El ciudadanismo se concreta en un conjunto de movimientos de reforma ética del capitalismo, que aspiran a aliviar sus efectos mediante una agudización de los valores democráticos abstractos y un aumento en las competencias estatales que la hagan posible, entendiendo de algún modo que la explotación, la exclusión y el abuso no son factores estructurantes, […]
El ciudadanismo se concreta en un conjunto de movimientos de reforma ética del capitalismo, que aspiran a aliviar sus efectos mediante una agudización de los valores democráticos abstractos y un aumento en las competencias estatales que la hagan posible, entendiendo de algún modo que la explotación, la exclusión y el abuso no son factores estructurantes, sino meros accidentes o contingencias de un sistema de dominación al que se cree posible mejorar moralmente (Manuel Delgado, en la acampada del 15 M de Barcelona)
Introducción
Recientemente nos ha llegado un escrito de Federico Noriega, de CGT (aunque es evidente que su lógica no es extensible a todo ese sindicato), informando sobre la creación de una «Asamblea Ciudadana» en Sevilla. Es un escrito curioso, en el que la palabra «ciudadano» aparece de manera obsesiva, numerosísimas veces en apenas unos pocos párrafos. Hasta tal punto que, en un momento determinado, Noriega alude incluso a la «cosa ciudadana» (sic) que aún no tenía nombre. ¿»Cosa» ciudadana?
Me gustaría consultar si, para estos amantes de lo «participativo», está permitido disentir o no estar de acuerdo con ellos en algo, es decir, si la idolatrada participación no se limita únicamente a darles la razón en todo, o si, por el contrario, toda crítica implica automáticamente ser tachado de «sectario» o alguna otra acusación-comodín similar.
Dos asambleas diferentes por el precio de una
Sea cual sea la respuesta a dicha consulta (que, me habéis pillado, era meramente retórica), me gustaría desarrollar algunas consideraciones necesarias sobre todo este asunto. En primer lugar, era intrigante por qué han puenteado de forma tan evidente el recién creado Bloque Crítico, que agrupa a sindicatos como SAT, CGT o USTEA y a casi todas las organizaciones de la izquierda anticapitalista local, y que plantea un interesante decálogo de mínimos en defensa, por ejemplo, del derecho de autodeterminación, la abolición de la monarquía, la nacionalización de la banca y de los sectores estratégicos de la economía, el rechazo de las guerras imperialistas, la libertad para los presos políticos, etc.
No he usado el pretérito por casualidad. Digo que era intrigante porque ya ha dejado de serlo. Una vez aparecida en la prensa información sobre la primera sesión de tan maravillosa asamblea ciudadana, hemos descubierto que la idea principal de sus miembros es conformar una «candidatura electoral ciudadana». Además, en el programa encontramos el cambio de la ley electoral, lucha contra la corrupción, mayor facilidad para plantear ILP’s y, como idea más transformadora, una fiscalidad más progresiva. El catedrático Juan Torres, que está viniendo a ser uno de sus portavoces, ha llegado a afirmar que la «Asamblea Ciudadana» no es de izquierdas ni de derechas, sino partidaria de «la honestidad». ¡Entonces ya está todo claro, Juanito!
Al Bloque Crítico no sólo se lo está puenteando, sino que además se lo está sustituyendo por un proyecto con características bien diferentes. Quizá el Bloque Crítico ha sido demasiado lento, y debió configurar de entrada una especie de Asamblea Popular permanente, que, aparte de romper la dinámica estéril de las manifestaciones rituales, sirviera de contrapoder popular. Pero, sea por lo que sea, el ciudadanismo se vuelve a tomar la revancha.
Las tribulaciones del ciudadano Botín
Porque no existe la menor casualidad en el hecho de que esta asamblea se autodenomine «ciudadana». El término «ciudadano» es un término interclasista, un término que reproduce una de las grandes fantasías de la sociedad capitalista: la igualdad formal como camuflaje de una desigualdad esencial. Rajoy, Botín y el indigente de mi barrio sólo tienen una cosa en común, aparte de pertenecer a la especie denominada homo sapiens: los tres son «ciudadanos».
Los filósofos Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han expuesto en sus obras, con bastante razón a mi parecer, que nuestra revolución debe aspirar a crear una sociedad de ciudadanos dotados de independencia civil real, lo cual sólo puede lograrse colectivizando los medios de producción. Pero también han dejado meridianamente clara otra cosa: bajo el capitalismo, la ciudadanía es una farsa porque no se cumple ese requisito.
Por tanto, bajo una sociedad capitalista hay dos clases de ciudadanos: los empresarios (la clase dominante) y los que, por no tener medios de producción, nos vemos obligados a vender nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Los primeros no deben tener sitio en nuestra asamblea porque, de hecho, si nuestra asamblea tiene algo de emancipador, su tarea esencial será luchar contra la dominación que dichos ciudadanos empresarios ejercen.
Es cuestión de clase
Y es que el análisis de clase de la sociedad no es un antojo purista. Es sencillamente la única forma de entender algo de lo que sucede a nuestro alrededor. El lenguaje nunca es neutral, sino que nos ayuda a configurar el reflejo de nuestra realidad circundante y, por lo tanto, a transformarla mediante consignas y tácticas adecuadas. Por eso no rechazamos la categoría de la «ciudadanía» por empecinamiento. Más bien observamos un empecinamiento de los ciudadanistas por meternos esta palabra hasta en la sopa.
Diferentes encuestas corroboran algo: el término «ciudadano» es, principalmente, un término propio de ambientes universitarios, refinados y cultos. La gente normal de los barrios suele emplear la categoría de «pueblo» y, también con relativa frecuencia, habla de «los trabajadores». Rara vez se refieren a sí mismos como «ciudadanos». ¿Y por qué empeorar la situación? Es positivo que así sea, ya que la palabra «pueblo», aun sin ser tan precisa como la noción de «clase trabajadora», ha tenido siempre a lo largo de la historia connotaciones jerárquicas muy claras, haciendo referencia siempre a los de abajo. Rajoy o Botín no son parte del pueblo, aunque sí son ciudadanos, ya que la ciudadanía es más que nada una noción administrativa, legalista… y poco respetuosa con los inmigrantes sin papeles, por cierto.
No se trata, por tanto, de que, como decía Marat (el enemigo jurado del 15 M) en su blog «Iniciativa de clase», no seamos ciudadanos. Claro que lo somos (salvo los aludidos sin papeles), pero el problema es que Botín también lo es. Y que, por tanto, nosotros aspiramos a que unos ciudadanos (los trabajadores, los de abajo) luchen contra otros (los empresarios, los de arriba). Por ejemplo, si hay un desahucio, nosotros apoyamos a unos ciudadanos (los desahuciados) contra otros (los dueños del inmueble, los banqueros, etc).
Y es que, a pesar de su pretendido «internacionalismo» (cosmopolitismo burgués en realidad), al final estos ciudadanistas incurren en el mismo error que el nacionalismo burgués. Me explico: una cosa es luchar por la emancipación del pueblo trabajador andaluz (como defiende la MAIS) y otra muy distinta luchar por «los andaluces», así, en general (como defiende por ejemplo el PA). Porque, lógicamente, la emancipación de esta tierra, la superación de la marginación histórica y el subdesarrollo a los que históricamente nos ha sometido el Estado español, pasa porque unos andaluces (los trabajadores, los de abajo) luchen contra otros (los empresarios, los de arriba). Eso es nacionalismo de clase.
La insoportable levedad de las modas políticas
Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Hace poco, en una manifestación, le pasó algo a un compañero de luchas. Empezó, con otra gente, a cantar «el pueblo unido jamás será vencido» (más que nada porque la de «el pueblo armado jamás será aplastado» es ilegal) y, entonces, un lumbreras comenzó a criticarle porque cantaba cosas «muy antiguas». Interesante.
Como siempre, la ignorancia es demasiado atrevida. La categoría de «ciudadanía» puede encontrarse fácilmente en autores tan «modernos» como Platón y Aristóteles. Es decir, que ya se usaba en el siglo IV a. C. En cambio, categorías como «clase obrera» tienen menos de dos siglos de antigüedad. Por lo tanto, alguien que habla de ciudadanía está 23 siglos más anticuado que alguien que habla de clase obrera.
Según algunos, está muy bien repetir las palabras e ideas de moda que nos inculca el telediario; pero, y cansa hasta decirlo, cualquiera que se pasee por una ciudad en pleno 2013, a menos que tome la poco saludable determinación de arrancarse los ojos, comprenderá fácilmente la existencia de clases sociales, de barrios pobres contra otros ricos, de un pueblo trabajador buscándose la vida como puede mientras otros viven lujosamente a base de explotarlo. Otra cosa es que dicho proletariado (ojo: proletario es simplemente el que no tiene medios de subsistencia propios y debe vender su fuerza de trabajo) no responda ya, en ciertas zonas del mundo como la nuestra, a la imagen del tradicional obrero de fábrica de mono azul. Que sea más heterogéneo y diversificado, que trabaje en el sector servicios, en el campo, como «falso autónomo» o haciendo chapús para huir como puede del paro. Pero, ¿desde cuándo la gente no tiene que ganarse la vida para vivir?
Más allá de la forma, que sí ha cambiado sustancialmente en ciertas zonas del mundo (ojo: la industria no ha desaparecido, sino que se ha deslocalizado a otras áreas más favorables para la explotación del subproletariado del Tercer Mundo), la esencia del fenómeno sigue siendo exactamente la misma: los capitalistas extraen una plusvalía de la fuerza de trabajo que compran: de cada camarera, de cada recepcionista, de cada mozo de almacén. ¿O es que ahora creemos que los empresarios extraen sus ganancias de una chistera? Por otro lado, ¿en qué sentido puede estar anticuado algo que sucede en pleno 2013?
Excusatio non pedita
Pero, como ya nos conocemos de sobra, me adelantaré a lo que contestarán los «ciudadanistas«. «Es que no se puede ser tan radical, así irá más gente a las manifestaciones», etc. Desgraciadamente, esta insensatez ha salido incluso de la boca de miembros del Frente Cívico creado por Anguita. Me sentiría mejor, con todo, si alguien me explicara qué fundamento empírico tiene tal presuposición. La realidad es que la movilización de masas más importante de los últimos tiempos en Andalucía fue la «Marcha Obrera» del SAT. Y fue convocada así, como marcha obrera, generando una enorme simpatía popular en todas las ciudades de Andalucía, e incluso en otras zonas del Estado.
La verdad es que una idea así sólo la puede albergar alguien que, por no salir nunca del reducido ambiente de la pequeña burguesía radicalizada en el que se mueve, cree que la palabra «pueblo» causa rechazo en la gente mientras que la categoría «ciudadana» le gusta. Pero supongamos por un instante que, efectivamente, iría menos gente a las manifestaciones en caso de ser convocadas sin aludir al carácter «ciudadano» de la lucha. Incluso aunque fuera así (no es el caso), yo no sería partidario de emplear la categoría ciudadano.
Porque debo ser un excéntrico, pero estoy convencido de que el cambio social que necesitamos no vendrá de un repentino enternecimiento del corazón de la burguesía ante nuestra ejemplaridad ética. Estoy convencido de que una élite que ha estado dispuesta a desahuciar a cientos de miles de familias, bombardear escuelas y hospitales, dar golpes de Estado (como el de Franco) cada vez que ha visto peligrar sus privilegios y matar de hambre a media África, no va de pronto a cambiar de actitud, entregando su poder repentinamente por las buenas, convencida por la florecita que algún Lennon con nariz de payasito le entregue a un madero. Estoy convencido de que puede haber diversas maneras de cambiar el mundo, pero de que desde luego agitar las manos haciendo una sentada pacífica frente al parlamento no es una de ellas.
Y, por tanto, no aspiro únicamente a sacar a más y más masa a la calle. De ser así, la celebración del gol de Iniesta en Sudáfrica habría sido el acto más revolucionario de nuestra historia. A lo que aspiro es a sacar a un pueblo concienciado a la calle. Así, no voy a decirle a la gente que no tome el parlamento porque la policía es nuestra amiga y el cambio debe canalizarse por vías ciudadanas y democráticas (como si una urna fuera, por sí misma, más democrática que un fusil). Lo que voy a decirle a la gente es que aún no tenemos el suficiente poder acumulado para tomar el parlamento. Que tenemos la razón, pero no la fuerza. Y que, por ese mismo motivo, lo que debemos hacer es acumular más fuerzas y que, entonces, volveremos al parlamento.
El mantra de la participación
Tras las movilizaciones populares del 15 M, surgieron progres como hongos diciendo que las reivindicaciones debían reducirse, eliminando todas aquellas que se refirieran a la estructura del poder económico. Pero si podemos votar mil tonterías insustanciales y, sin embargo, la esfera del poder económico se queda fuera de dichas votaciones, estamos reproduciendo justamente el cáncer de la sociedad actual.
Supongamos que planteamos prohibir los desahucios, cosa con la que yo naturalmente estaría de acuerdo. Si bajo el capitalismo se hiciera tal cosa, ¿qué propietario iba a alquilar una casa, sabiendo que los inquilinos no tienen la obligación de pagar? La única solución sería la expropiación forzosa. Si insistimos en la propiedad es porque es la clave, no por sectarismo. Sectaria es la obsesión por parte de los ciudadanistas de que no se toque la propiedad.
En un principio, el 15 M tenía evidentes resonancias de una revuelta popular contra el poder de los bancos. Pero la idea de los ciudadanistas era dejar sólo puntos referidos a la necesidad de mayor participación democrática. Una estupidez casi tan grande como el referendum sobre los recortes que propone IU en Andalucía. ¿Quién nos ha dicho que si la gente pudiera, por ejemplo, votar la salida de la UE lo haría? De lo que se trata es de trabajar con el pueblo, solucionando sus problemáticas reales para persuadirlo de la necesidad de la emancipación social. No de sondear su opinión actual, mediatizada por la propaganda capitalista.
Por otro lado, la realidad es que el proceso más participativo de los últimos años es el que dio la mayoría absoluta al PP en las últimas elecciones generales. Si me voy a la placita de mi barrio con unos colegas y decidimos que habría que expropiar todas las viviendas vacías del barrio, la decisión no será mejor por ser más participativa, sino que será mejor en sí misma, desde la perspectiva de los intereses objetivos del pueblo. Sin embargo, la elección generalizada de concejales del PSOE y el PP en las últimas municipales fue mucho más participativa, por el sencillo motivo de que en dicho procesos electoral estuvieron implicados muchísimos más vecinos del barrio (y, por lo tanto, mucho más «sujeto histórico») que en nuestra ágora improvisada. Aunque, probablemente, en esta última seamos bastante más simpáticos, lo cual también cuenta.
El mantra del horizontalismo
Desgraciadamente, comparada con las resoluciones de nuestra ágora, será una decisión muchísimo más horizontal la que lleve al PSOE y al PP al Ayuntamiento o al Parlamento, puesto que yo y mis cuatro colegas no somos nadie para imponerle al resto del barrio (o del país) qué es lo que deben decidir ni cuál es el modo más adecuado de hacerlo. No puedo culparles porque piensen que es más adecuado poner una urna y participar masivamente y por millones, antes que reunirnos en una placita (si no llueve) cuatro o cinco y decidir por todos los demás.
¿Estoy diciendo que la reunión en la plaza no deba celebrarse? No. Lo que estoy diciendo es que hay que ser realista con respecto a lo que dicha reunión significa. ¿Estoy diciendo que es menos representativa que el parlamento? Tampoco. Lo que estoy diciendo es que es objetivamente más representativa, pero a la vez mucho más elitista y vertical, ya que existe un fenómeno llamado «falsa conciencia», opuesto a la conciencia de clase, que por desgracia está generalizado y que no necesitamos volver a explicar porque ya fue aclarado hace siglos. Y ese carácter a la vez representativo pero elitista, propio de éste y de cualquier otro movimiento emancipador, encierra una contradicción que sólo se verá superada si incrementa exponencialmente su representatividad, conectándose con las luchas ya en curso y, de manera particular, con el movimiento obrero y el sindicalismo alternativo.
El ABC de la hegemonía
Así pues, la sociedad que dicha ágora proyecta es mucho más horizontal que la actual, pero los medios para proyectarla son más verticales, y además no pueden ser de otro modo. El sistema puede permitirse ser horizontal porque tiene la hegemonía, porque manda, porque cuenta con el apoyo de una mayoría social. Nosotros, en cambio, somos una minoría y seguiremos siendo una minoría probablemente hasta la mismísima antesala de la revolución.
Por eso, la reunión en la plaza debe seguir haciéndose, pero su fuerte no será en todo caso su mayor representatividad, participación, horizontalidad o democratismo. Su fuerte será que, como decimos, aunque subjetivamente «no nos represente» más que a nosotros (una minoría), objetivamente será más representativa que el parlamento burgués, que sólo representa a la banca y la CEOE.
En última instancia, el ciudadanista niega la existencia de ideologías (algunas de las cuales, aun siendo justas, pueden estar dominadas y minorizadas) e intenta convencernos de que es la ciudadanía en sí misma, con su derecho formal a la participación, la que nos hace ser libres. Nosotros, que no somos eclécticos ni queremos serlo, defendemos la liberación no sólo formal, sino esencial, de una parte de la población que se encuentra oprimida y cuya explotación es perfectamente legal. Por lo tanto, aspiramos a que las ideas que defienden dicha liberación se extiendan y ganen hegemonía hasta condicionar el discurso político de toda la sociedad.
¿Quién ha dicho que la mayoría tenga la razón en todo momento? ¿Tal vez la mayoría que aupó a Hitler en las elecciones alemanas de 1933? Por otro lado, ¿cuál es el papel de los que tienen una mayor conciencia de clase? ¿Ser vanguardia y tirar del resto, o rebajarse al nivel general, que siempre está condicionado por el poder económico que controla los medios de comunicación?
Conclusión
En realidad, el concepto de «ciudadanía» no ha sido históricamente emancipador. En las democracias griega y romana la ciudadanía se otorgaba como un privilegio y para contar con mas reclutas para los ejercitos y conquistar nuevos territorios.
Hoy día, el concepto de «ciudadano» funciona porque está limpio de resonancias hacia la desigualdad de clase que padecemos. Por eso, a fin de desactivar el conflicto, las instancias oficiales emplean este término. El ciudadanismo es, pues, la ideología que el poder establecido usa para mantener el orden público, para intentar que nos «autocontrolemos» nosotros mismos, que seamos nuestra propia policía interior. Pero salvo el poder, todo es ilusión.
Sin embargo, inicialmente organizaciones como Izquierda Anticapitalista, CUT-BAI o En Lucha han participado en la configuración de la Asamblea Ciudadana… sin por ello dejar de participar en el Bloque Crítico ni percibir, parecer ser, contradicción alguna. A nuestro entender, una vez más, como ante la cuestión de la salida de la UE y el euro, estas organizaciones deben decidir a qué lado de la grieta ponen el pie. ¿Decidirán, por fin, ser parte de la solución?
Nosotros ya hemos tomado nuestra decisión, desde la certeza de que la «cosa ciudadana» no puede aportarle nada a los explotados en su lucha por la libertad, salvo confundir aún más los actores políticos, los aliados y los objetivos. Máxime si su propósito es conformar una «candidatura electoral ciudadana» de programa ambiguo, confuso y que deja totalmente intacta la estructura del poder económico. Porque, parafraseando a Guevara, no se puede confiar en el ciudadanismo, pero ni tantito así, nada.
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