Tenía 26 años cuando lo mataron. Era diputado socialista por Badajoz. Un esbirro del ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, le descerrajó un tiro a quemarropa mientras cenaba en el bar La Mezquita. Ocurrió el 10 de junio de 1935. Pedro Rubio pagaba así su compromiso insobornable con la clase obrera y el campesinado. […]
Tenía 26 años cuando lo mataron. Era diputado socialista por Badajoz. Un esbirro del ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, le descerrajó un tiro a quemarropa mientras cenaba en el bar La Mezquita. Ocurrió el 10 de junio de 1935. Pedro Rubio pagaba así su compromiso insobornable con la clase obrera y el campesinado. El crimen estremecería entonces a la sociedad española. Pero, sorprendentemente, en la región donde vivió y luchó -y en la que gobierna el PSOE de forma casi ininterrumpida desde hace 35 años- un minucioso manto de olvido oculta su nombre.
A diario nos repiten el relato de Extremadura como patria de la mansedumbre, como paraíso del conformismo y la resignación. Pero hubo un tiempo que esta tierra maltratada fue vanguardia en la lucha por la emancipación. Paco el Bajo, Régula, Azarías, los Santos Inocentes, llegaron después, tras la masacre. Pero antes, los Ireneos, los campesinos de estas dehesas y sierras, pusieron en pie una gigantesca revolución pacífica hoy silenciada. La Reforma Agraria, el sueño de generaciones condenadas a ser carne de yugo, cobraba vida en los pueblos de Extremadura. Pedro Rubio Heredia fue uno de sus artífices, una expresión heroica de aquel seísmo de dignidad que sacudió el país extremeño de punta a punta.
Había nacido en 1909 en Ribas de Campos, una pequeña localidad de la provincia de Palencia. «Un azar de la vida lo situó en las campiñas de la ubérrima Extremadura. De obrero campesino en la Castilla feudal, paso al taller mecánico de Obras Públicas», recordarán años más tarde sus compañeros en «El fascismo en Extremadura», un sobrecogedor cuadernillo escrito tras la matanza de Badajoz. Y será en esta ciudad precisamente donde comience a militar en la causa de los trabajadores. Como relata José Ignacio Rodríguez Hermosell, el historiador que con más atención ha estudiado la vida del joven diputado socialista, será en Badajoz donde aquel auxiliar de obras públicas se incorpore a la Federación Local Obrera en 1927 y un año más tarde a las Juventudes Socialistas. Desde entonces la vida de Pedro Rubio estará estrechamente vinculada a las luchas del movimiento obrero y a los ideales del socialismo.
El 14 de abril de 1931, tras las elecciones municipales, nacía la II República y con ella una enorme esperanza de libertad y de justicia. Aquella «República democrática de trabajadores de toda clase», como la definía el artículo primero de la nueva constitución, condensaba los arraigados anhelos de las clases populares. Un nuevo mundo pugna por abrirse camino. Pero el futuro tiene siempre un corazón antiguo. En Extremadura, en el despertar republicano, laten las luchas del sexenio revolucionario, los motines del pan, la Germinal, el Congreso Obrero de la Torre de Miguel Sesmero, el magisterio de la Institución Libre de Enseñanza, la paciente sementera de otro mundo en verdad humano donde desaparezca «la explotación del hombre por el hombre». El nombre de las Sociedades Obreras locales lo canta. Luz entre tinieblas se llama la sociedad de obreros de Aljucen. La Boreal, se denomina la de Corte de Peleas y La Aurora es el nombre de quienes luchan en Zarza Capilla. Luz a la Oscuridad la han bautizado los de Fuente del Arco y La Luz Extremeña, a secas, es el nombre que le han puesto en Hornachos. En las denominaciones, de ecos francmasónicos, se vislumbra el fulgor de un tiempo nuevo, liberado de caciques, señoritos, bonetes y tricornios. Un tiempo presidido por La Fraternidad (Llerena), El Progreso (Ribera del Fresno), la Unión Proletaria (Casas de Don Pedro) y La Razón del Obrero (Oliva de Mérida).
Pedro Rubio va a ser uno de aquellos miles de hombres y mujeres empeñados en cambiar el mundo de base. «El nervio firme y uno de los puntales más destacados del movimiento socialista juvenil de toda la Extremadura esclava», escribirán sus compañeros. Y lo hará como únicamente se pueden construir los grandes cambios sociales, desde el compromiso y desde el ejemplo, acudiendo «donde la papa quema».
«Estremeño, ¡cómo sigues arando en nuestros pechos!» (César Vallejo)
El 17 de octubre de 1931 se celebra el segundo congreso de las sociedades obreras de la provincia de Badajoz. Quienes firman la convocatoria son Narciso Vázquez, médico e histórico dirigente socialista, como presidente y Pedro Rubio, como secretario. La organización de los trabajadores se extiende rápidamente pero, desde el primer momento, se enfrentará a la feroz resistencia de los terratenientes y de las fuerzas de la reacción. En Montemolín, el 13 de junio, dos meses después del triunfo de la República, se producirán las dos primeras víctimas mortales. Y durante todo el año, un reguero de detenidos y heridos puebla la geografía extremeña, en su mayor parte por el grave delito de «robar bellotas» o por oponerse a los esquiroles. Lo relata minuciosamente Hortensia Méndez en su tesis doctoral. Almendralejo, Aceuchal, Usagre, Olivenza, Granja de Torrehermosa, Talarrubias, Valverde de Leganés, son algunas de las astillas de la infamia. En Peraleda del Zaucejo, en noviembre, otro obrero muere a manos de la Guardia Civil.
«La ciudad libre de miedo, /multiplicaba sus puertas. Cuarenta guardias civiles, /entran a saco por ellas» (Lorca). La Guardia Civil será el instrumento principal que utilizarán las clases dominantes para sembrar el terror y para combatir la creciente organización obrera. «Huelga decir que en las zonas pobres -o sea, en casi toda España- sus relaciones con las clases trabajadoras son de abierta hostilidad o de sospecha», escribirá el sagaz Gerald Brenan. «Veces y veces, tranquilas manifestaciones se han convertido en violentas algaradas a causa de que la Guardia Civil no sabe mantener los dedos separados del gatillo».
A finales de año la federación provincial agraria de la UGT en Badajoz convoca una huelga general contra los excesos de la Benemérita y contra la actitud del gobernador civil Manuel Álvarez-Ugena. En Castilblanco, el 31 de diciembre, se desata la tragedia. Cuando la manifestación se retira a la Casa del Pueblo se presenta la Guardia Civil, por orden del alcalde, a disolverla. Hay un forcejeo entre una mujer y un guardia. Hipólito, uno de los jornaleros manifestantes sale en defensa de ella. A las mujeres no se les pega, dice. ¡Y a los hombres, también! responde Agripino, el uniformado, al tiempo que dispara su fusil. El jornalero cae muerto en el acto. Estalla la ira del pueblo y una selva de navajas acaba con los cuatro guardias civiles.
Los terratenientes y la prensa de derechas señalan como responsables de lo acaecido a Nicolás de Pablo y Pedro Rubio, dirigentes de la federación de trabajadores, y a Margarita Nelken, diputada por Badajoz. Y el general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, compara Extremadura con «un foco rifeño». La venganza no se hace esperar. Al día siguiente, 1 de enero de 1932, un campesino muere a manos de la benemérita en Feria y dos días más tarde otros dos pierden la vida del mismo modo en Zalamea de la Serena. Solo en una semana, 13 trabajadores fallecen en distintas poblaciones de España como consecuencia de las represalias, siete de ellos en Arnedo. Francisco Espinosa, el autor de La primavera del Frente Popular, la magnífica historia política de la reforma agraria en Extremadura, concluye: «La semana entre Castilblanco y Arnedo fue sin duda una de las más terribles en la historia del Cuerpo y en la del campesinado».
Pero el papel letal que desempeña la Guardia Civil no es sino la expresión descarnada de la intensa lucha de clases, que se manifiesta ya en campo abierto. La cuestión agraria se convierte en el nudo gordiano de la República. Karl Korsch, un marxista herético que asiste al congreso de la CNT en 1931 capta con lucidez la situación: «La solución radical de la cuestión agraria en la España actual no puede escamotearse mediante pequeñas escaramuzas diplomáticas ni juegos de manos. El punto de partida y el contenido de la segunda fase de esta revolución tendrá que ser necesariamente la lucha por la revolución agraria».
La República ha nacido con el compromiso de acometer la Reforma Agraria. Pero los meses pasan y las promesas se van desvaneciendo. Bien avanzado el año 1933, el programa agrario aún espera su desarrollo: «ni la Ley General de Arrendamientos, ni la creación del Banco Agrario, ni la restitución de las tierras comunales». «Transcurridos dos años y medio de República sólo habían cambiado de manos 45.000 ha en beneficio de 6.000-7.000 campesinos» (Francisco Espinosa).
El campo extremeño vive una agitación y represión permanentes. El 1º de Mayo de 1932, en Salvaleón, tres obreros son asesinados cuando los coros de la Casa del Pueblo de Barcarrota osan entonar la Internacional. Y a estas víctimas habrá que añadir en los próximos meses y años, previos a la guerra civil, la de otras decenas de trabajadores (cinco en Hornachos, cuatro en Fuente del Maestre, tres en Alconchel, y otros en Zarza de Granadilla, Navalmoral, Campillo de Llerena, Aljucen, Miajadas…) Son los castilblancos obreros que no aparecen en los libros de texto, que no se enseñan en ninguna escuela, la sangre de los nadie de Extremadura.
Pedro Rubio participa en primera línea en la extensión del movimiento y de las luchas campesinas. Como muestra, este recuerdo de Margarita Nelken: «Al salir de un acto de propaganda celebrado con todo orden en la Casa del Pueblo de Aljucén nos habíamos visto el camarada Pedro Rubio y yo encañonados por los fusiles de los guardias de asalto, a las órdenes de un monterilla que allí desempeña -él sabrá cómo y por qué- las funciones de alcalde, para mayor gloria y deshonra del partido radical». Será precisamente en esas elecciones de noviembre de 1933 cuando Pedro Rubio sea elegido diputado por Badajoz, junto a Margarita Nelken y Juan Simeón Vidarte.
En el ojo del huracán
Comienza «el gran desquite». Tras la victoria electoral, las derechas se apresuran a desmontar las tímidas reformas del período anterior y a intentar desmantelar el potente movimiento obrero. Pedro Rubio es uno de los diputados campesinos, una de las voces que representa la honda aspiración de la reforma agraria, el rompeolas de la República. Su vida, como la del país, va a experimentar una aceleración vertiginosa en los próximos meses.
«El acta de diputado constituye un gran peligro, porque este Madrid tiende a aislarnos de nuestras organizaciones». Son declaraciones de José Sosa Hormigo al periódico Claridad el 2 de abril de 1936. Sosa será en la siguiente legislatura otro de los diputados campesinos, estrechamente vinculados a la clase trabajadora. «Esta misma noche, a Badajoz. Quiero ver cómo marcha la Reforma Agraria. Hay que fiscalizar a los técnicos, y hay que empujar, hay que empujar mucho». El mismo afán, la misma lealtad de clase, animará el compromiso de Pedro Rubio.
En marzo de 1934, durante su primera intervención en el pleno del Congreso, le toca lidiar con uno de los asuntos más delicados, el incremento de plazas y presupuesto para la Guardia Civil: «Tenemos que oponernos a este propósito porque en él se destinan diez millones a robustecer los órganos de represión contra la clase trabajadora (…) Por el contrario, debemos pedir que esos diez millones de pesetas se destinen a resolver la crisis de trabajo que padecen esos pueblos rurales, en los que hay muchos obreros que materialmente se mueren de hambre».
No, la lucha de clases no es un guateque. Pedro Rubio sufrirá desde ese momento la persecución sistemática. Nada menos que siete suplicatorios, siete peticiones de procesamiento, se tramitarán ante el Congreso durante los escasos 17 meses que dura su etapa parlamentaria. Seis de las solicitudes están relacionadas con artículos de Rubio en los diarios Correos y El Socialista. En ellos el diputado extremeño denuncia diversos casos de represión contra los trabajadores. El 13 de mayo de 1934, escribe en El Socialista: «Los detenidos en Arroyo de San Serván han sido objeto de los malos tratos habituales. A un compañero llamado Luis Torres Macías le han tenido metido durante varias horas, completamente desnudo, haciendo un frío insoportable, en una charca de cieno, buscando armas que no había. Esto lo ha visto todo el pueblo».
Pedro Rubio es uno de los diputados más odiados por la oligarquía extremeña, por su prestigio y estrechos lazos con el movimiento obrero. Y también por formar parte del núcleo dirigente que está protagonizando la radicalización de la Federación de Trabajadores de la Tierra, el corazón de la reforma agraria en Extremadura y en toda España. Pero será a raíz de la huelga general campesina en junio de 1934 cuando Rubio firme su sentencia de muerte.
El 21 de abril, El Obrero de la Tierra, órgano de la FTT, describe así la situación que se vive en Badajoz: «En el tercer aniversario de la República hay 20.000 obreros parados, hambre espantosa y cuadrillas de mendigos. El boicoteo, con los obreros organizados, aumenta extraordinariamente. Los jornales de tres pesetas de sol a sol. Burla descarada de las Bases de Trabajo establecidas legalmente. Jurados Mixtos inútiles. Diez Casas del Pueblo clausuradas en la provincia, doce Ayuntamientos y otros tantos Alcaldes socialistas destituidos o sustituidos por elementos de Acción Popular. 500 presos políticos y sociales. Registros en los domicilios de los defensores de la República. Colonos y arrendatarios desahuciados».
El 5 de junio comienza la huelga general campesina. Los obreros sólo piden que se cumplan las leyes y las promesas con que nació la República. Cumplimiento de las bases de trabajo, obligatoriedad del servicio de colocación, reglamentación del empleo de máquinas, aplicación de los asentamientos y rescate de los bienes comunales. Pero la huelga constituye una enorme derrota. «Unos diez mil huelguistas fueron a la cárcel por el solo delito de haber solicitado que el Gobierno fijase un salario mínimo y una jornada de trabajo», escribirá Vidarte años después. El castigo será brutal. Miles de campesinos y trabajadores de otros oficios son hacinados en la cárcel de Badajoz y, de ellos, seiscientos son conducidos en trenes especiales a los penales de Ocaña y Burgos.
Rubio se ha volcado completamente en apoyo a la huelga. A pesar de sus dudas sobre la oportunidad de la convocatoria se entrega con determinación. El 9 de junio, el gobernador civil le cita a su despacho y le «invita» a abandonar la provincia de Badajoz, violando de forma flagrante la inmunidad parlamentaria. «Ese pobre hombre, Sr. Salazar Alonso, por lo visto se considera él el Estado, y por encima de él no hay nada, ni siquiera un Diputado a Cortes que ha venido aquí por la voluntad expresa de más de 138.000 trabajadores», le espeta al ministro de Gobernación, días después. Pero Rubio está apuntando al núcleo duro de la oligarquía. Salazar Alonso es el «Dollfuss español», como le denomina la izquierda, parangonándolo así con el líder austriaco, aliado de Hitler, que ha perseguido e ilegalizado a socialistas y comunistas.
El hostigamiento a Pedro Rubio no cesará ya hasta el asesinato. Su apoyo a la huelga de octubre en Asturias le cuesta una nueva detención y permanecer en prisión durante 17 días. Y el 10 de febrero de 1935 es agredido por dos policías, a pesar de haberse identificado como diputado.
Su nombre está ya listo, temblando en un papel
Pedro Rubio es el director de La Verdad Social, una revista semanal de la federación socialista de Badajoz. El 7 de junio de 1935 escribe en uno de sus artículos: «Regino Valencia es un sinvergüenza. Y un inmoral. Y un estafador. Es …¡secretario de Ayuntamiento! Del de La Haba. Es quien ha inspeccionado muchos ayuntamientos socialistas, poniendo en entredicho a bastantes camaradas». Rubio, de este modo, está poniendo nombres y apellidos a la suspensión de funciones y destitución de decenas de ayuntamientos, elegidos por el pueblo el 12 de abril de 1931. El gobierno está desmochando los ayuntamientos de forma completamente arbitraria y generalizada, violando así la voluntad electoral de los municipios.
Regino Valencia es un protegido del gobernador y del propio ministro de Gobernación. La noche del 10 de junio se dirige al bar La Mezquita. Le pregunta al camarero, Domingo de la Concepción Montero, si conoce a Pedro Rubio. «Sí señor. Y bastante. Acostumbra a cenar aquí». Momentos más tarde se dirige al comedor, saca un arma del bolsillo del pantalón y asesina al joven diputado. La declaración de primera hora del camarero demuestra hasta qué punto el crimen se realiza con premeditación, alevosía y cómplices. «Cuando el señor Valencia bajaba las escaleras del comedor después de cometer el hecho, trató de detenerlo, pero se lo impidió otro individuo a quien no conocía, que le encañonó con una pistola, diciéndole que si no callaba lo acaecido lo mataría».
Castelao, el político galleguista, vive por esas fechas desterrado en Badajoz, como nos recuerda José María Lama. Después del crimen, escribe: «Hoy asesinan a un rapaz (mi primer amigo de Badajoz), que por defender las reivindicaciones de los trabajadores, con el ardimiento inexperto de su mocedad, muere a manos de una cría del caciquismo reverdecido».
El homicidio conmociona a todo el país. Todo el mundo es consciente de que han sido «los salvajes mastines de los caciques extremeños» los autores del crimen. Pero además, que ha contado con la connivencia de las más altas instancias políticas. El diputado sevillano de la Unión Republicana, Hermenegildo Casas, declarará días más tarde en el Congreso: «Esto es el final de una era de persecuciones de que había sido víctima en estos últimos tiempos el desgraciado diputado cuya muerte lamenta hoy la Cámara. Ello ha terminado con la muerte alevosa.»
Una imponente manifestación de duelo acompaña el entierro de Pedro Rubio, al que asisten numerosos diputados llegados de Madrid, como Juan Negrín, Jiménez de Asúa o Ramón Lamoneda. Pero, sobre todo, son miles de trabajadores los que acuden a rendir su homenaje. «De Olivenza llegaron treinta obreros para asistir al sepelio, que vinieron andando de dicho pueblo a la capital». La tensión es máxima. El funeral se celebra rodeado de guardias de asalto y el jefe de las fuerzas obliga a gritos a bajar los puños en alto de la multitud. Y ni siquiera se permite a Jiménez Asúa pronunciar un discurso de protesta por el atentado.
El juicio se celebra a los pocos días. Desde el principio la prensa de derechas y el abogado defensor han presentado el asesinato como un delito común, en el que además existía el atenuante de la ofensa grave. Al final, Regino Valencia es condenado a 12 años de prisión y 50.000 pesetas de indemnización. Por si alguien tuviese dudas sobre la colaboración del gobierno, Rafael Salazar Alonso, ministro de la Gobernación, se encarga de disiparlas asumiendo la representación de la familia del asesino en su recurso contra la sentencia.
Pero la lucha del pueblo sigue. El pan no ha muerto. Y llegará el 25 de marzo de 1936, un día que ha tenido siglos de ensayo, como escribe Víctor Chamorro. Un año después del crimen, tras la victoria del Frente Popular, el Ayuntamiento de Badajoz realiza un homenaje póstumo a Pedro Rubio y pone su nombre a una calle. El 11 de junio de 1936, en el primer aniversario del crimen, se le rinde un gran homenaje en Badajoz y durante la guerra, una columna de milicianos extremeños, llevará su nombre.
Y después, el olvido.
La reforma agraria: un fantasma recorre Extremadura
¿Cómo es posible que un hecho de esta trascendencia sea desconocido por la inmensa mayoría de los extremeños e, incluso, por el gremio de los historiadores de la región? ¿Cómo es posible que no figure en ningún libro de texto sobre la historia de Extremadura y que ni siquiera los dirigentes del partido en el que militó lo reivindiquen?
Me aventuro a avanzar tres reflexiones a modo de hipótesis que, quizás, puedan ayudarnos a entender el enigmático olvido del asesinato de Pedro Rubio o el llamativo menosprecio -por fortuna cada día menor- de la trascendencia del 25 de marzo para Extremadura, por parte de políticos «socialistas» e historiadores de cámara.
La primera tiene que ver con la clandestinización de la idea de Reforma Agraria, que ha sido tan crucial en la historia contemporánea extremeña. Hasta hace escasamente una década la palabra República era prácticamente un tabú en España, un concepto reservado al ámbito de los estudios históricos pero al que se negaba cualquier operatividad política real. La idea de Reforma Agraria, que en regiones como Extremadura era indesligable de la de República, sigue condenada sin embargo al más tenaz de los ostracismos.
Ya en la transición se intentó retirar de la circulación el mero recordatorio de la Reforma Agraria. Felipe Alcaraz, que fuera secretario general del Partido Comunista de Andalucía, lo recuerda en su reciente novela, Los últimos días de la izquierda. Martín Villa, el todopoderoso ministro del Interior de la UCD, llamó a la dirección del PCE para pedirle que no se recogiera la reforma agraria en el estatuto de autonomía andaluz. Pero el PCA no aceptó la propuesta de Carrillo y al final el objetivo de la Reforma Agraria se incluyó, tanto en el estatuto andaluz como en el extremeño.
Lo curioso y grave del caso es que, en Extremadura -no así en Andalucía- la mención a la Reforma Agraria, que figuraba en el Estatuto de Autonomía de 1983, fue suprimida en la reforma de 2011, pactada entre el PSOE y el PP. Hasta ahí llega el miedo. O la desvergüenza. Tienen pánico a que algún día se vuelva a cuestionar un problema histórico y central de esta tierra nuestra, la pervivencia del latifundismo. Y que, más allá de la apariencia tecnocrática de modernidad, no hace sino agravarse. El riguroso estudio de Fernando Fernández (Estructura de la propiedad de la tierra en España. Concentración y acaparamiento, 2015) demuestra hasta qué punto Extremadura sigue lastrada por el latifundismo estructural. Solo dos datos para ilustrar esa realidad que se nos escamotea: en la región el 54% de la superficie agrícola utilizada está en fincas de más de 300 hectáreas. Y 163 terratenientes poseen fincas de más de 1000 ha, que concentran casi cinco veces más tierra que los 28.752 titulares más pequeños. En estas circunstancias y en una región desangrada por la emigración, reclamar que la tierra cumpla una función social constituye una demanda de sentido común pero, obviamente, entra en contradicción con los intereses de la casta política y económica que manda en la región.
La segunda consideración apunta al papel que hoy representan los dirigentes del PSOE en Extremadura y su práctica política. El PSOE en Extremadura es hoy, por excelencia, el gran partido del poder, el partido atrapalotodo. En casi cuatro décadas de gobierno ha tejido una densa red clientelar, ha puesto en pie su pequeña -y no tan pequeña- burguesía y ha mimado a los grandes capitales de toda la vida. El emporio Gallardo, el entramado de empresas que viven de la externalización de servicios públicos o el servilismo con la jet-set de Valdecañas son solo algunas de las muestras. Defender que en Extremadura el 80% de la población es de clase media, como hacía alborozado Fernández Vara, o presumir de la «paz social» en una región en la que la mayoría de los grandes empresarios agrarios no pagan siquiera el salario mínimo casa mal con lo que representó históricamente el socialismo en Extremadura. Sin duda, hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para encontrar algún parecido o hilo de continuidad entre este tinglado de intereses y el socialismo que representaban Pedro Rubio, Nicolás de Pablo o Margarita Nelken.
Y por último me gustaría llamar la atención sobre el uso de la historia que se hace en Extremadura desde el poder político y sus terminales en los ámbitos de la memoria y de la cultura. En nuestra tierra, la recuperación de la memoria histórica ha bailado -y lo sigue haciendo, salvo honrosísimas excepciones- al compás de los intereses del poder político, recordando y olvidando a conveniencia. Necesitamos una memoria histórica autónoma del poder, no subordinada a su relato, sus ritmos, sus presupuestos y sus gratificaciones editoriales. Una memoria insumisa con los usos opacos de la historia, con las operaciones de legitimación y sublimación ideológicas, tan habituales y queridas a los vencedores de cada época.
Luis Gómez Llorente, el filósofo e histórico militante del socialismo de izquierdas, escribió que » el conocimiento lúcido del pasado es fundamental para comprender mejor el presente, lo cual resulta, a su vez, imprescindible para proyectar el futuro». A los extremeños nos negaron el pan y la historia. Necesitamos recuperar la historia de las luchas del pueblo, para entender la opresión de nuestro tiempo y para impulsarnos con el coraje de quienes pelearon antes que nosotros.
Estos días, la huelga de los jornaleros extremeños de la Adelantada exigiendo el pago del salario mínimo estafado por los patronos nos traía el recuerdo de Pedro Rubio. Su memoria vive y vivirá en las luchas por la reforma agraria y la dignidad del pueblo trabajador de Extremadura.
Manuel Cañada, miembro de la Asociación 25 de Marzo
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