Parece claro que toda la estructura del régimen político montado en y durante la denominada «Transición» se desvencija por momentos. Aquella operación de filigranas que dio como resultado la Constitución del 78 y el sistema político resultante no tuvo otro «mérito» que la anuencia en la que coincidieron la casi totalidad de las fuerzas políticas […]
Parece claro que toda la estructura del régimen político montado en y durante la denominada «Transición» se desvencija por momentos. Aquella operación de filigranas que dio como resultado la Constitución del 78 y el sistema político resultante no tuvo otro «mérito» que la anuencia en la que coincidieron la casi totalidad de las fuerzas políticas y sindicales existentes entonces, con una excepción que es honesto recordar hoy : la de aquellas organizaciones que se adscribían al abertzalismo de izquierda vasco.
Pero, desde la perspectiva estrictamente institucional, enlazar constitucionalmente a una dictadura de rancio pedigrí fascista con un régimen que se pretendía democrático no pasó de ser una infame chapuza propia de la catadura de los personajes que la protagonizaron. Hoy resulta fácil augurar cuál será el lugar reservado por la historia a los personajes que la hicieron posible.
LAS RAZONES DEL CAMBIO
Las razones que unos y otros tuvieron para enfrascarse en aquella fraudulenta operación constitucional fueron variadas.
A los situados a la derecha del llamado «Movimiento Nacional», –Suárez, Fraga, y muchos de los que han ocupado altos cargos en el PP– su visión autoritaria y cortoplacista solo les permitía calcular las virguerías legales que tenían que poner en marcha para salvaguardar la continuidad de la máquina del Estado heredada de la Dictadura a la que ellos mismos habían pertenecido.
Aquellos otros que provenían de la dirección del PCE eran hombres que habían envejecido en la dureza del exilio, y los sexagenarios muy difícilmente pueden encabezar procesos revolucionarios, frecuentemente solo patrimonio biológico de los más jóvenes. Por otra parte, -y esto es lo esencial- el PCE junto con otros partidos comunistas europeos -el Partido Comunista Francés y el PC Italiano– había emprendido la ruta de la socialdemocratización, que terminaría conduciéndolos no solo a la integración en el sistema capitalista sino también a su total desaparición del escenario político europeo.
De los socialistas, tiernistas y demás grupos nacidos al rebufo de la agitación social en las calles no vale la pena ni hablar, pues su representatividad social en aquellos momentos no les traspasaba a sí mismos. Su significación política era ninguna.
A la muerte del dictador, el aparato del Estado que las clases sociales dominantes habían construido para garantizar su propia hegemonía era ya incapaz de cumplir con el cometido que casi cuarenta años antes le habían otorgado. Este hecho lo han reconocido en numerosas memorias, artículos y declaraciones públicas quienes en esos momentos controlaban el timón que lo había dirigido.
Para contextualizar la coyuntura en la que se produce la operación de recambio del Régimen franquista conviene recordar que la conflictividad social generada en el Estado español durante el segundo lustro de la década de los setenta no tiene parangón con ninguna situación que podamos imaginar hoy. Los capitales huían hacia Suiza con la prisa con que las ratas abandonan un buque en trance de naufragio. Quien luego sería ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Arias Navarro, José María de Areilza, expresaba el desasosiego de las clases sociales poderosas en esos días de manera muy gráfica: «O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo».
EL EJÉRCITO COMO PRETEXTO
Aquellos que aun hoy fabrican pretextos ad hoc para justificar las renuncias del PCE durante la «Transición» y su aceptación vergonzante de la Monarquía, esgrimen el argumento de que la permanencia en los mandos del ejército de los oficiales que habían hecho la Guerra Civil hacía imposible acabar con la monarquía heredada del franquismo.
Se trata de un razonamiento malévolamente tramposo y que está en flagrante contradicción con los principios que hicieron posible el largo itinerario de lucha de los comunistas españoles a lo largo de toda la dictadura. El Ejército constituyó siempre la columna vertebral del Estado franquista, su «última ratio». Y la lucha de los comunistas tuvo siempre en cuenta la existencia de esa premisa. La muerte de Franco aceleró, en efecto, el proceso de deterioro de su régimen, pero el PCE parecía tener claro desde mucho antes que la desaparición de la persona del dictador no iba a suponer el colapso inmediato del aparato franquista. Debía ser la lucha perseverante y la influencia que las organizaciones populares y el Partido Comunista habían conquistado en la sociedad española lo que permitiera crear las condiciones para que la caída del franquismo se produjera en las circunstancias más favorables para los intereses populares. La cuestión que se planteaba entonces no era el paso directo de la dictadura franquista al socialismo, sino hacer posible la implantación de una democracia avanzada donde pudieran crearse condiciones para la consecución de las reivindicaciones populares aplastadas con el golpe del 18 de Julio de 1936.
Hoy parece evidente que, más tarde o más temprano, la estratagema construida con la «Transición» tenía que quedar al descubierto por múltiples razones. Una de ellas es que la pretensión de borrar el hilo umbilical que necesariamente enlaza a la II República con la conquista de las libertades democráticas tenía que resultar a la postre un proyecto imposible de realizar. ¿Cómo borrar de la memoria histórica colectiva que la II República fue el resultado del derrocamiento de la monarquía borbónica? ¿Cómo hacer desaparecer de los anales de la historia que la caída de la II República fue el resultado de una conspiración castrense, en lo militar, y monárquico- fascista en lo ideológico? ¿Cómo poder liquidar de un plumazo constitucional la evidencia de que el establecimiento de un régimen democrático debía pasar necesariamente por el refrendo popular en las urnas de la forma de Estado que se pretendía adoptar?
LA HERENCIA HISTÓRICA ES IMBORRABLE
La historia de los diferentes pueblos que componen el Estado español no ha sido precisamente prolija en procesos políticos democráticos. La I República fue tan efímera y turbulenta que apenas logró dejar una huella significativa en nuestra historia contemporánea. La II República, en cambio, se produjo en un instante histórico en el que confluyeron las reivindicaciones sociales acumuladas a lo largo de siglos. La II República española, con sus contradicciones y pasos atrás y adelante, trató de satisfacer algunas de ellas. Aun hoy -setenta años después- estas reivindicaciones no han sido resueltas y continúan en pie.
La democracia en España tiene, pues, genealogía. Es cierto que es limitada, pero también extraordinariamente rica y significativa. Y esa referencia, desde luego, no puede encontrar sus orígenes en la Constitución monárquica de 1978, sino en la republicana de 1931. La prueba de que ello es así la podemos constatar hoy en las calles cuando, de nuevo, vuelven a ondear por miles las banderas tricolores en manifestaciones y eventos públicos. Ya no las portan las viejas generaciones que vivieron los agitados años de la II República e hicieron de ella la razón de sus vidas. Tampoco las generaciones que lucharon contra la dictadura. Las enarbolan los integrantes de las generaciones que nacieron sesenta años después. Este hecho no es baladí. Pone de manifiesto que la Historia no se puede congelar ni borrar. Y no por ningún tipo de razones místicas, sino porque las secuencias políticas, culturales y sociales permanecen enlazadas, dialécticamente enlazadas, en un todo que le da coherencia al conjunto Historia.
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