deja la actualidad de este artículo!

* Juan Sánchez García pertenece al Centro de Estudios Ecosociales de la Universidad de La Laguna (Tenerife).