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La «cultureta» y el «Molt Honorable»

Fuentes: Rebelión

El término «cultureta» se popularizó bastante en los dos últimos decenios del siglo pasado, especialmente de la mano del iconoclasta Joan de Sagarra. Por supuesto que se trata de un término despectivo, bajo el que se reunían todo una serie de características culturales no demasiadas galanas: superficialidad, endeblez, objeto de subvención,… Ignorancia camuflada, en sumo. […]

El término «cultureta» se popularizó bastante en los dos últimos decenios del siglo pasado, especialmente de la mano del iconoclasta Joan de Sagarra. Por supuesto que se trata de un término despectivo, bajo el que se reunían todo una serie de características culturales no demasiadas galanas: superficialidad, endeblez, objeto de subvención,… Ignorancia camuflada, en sumo. Aunque el diminutivo es claramente catalán, asumo que el fenómeno debe ser bastante universal; ahora más que nunca, cuando el recurso permanente a internet, permite a cualquier osado aquello que clásicamente se denominaba hablar por boca de ganso.

Y se preguntarán los lectores qué tiene que ver lo dicho con el recientemente elegido «Molt Honorable», Quim Torra. Resulta que cuando Puigdemont dio el dedazo y lo nombró, rápidamente surgieron halagadores que hablaban del gran nivel cultural de Torra. También es cierto que alguien ha osado calificarlo de intelectual frustrado, en la medida en que no le sobraría precisamente audiencia. Se habló de que en sus libros (alguno producto de su propia editorial) al parecer intenta demostrar que la Cataluña de la década de 1930 era una especie de arcadia intelectual. La argumentación pasaría por destacar, entre otras cosas, la categoría de periodistas de la época como Eugeni Xammar o Josep Mª Planes. Todo ello eludiendo descaradamente que esa gran época del periodismo, que la hubo, se dio en toda España. Basta evocar los nombres de un diario como El Sol, o un periodista como Manuel Chaves Nogales.

Del primero de los periodistas catalanes citado, Xammar, supongo que al nuevo presidente le atrae su nacionalismo radical; del segundo, Planes, ya resulta más difícil dilucidar la conexión. Quizá su conservadurismo, porque por lo que hace al periodismo de investigación que practicaba, tan pronto embestía contra las tendencias fascistoides de las juventudes de ERC, como denunciaba ciertos manejos gansteriles de la FAI, que se vengaría dándole el «paseo» en 1936. Pero bueno, quizá el motivo fuera el famoso dandismo de Planes, ya que también se ha dicho de Torra que tenía un toque «British», en el sentido de elegancia. Francamente, el atuendo de que hace gala en una reciente foto, hecha durante la «Patum» de Berga, en la que aparece encuadrado por sendas «manolas», no nos los presenta precisamente como un «Beau Brummell».

En esa búsqueda de la supuesta arcadia feliz catalana, el ahora presidente parece que ha recuperado también personajes más bien tenebrosos por su xenofobia, como los hermanos Badia o Daniel Cardona. Pero voy a aparcarlo. Como me he metido en honduras estéticas, voy a seguir en ello.

La última ocurrencia de Torra (asumo que con permiso del berlinés) es meterle mano al salón más solemne del Palacio de la Generalidad, edificado en la parte renacentista del edificio, el conocido como «Saló de Sant Jordi». En el breve período de tiempo que Prat de la Riba ejerció de presidente de la Mancomunidad de Cataluña (1914-1917), dada su temprana muerte, le propuso a Joaquin/m Torres García la decoración del citado espacio. Eran los años de la eclosión del «noucentisme» (novocentismo o novecentismo, dado el doble significado que tiene la palabra «nou» en catalán: nuevo y nueve), una estética neoclasicista que surgió como reacción al modernismo. Muy «burguesa» en el peor sentido del calificativo y, por lo tanto, muy del gusto, vetusto y mojigato, de la oligarquía catalana de la época y, por descontado, de Prat. Torres García, nacido en Uruguay (1874) de padre catalán y madre oriental, coqueteaba por entonces con el catalanismo y puso manos a la obra en una ingente tarea de exaltación del nacionalismo catalán. Baste decir que uno de los frescos que realizó se titulaba «Catalunya eterna». A la muerte de Prat de la Riba, el pintor, por razones que sería prolijo analizar, pierde el encargo. Despechado, abandonará Cataluña e iniciará un periplo (París, Nueva York), para recalar finalmente en su nativo Uruguay, donde moriría en 1949.

Mientras, en Barcelona, con la dictadura de Primo de Rivera, el nacionalismo español sustituye al catalán, se arrancan los frescos de Torres García y se lleva a cabo una nueva decoración, la que existe en la actualidad, obra de varios artistas, de acuerdo con los nuevos tiempos.

Es precisamente cuando el uruguayo trasplantado abandona Cataluña, cuando surge el gran Torres García, creador de un estilo constructivista muy personal, admirado en todo el mundo. De tal manera que se le podía aplicar aquella versión festiva de «L’emigrant» de Verdaguer que, apócrifamente, se ha atribuido a Josep Mª de Sagarra. Este la habría dejado, como gesto irónico, en su vivienda de Barcelona al huir, para no acabar quizá como Planes.

Dolça Catalunya, pàtria del meu cor,

qui de tu s’allunya…¡recony, quina sort!

(Dulce Cataluña, patria de mi corazón, quien de ti se aleja…¡coño, vaya suerte!).

Viene a cuento porque Torres García no fue el único que huyó del ambiente estéticamente opresivo y pacato que se vivía en la Barcelona de la época. Otros vanguardistas como Gargallo o Julio González, hicieron lo propio.

Soy un gran admirador del Torres García constructivista y, sin embargo, considero bastante prescindible su etapa «noucentista». No valoro esa obra, en sí misma, como de mucho mayor interés que la ya citada que adorna actualmente el «Saló de Sant Jordi», que Torra pretende sustituir por los frescos originales de Joaquín Torres. Desde el punto de vista estético, para ese viaje no hacen falta alforjas. Podría pensarse que se haría para visualizar una obra temprana de un artista de fama mundial, pero los tiros no van por aquí, porque los frescos de Torres García ornan otro salón del Palacio, que lleva además el nombre del pintor, desde la década de 1960. ¿Gustos personales del «president»? Quizá, sobre todo si uno los pone en relación con la fotografía antes mencionada, que refleja, en todos sus detalles, una estética que es cualquier cosa menos rupturista. Pero pudiera ser que los tiros fueran por otro lado. A un esencialista como el «okupa» del edificio de la Plaza de San Jaime (¿le habrán dado ya un despachito?) lo de «Catalunya eterna» lo debe embelesar. El problema es que como Torres García no terminó su trabajo, sus frescos solo cubrirían una pequeña parte de los muros del salón. ¿Y qué hacemos con el resto? Dado el no muy profundo horizonte intelectual de la «cultureta» nacionalista, me temo lo peor, en la línea de las cuatro escatológicas columnas que bloquean la perspectiva de Montjuïc desde hace unos años. Por cierto que son obra de Puig i Cadafalch, el mismo que puso al futuro pintor constructivista de patitas en la calle.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.