Reducir las emisiones de gases de efecto invernadero entre un 40 y un 70% en el periodo 2010-20150 y alcanzar niveles nulos o negativos en 2100. Éste es el objetivo que marca el último informe del Grupo Internacional de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC), hecho público en noviembre de 2014. En éste estudio de referencia, […]
Reducir las emisiones de gases de efecto invernadero entre un 40 y un 70% en el periodo 2010-20150 y alcanzar niveles nulos o negativos en 2100. Éste es el objetivo que marca el último informe del Grupo Internacional de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC), hecho público en noviembre de 2014. En éste estudio de referencia, en el que han participado más de 800 científicos de todo el mundo, se reconoce que la influencia humana en el cambio climático «es clara y va en aumento», pero se deja un portillo abierto a la esperanza: «tenemos la oportunidad de limitar los efectos; la elección está en nuestras manos, todo lo que necesitamos es voluntad de cambio», ha afirmado el presidente del IPCC, R.K Pachauri.
Pero no todos los científicos comparten los buenos augurios. En las tres últimas décadas han proliferado las investigaciones, cada vez más rigurosas y atinadas, sobre el clima y sus dinámicas. En un artículo publicado en noviembre de 2013 por el prestigioso climatólogo de la Universidad de Columbia, James Hansen y su equipo («Evaluando el cambio climático peligroso»), se apuntaba que incluso los daños asociados a un incremento de las temperaturas medias en 2ºC sobre los niveles preindustriales, resultarían insoportables (el aumento de 2ºC es el consensuado por políticos y científicos como umbral para determinar el calentamiento global).
Además, hay «puntos de vuelco» que pueden dar lugar a cambios bruscos en muy poco tiempo, y que no se consideran habitualmente en los informes oficiales. Por ejemplo, que se produzca una inyección a la atmósfera de metano procedente de las tierras que rodean al círculo polar ártico (metano congelado) o de los fondos marinos fríos, en forma de hidratos de metano. El metano es, de hecho, un gas de efecto invernadero 25 veces más poderoso que el dióxido de carbono, y los científicos temen que si aumenta el calentamiento del ártico, se ponga en marcha la liberación masiva de este gas con unas consecuencias catastróficas.
El límite oficial de 2ºC al calentamiento global no sólo es «insuficiente», sino que «tampoco hemos hecho nada en las décadas anteriores para alcanzarlo», ha afirmado el filósofo y ensayista Jorge Riechmann en una conferencia organizada por la Asociación Medio Ambiente y Cambio Climático (AMA) en la Universitat de València («¿Aún es posible hacer lo que deberíamos haber hecho? ¿Transición o colapso?»). «Estamos emitiendo cada vez mayor cantidad de gases de efecto invernadero a la atmósfera y, por tanto, alejándonos de esta previsión optimista», ha subrayado Jorge Riechmann. En el estudio de James Hansen y sus colaboradores se apunta que si todavía puede ofrecerse alguna solución al cambio climático, las emisiones globales (que hoy crecen rápidamente) deberían reducirse a gran velocidad (un 6% anual sostenidamente durante cuatro decenios). El climatólogo británico Kevin Anderson, director del Centro para la Investigación del Cambio Climático Tyndall, llega a conclusiones aún más duras: deberían reducirse las emisiones entre un 8 y un 10% en las próximas décadas. «Esto no está sucediendo ni es verosímil que ocurra», afirma Jorge Riechmann.
El filósofo y matemático recuerda el «dramático fracaso» de la Cumbre de Copenhague (2009) para alcanzar un acuerdo global sobre la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. La próxima cita es en París (diciembre de 2015). Con muy pocas esperanzas de lograr un acuerdo jurídicamente vinculante, las expectativas se centran en alcanzar un acuerdo político de cierta solidez. La novedad principal es el («pequeño», según Riechmann) cambio de actitud («relativo») de Estados Unidos y China, los dos países más contaminantes del planeta, que se han comprometido a una reducción de las emisiones. Considerando, incluso, que la declaración de los dos «gigantes» dé lugar a un cambio significativo, de muy poco serviría si no viene acompañado de otras medidas.
De hecho, cuando las organizaciones ecologistas empezaron en los años 60 el trabajo de denuncia, la tasa de emisiones se situaba en 0,7 partes por millón al año (concentración de dióxido de carbono en la atmósfera). Actualmente el planeta se aproxima a batir un récord absoluto en la era industrial (casi tres partes por millón al año). Ésa es la tendencia y la cuenta atrás no ofrece un respiro. En el trabajo de Hansen se calculaba que en caso de demorarse a 2020 el giro «radical», la reducción de las emisiones globales tendría que llegar al 15%. En «el siglo de la gran prueba» (así ha titulado Riechmann uno de sus libros), no se atisban salidas netas sin una regulación global de la economía, pero «los poderes capitalistas se oponen ferozmente», apunta el autor de «El socialismo puede llegar sólo en bicicleta», «Meter el dinero en cintura» o «Interdependientes y ecodependientes». El tiempo pasa y la perspectiva de transiciones más o menos indoloras se aleja cada vez más.
Sobre la acuciante necesidad de introducir cambios en el paradigma dominante, y la urgencia cada vez mayor de modificar pautas, Kevin Anderson se expresa con notable claridad: «Tal vez durante la Cumbre sobre la Tierra de 1992 o incluso en el cambio de milenio, el nivel de los 2ºC respecto a las temperaturas preindustriales podría haberse logrado a través de significativos cambios evolutivos en el marco de la hegemonía política y económica existente; pero el cambio climático es un asunto acumulativo. Ahora desde nuestras naciones altísimamente emisoras nos enfrentamos a un panorama muy diferente. Nuestro constante y colectivo despilfarro de carbono ha desperdiciado la oportunidad de un cambio evolutivo realista para alcanzar nuestro anterior y más amplio objetivo de los 2ºC; hoy, después de dos décadas de promesas y mentiras, lo que queda del objetivo de los 2ºC exige un cambio revolucionario de la hegemonía política y económica».
Desde diferentes puntos de vista parece muy difícil evitar el desastre. Para contar con algunas opciones de frenar la hecatombe climática, habría que mantener bajo tierra una parte muy significativa de los combustibles fósiles aún disponibles (según diferentes cálculos científicos, entre el 50% y el 80% del carbón, el petróleo y el gas natural que constituyen la base energética de las sociedades industriales). En octubre de 2013, recuerda Riechmann, mientras se iniciaba el proceso para realizar prospecciones petrolíferas frente a Canarias, el presidente de Repsol, Antonio Brufau, declaró: «El mundo nos mira atónitos; a nadie se le ocurriría no desarrollar el proyecto». Pero en Venezuela, a pesar de todos los avances sociales, recuerda el filósofo, «también resulta imposible dejar de pensar en la explotación de los combustibles fósiles» (este país cuenta con las mayores reservas de crudo del planeta, aunque de escasa calidad).
Entre políticos y científicos hacen fortuna términos como «mitigación» y «adaptación», nociones que sugieren un proceso lineal, gradual y controlable que no incluye puntos de disrupción. Por ejemplo, el informe IPCC de 2014 continúa pronosticando apenas un metro de incremento del nivel del mar en torno al año 2100. Pero éste análisis subestima la gravedad de los problemas. Si se alteraran algunos de los «puntos de vuelco» (por ejemplo la liberación de metano), el incremento del nivel del mar previsto por el IPCC podría multiplicarse por 20 y por 30. Por otro lado, el informe del grupo III del IPCC sitúa los incrementos de temperatura esperables a finales del siglo XXI entre 2,5 ºC y 7,8ºC (respecto a las temperaturas preindustriales). Los valores más probables (en torno al 95% de probabilidad) se cifran entre 3,7ºC y 4,8ºC. «Ello supone un genocidio pre-programado», apunta Jorge Riechmann. A algunas de estas oscilaciones no pueden adaptarse los sistemas de producción de alimentos hoy en vigor. Pero no es una cuestión simplemente de números, pronósticos y análisis de escenarios. «No hay problemas ecológicos y ambientales que estén separados de los asuntos sociales o económicos», resalta el filósofo y ensayista. «Somos seres interdependientes y ecodependientes, aunque vivamos como si lo contrario fuera cierto».
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