Uno de los problemas más frecuentes por los que atravesamos las personas migrantes es el conflicto de identidad. Dependiendo de la fase en que nos encontremos, y según sean las condiciones de vida por las que estemos atravesando, así será también nuestra percepción sobre nuestro contexto actual y sobre nosotros mismos. El acto de migrar […]
Uno de los problemas más frecuentes por los que atravesamos las personas migrantes es el conflicto de identidad. Dependiendo de la fase en que nos encontremos, y según sean las condiciones de vida por las que estemos atravesando, así será también nuestra percepción sobre nuestro contexto actual y sobre nosotros mismos. El acto de migrar conlleva ciertas renuncias y pérdidas de aquello que hasta entonces nos definía ante los demás. De cierta manera se da una especie de «duelo» de la identidad. (Véase «Los duelos migratorios: una aproximación psicopatológica y psicosocial», de Joseba Atxotegui). De hecho, coexisten distintos tipos de duelos en los y las migrantes: por la familia, por los amigos, por la lengua, por la cultura, por la tierra, por el status, por el contacto con el grupo étnico, por el riesgo físico (agravantes derivados de peligros en el viaje por causas naturales, sociales o políticos) que no siempre se dan por igual en todos los casos. Por un lado, es parcial, porque no todo lo que se deja se pierde para siempre, y por el otro también es recurrente porque se reactiva cuando recuperamos el contacto a través de noticias, con personas, recuerdos, etc. Una mala (o nula) gestión de nuestro duelo migratorio nos deja en una situación vulnerable respecto al nuevo entorno, condicionando nuestra calidad de relación e intercambio con él.
Frecuentemente se apodera de nosotros la sensación de cierto desamparo y, por consiguiente, se despierta un temor ante la nueva realidad. Esto hace que se perciba muchas veces como amenazante el nuevo contexto y nos predispongamos a mantener una actitud defensiva. Una reacción natural ya que los referentes de nuestra configuración identitaria se van diluyendo con el tiempo debido al esfuerzo que representa un proceso de adaptación (negación, renuncia, aceptación, restitución), que va incorporando elementos (nuevos) que transforman, inevitablemente, nuestra identidad. De ahí que se perciba como agresivo y peligroso. La socióloga Esther Pardo en su estudio «Migrando hacia mí misma», nos dice que esa amenaza, que representa la transformación radical del entorno conocido (…) pone a la persona en un constante estado de alerta y defensa que supone un profundo desgaste. De ahí también el nivel de vulnerabilidad de la persona migrante.
O sea, estamos delante de procesos de (re)elaboración de la identidad inherentes a todo fenómeno migratorio. Por tanto, la cuestión aquí no es cómo evitarlos, sino hasta qué punto tenemos en nuestras manos herramientas, o no, para poder abordarlos. Si esta situación, plantea per se un escenario difícil y complejo (muchas veces adverso) para la persona migrante, ¿qué pasa cuando descubrimos que en el país receptor existe una elaboración predeterminada de lo que somos (o debemos ser), muchas veces prejuiciada por el origen cultural, religioso, de raza, etc..?
Por esta razón es que en la primera parte de este artículo decía que, «la situación nos desarma de antemano, nos deja a la defensiva, y… actúa subjetivamente en detrimento de nuestra condición y cualidad moral». Quiere decir esto que toda persona migrante se ve privada de actuar plenamente sobre su integridad y sobre su identidad. En otras palabras, su capacidad de movimiento se encuentra restringida, por lo que su capacidad de empoderamiento se ve coaccionada.
Claro, esto no supone un estado permanente en la persona migrante, siempre y cuando sepa sobreponerse y superarlo, pero pasa por tomar conciencia de la situación y restablecer los vínculos que han quedado afectados. Y obviamente, no es desde la negación que se consigue.
Esther Pardo también nos dice en su estudio que cuando hablamos de migración, la reorganización (de la personalidad) tiene que ver fundamentalmente con los vínculos de la persona con su país de origen, mismos que han sido elaborados en las primeras etapas de la vida y que constituyen un pilar fundamental en la estructuración de la personalidad y la identidad. Es decir, si tenemos en cuenta la necesidad constante de la migración (en general) de no perder de vista los referentes culturales y nacionales que nos han definido desde el nacimiento mismo, un ejercicio de evaluación que hacemos prácticamente por ósmosis, aquí la emigración cubana (en particular) choca con una cuestión que no es para nada de importancia menor, ya que la construcción de nuestra identidad se ha desarrollado dentro del marco de un proceso revolucionario que también devino en socialista. Sí. Existe un componente ideológico concreto detrás de toda realidad social que no podemos perder de vista, y en el caso de la realidad cubana podemos afirmar que se trata de un proceso en permanente construcción.
Sobre este aspecto podríamos citar del filósofo esloveno Slavoj Zizek «El sublime objeto de la ideología» donde dice que: la definición más elemental de ideología es probablemente la tan conocida frase de «El capital» de Marx: «ellos no lo saben, pero lo hacen». Dicho de otra manera, la ideología está latente y omnipresente en todas las cosas y fenómenos que guardan relación con el ser humano, se tenga conciencia de ella o no, al tiempo que interviene, condiciona y crea nuestra realidad. La conciencia de ese actuar ideológico sobre nosotros, como individuos y como sociedad, distingue nuestra conciencia sobre la identidad, a la vez que diferencia un modelo social de otro, (a fin de cuentas la identidad surge de esa relación dialéctica entre individuo y sociedad, como señalaba Peter L. Berger). En el socialismo, por su interés de que se actúe con y por conciencia sobre la realidad, la sociedad se desarrolla mirando la «representación» (ideal) de la ideología para sí, mientras que en el capitalismo se desarrolla sobre la fantasía o la máscara de ella, al decir de Zizek, que encuentra en el cinismo una forma de ideología, debido a su interés en que se actúe con poca, o ninguna, conciencia sobre la realidad. Por tanto, no podemos ignorar el peso fundamental de la ideología dominante de una sociedad en el proceso de configuración de la identidad, que en nuestro caso, a partir del triunfo revolucionario, entra en un proceso de (re)elaboración y transformación también ideológica. Quiere decir esto que la percepción sobre los valores, códigos y demás categorías sociales que pesan sobre la conducta de una sociedad concreta, dígase: poder, gobierno, democracia, derechos, deberes, educación, política, lenguaje, comunicación, relaciones interpersonales, sexualidad, género, solidaridad, altruismo, voluntad, historia, pueblo, soberanía, libertad, desarrollo, empresa, valor, tiempo, etc…, han estado bajo un proceso de transformación, reestructuración y re-configuración, que en el caso de Cuba nada tienen que ver con los que existían antes de 1959, ni con los que se desarrollan en otro tipo de sociedad «no socialista». Incluso dentro de las mismas sociedades de modelo socialista tampoco se desarrollan de igual forma debido a las características culturales y circunstancias propias de cada país, como es obvio.
Pero bien, volviendo a cómo incide la elaboración predeterminada que existe en el país receptor sobre nosotros (el qué y quiénes somos), la migración cubana se encuentra con los efectos nocivos de una retórica «anticastrista» que nos define de forma adversa, no sólo de cara al país receptor, sino de cara a nosotros mismos como migración. Si damos por cierta la afirmación del sociólogo Peter L. Berger en «La construcción social de la realidad» de que el lenguaje usado en la vida cotidiana continuamente me va proporcionando las objetivaciones necesarias, y postula el orden dentro del cual tienen sentido, y dentro del cual la vida cotidiana me deviene significativa… En ese sentido el lenguaje fija las coordenadas de mi vida dentro de la sociedad, y la llena de objetos significativos. Es decir, desde este punto de vista, la incidencia de ese discurso adverso deviene significativa y por consiguiente determina las objetivaciones de cómo nos desenvolvemos en nuestra vida cotidiana. Por eso, no hay que olvidar el papel determinante que juegan los grandes medios de comunicación internacionales a la hora de tratar la realidad cubana de forma sesgada y descontextualizada. Como dice Alain Badiou en su «Teoría del sujeto»: en el fondo, el interés de los poderosos es siempre confundir la historia con la política, es decir, confundir lo objetivo con lo subjetivo. En esa línea es que se presenta el discurso de la contrarrevolución cubana, plegada a los intereses del poder oligarca porque de él depende al tiempo que se retroalimentan para sostenerse mutuamente.
Es cierto que quienes hemos emigrado hacia Europa, u otra latitud que no sea EEUU, no nos encontramos con la situación de una «Ley de Ajuste Cubano», pero sí con la que plantea la campaña mediática concertada en «demonizar» a Fidel y a la Revolución cubana. En realidad, esto responde a una guerra mediática contra la idea del comunismo que tiene su origen en la época de la Guerra Fría. Jodi Dean en «El horizonte comunista» analiza cómo el discurso de ideología neoliberal reprime en la sociedad la idea del comunismo, estableciendo la cadena de pensamiento «comunismo-Unión Soviética-estalinismo-caída», de la que se sirve la retórica «anticastrista» para atacar a la Revolución cubana, añadiéndole a la misma los eslabones «Revolución-
Esto nos lleva a la inaceptabilidad del contexto político-social en el que se han formado nuestros referentes identitarios desde la infancia, planteando un plus a nuestro conflicto de identidad como migrantes. Se suma otro factor discriminante: el rechazo al carácter ideológico de nuestra construcción identitaria. Y en ese gesto de rechazo se da una peculiaridad importante. No sólo nos discrimina por ello el país receptor, sino también una parte de la propia migración (aunque no sea necesariamente reaccionaria), porque así evita (aparentemente) el rechazo del país receptor y procura menos sufrimiento a la complejidad dialéctica de su experiencia migratoria. Por tanto, existe en la retórica «anticastrista» una política y una intención que va más allá del ataque a la figura de Fidel y la Revolución en su forma y en su contenido (lo que en sí representan). La misma constituye un atentado directo contra la configuración identitaria de aquellos que nacimos y nos educamos dentro de un proceso revolucionario socialista. Se desgasta en el absurdo intento de estirpar de nosotros esa parte de ser cubanos y cubanas que no acepta para sí. Su ataque no sólo repercute sobre los millones de compatriotas que viven dentro, sino también sobre los que viven fuera. El discurso se pretende liberador, pero en su efecto es de sometimiento y sesgo a la identidad. Lo cual genera más rechazo que aceptación, y contribuye a una actitud acrítica y «apolítica» en la migración cubana como respuesta a la sobresaturación política que pesa sobre ella.
Esto pone de manifiesto el gran dilema que traspasa a la contrarrevolución cubana. Su ataque choca frontalmente contra el muro de la realidad objetiva, y seguirá chocando contra él mientras no la comprenda. Su «causa» está perdida no porque carezca de recursos y estrategias, sino porque no tiene «pueblo» receptor para su discurso. En ese sentido, desde el terreno de las ideas, no hay ninguna posibilidad para ella. Es por eso que el foco se dirige sobre un cambio generacional, que requiere del acceso previo a esas mentes a través de la injerencia y la penetración ideológicocultural. Su éxito dependerá de cuán alerta, eficaz y efectiva pueda ser la política comunicacional cubana y el trabajo ideológico sobre estas generaciones, que de seguro no se lo dejará servido.
Se imponen pues unas cuantas preguntas por lo que esta problemática representa para la migración cubana. ¿Qué concepción de «pueblo» tiene y pretende para nosotros la contrarrevolución? ¿Es posible «amar» y «defender» a un pueblo al que se le aplica tal discriminación? ¿Qué posición y qué actitud debe tomar la migración cubana ante este hecho? ¿Inclinar la cabeza, mirar para otro lado y dejarse tragar por el victimismo y la pena? ¿A cuáles referentes identitarios tendríamos que mirar para no dejar de ser, para recuperar nuestro sentido y conciencia de identidad? ¿Qué identidad puede construirse a partir de tal negación de la memoria histórica que no sea una (por consecuencia) negadora de sí misma? ¿Dentro de qué marco ideológico, político, económico, cultural y social podría desarrollarse una identidad así? ¿De cuál bienestar podríamos «gozar» desde semejante construcción social? Y por último, ¿de qué libertad y soberanía podría ser capaz un pueblo de tales características?
Es importante que la migración cubana tome conciencia de esta situación para sobreponerse y pueda ver cuáles son las causas reales que atentan contra su identidad, y la agresividad que supone el discurso «anticastrista» contra su integridad moral. Se puede vivir por mucho tiempo con la cabeza metida dentro del ombligo como si se tratara de alguna fórmula mágica que nos salvará del dolor y los conflictos, pero en la vida real lo personal es político, nos guste o no. Tarde o temprano habrá que mirarse al espejo para ver que en esa cara que nos devuelve siempre estará dibujada nuestra problemática mientras no la afrontemos. Habrá que decidir si se vive enajenado de sí mismo, o sin el temor de asumir nuestras contradicciones y conflictos. Mirar nuestro origen y nuestro pasado libre de la toxicidad (prejuicios y perjuicios) que supone para nosotros la retórica contrarrevolucionaria es una cuestión vital para nuestro proceso de restitución como personas plenas. Es decir, recuperar nuestra capacidad de empoderaminento. En la medida que vayamos reconociéndonos en los valores y preceptos en los que crecimos, iremos restableciendo nuestros nexos a la par que la capacidad de entendernos y aceptarnos tal y como somos, no sólo en lo personal sino también como comunidad, como pueblo y como nación. El hecho de tener claro de dónde venimos, qué y quiénes somos, repercute en nuestra seguridad y fortalece nuestro carácter como individuos de cara a dónde estamos y hacia dónde vamos también. Nuestra relación con el nuevo entorno y nuestra calidad de intercambio con él adquirirán sin duda otra dimensión.
No quiero decir por ello que nos convirtamos axiomáticamente en una migración revolucionaria, pero sí se establece una reconciliación con nuestro país de origen que mejoraría notablemente nuestra relación con él. Desde esa reorganización estructural se generan ciertas condiciones que sí podrían desembocar en una posición revolucionaria dentro de la migración cubana, como ya es el caso de quienes integran las múltiples asociaciones de cubanos y cubanas que rompen el mito «emigrante cubano=disidente» denunciando el bloqueo como fuente principal de obstáculo para el desarrollo en Cuba, y defendiendo el derecho de Cuba a ser el país que quiere ser. Al fin y al cabo, una migración cubana revolucionaria ha existido siempre desde los tiempos de Martí.
Tampoco quiere decir esto que desaparezcan las dificultades ni las contradicciones, porque nada ni nadie está libre de ellas, obviamente. Pero estas no son sinónimo de incoherencia con las ideas que defendemos sino todo lo contrario, las mismas nos reafirman en nuestra experiencia vital, pese al agravante de defenderlas desde el exterior. Desde una percepción materialista-dialéctica, conocemos que la vida es movimiento, y como dijo Engels, el movimiento mismo es una contradicción. Si ya el simple cambio mecánico de lugar encierra una contradicción, tanto más la encierran las formas superiores del movimiento de la materia y muy especialmente la vida orgánica y su desarrollo […] La vida, pues, es también una contradicción que, presente en las cosas y los procesos mismos, se está planteando y resolviendo incesantemente; al cesar la contradicción, cesa la vida y sobreviene la muerte. Por tanto, no es cuestión de temer y padecer las contradicciones sino de cuál es la actitud que se tiene ante ellas y en qué medida socavan o reafirman, enriquecen, nuestras convicciones. A fin de cuentas las ideas no se circunscriben a un espacio geográfico en concreto. Más bien es de orden coherente defender las ideas en las que se cree y por las que se lucha desde cualquier ámbito, por muy adverso o contrario que sea. En definitiva, como dijo Martí a su amigo Manuel Mercado en su carta de octubre de 1878: Mudar de tierra no quiere decir mudar de alma.
Ver también:
Fidel y la Revolución en la emigración cubana
Adel Pereira. Poeta, miembro de la Asociación de Cubanos en Cataluña «José Martí»
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