La noche de los conjurados todos los bailarines comprendimos el día y la hora ya que el porqué estaba de sobra justificado en la inmensa cuantía del sufrimiento humano. Leopoldo María Panero El viento cálido que sopla en esta primavera del 2006, además del polen y de la sempiterna contaminación de nuestras ciudades, nos trae […]
La noche de los conjurados
todos los bailarines comprendimos el día y la hora
ya que el porqué estaba de sobra justificado
en la inmensa cuantía del sufrimiento humano.
Leopoldo María Panero
El viento cálido que sopla en esta primavera del 2006, además del polen y de la sempiterna contaminación de nuestras ciudades, nos trae también un aroma del pasado. Se cumplen 75 años de la proclamación de la II República y 70 del fin de la guerra civil española. Desde hace algunos años la memoria de estos hechos históricos se encuentra cada vez más presente en nuestra sociedad y no cabe duda que a lo largo de este año veremos como se celebran multitud de actos de homenaje y conmemoración de los mismos. La memoria histórica de estos acontecimientos reclama un lugar -que durante años le fue negado por los mismos que ahora se convierten en sus adalides- en la política española. La celebración de este aniversario supondrá, sin duda, un antes y un después en la concepción que tenemos de estos hechos y en la articulación de la memoria de ese pasado respecto a la construcción del presente y el futuro. Por eso, es más necesario que nunca reflexionar sobre los aspectos teóricos y prácticos que implican la construcción de una memoria histórica, tratando de sortear las ilusiones y espejismos que se nos presentarán como conclusiones definitivas y llegar hasta las últimas consecuencias que se puedan extraer de la recuperación del pasado y su implicación en el presente.
El siglo XX dejó tras de sí un rastro de ruinas formado por las pilas de cadáveres de las víctimas de la Historia, que, por primera vez se hicieron visibles y reclamaron sus derechos. Después de la «monstruosidad» que supuso Auschwitz, las reflexiones acerca de la memoria histórica han pasado a tener una importancia crucial en el pensamiento filosófico y moral, pero las lecciones que debíamos extraer del recuerdo de las barbaries que jalonan este siglo -que nos dijeron traería el bienestar de la humanidad de la mano del progreso y nos dejó el horror multiplicado ad infinitum– han sido ignoradas o, al menos, desarticuladas y vaciadas de cualquier contenido práctico, puesto que esas enseñanzas suponían poner en cuestión las bases de nuestra sociedad, sacar a la luz las contradicciones entre los ideales de la Ilustración y el desarrollo de un progreso técnico y económico independiente de los seres humanos1.
La memoria se concibe como un imperativo moral que nos obliga no sólo a recordar los crímenes del pasado, sino, fundamentalmente, traerlos al presente para resarcir a las víctimas y evitar que puedan volver a repetirse esos hechos. Según Reyes Mate habría dos formas de entender la memoria: la de los políticos y filósofos, que quieren recordar para que la historia no se repita, y la de las víctimas, que entienden la memoria como un acto de justicia que debe resarcirlas de su dolor. «No es lo mismo recordar para que la historia no se repita, que para que se haga justicia: en el primer caso pensamos en nosotros mismos y, en el otro, en las víctimas.»2 Estas dos formas de entender la memoria son en realidad complementarias. Ambas entienden que la barbarie ha sido superada y que las implicaciones de la memoria corresponden al pasado -recordar y «compensar» a las víctimas- y al futuro -evitar la repetición de los crímenes-, pasando por alto que el presente que vivimos no es sino la consecuencia de ese pasado, el resultado de ese huracán que llamamos progreso3 y, por tanto, la repetición de la barbarie sigue teniendo lugar, al no haber sido eliminados los factores que la hicieron posible. La barbarie no es una excepción en la historia, sino la regla y, por tanto, el presente que vivimos hunde sus raíces en una inmensa fosa común en la que se encuentran los cadáveres de los vencidos, de los eternos perdedores que jamás han contado para la historia.
Nos encontramos ante una aparente contradicción. Por un lado tenemos la necesidad de recuperar la memoria del pasado como un requisito necesario para pasar página a un episodio trágico de la historia y continuar la vida, pero la recuperación de esa misma memoria tiene una consecuencia no deseada, especialmente para aquellos que detentan el poder, al mostrarnos como los pilares de la sociedad están construidos sobre ese sufrimiento que se trata de resarcir, puesto que no se puede hacer justicia a las víctimas sin eliminar las condiciones que las crean, por tanto, no se puede hablar de la recuperación de una memoria histórica y de resarcimiento a las víctimas sin cuestionar el tiempo homogéneo y vacío en el que se inscribe nuestra forma de entender el mundo, dominado por la idea de progreso, para la que el sufrimiento y la miseria de los seres humanos no son nada en relación a una serie de ideas independientes del ser humano, ya sean la economía, el progreso o la ideología. El dolor humano se supedita a los intereses de minorías o, peor aún, al desarrollo casi-autónomo del sistema.
La forma de resolver esa contradicción se lleva a cabo mediante la domesticación de la memoria. La memoria es vaciada de su contenido revolucionario, entendiendo éste en un sentido benjaminiano, como jetztzeit, tiempo-ahora que rompe el continuum de la historia y traslada al presente la tradición de los oprimidos4, haciéndoles regresar de la inmensa fosa común a la que les relegó la Historia para traer consigo sus reivindicaciones silenciadas y exigir del presente la auténtica realización de la historia, aquella que tenga en cuenta el sufrimiento de la humanidad, la realización, aquí y ahora, de una revolución que contenga las reivindicaciones de una humanidad libre, en la que el ser humano sea el auténtico sujeto de la historia y no un ente abstracto. Un proyecto revolucionario basado en un imperativo ético: devolver la dignidad a los olvidados de la historia, imperativo sin el cual no es posible hablar de libertad y justicia.
En ese sentido de «domesticación» de la memoria en tanto que desarticulación de su potencial emancipatorio, deben entenderse algunos de los fenómenos que están teniendo lugar en los últimos años en relación a la memoria de la II República, la guerra civil y el franquismo. La conmemoración de lo que supuso la experiencia republicana y el recuerdo de las víctimas del fascismo se enmarcan en un contexto político complejo en el que se halla en juego una reconfiguración del modelo de Estado y una refundación de la democracia española. Nos encontramos ante la «segunda transición» reclamada por buena parte de la izquierda5. En este contexto deben inscribirse tanto las iniciativas sociales para la recuperación de la «memoria histórica», como la profusión de publicaciones sobre la república y la guerra civil, los debates en los medios de comunicación de masas y las acciones políticas de la izquierda -en un primer momento desde el ámbito local para después ampliarse al autonómico y estatal- tendentes a resarcir a las víctimas del fascismo o a condenar -después de un silencio de dos décadas- al régimen criminal surgido de la guerra civil.
La institucionalización de la memoria es una forma de controlarla, de evitar cualquier discurso alternativo que cuestione la versión «oficial» construida por los historiadores, los medios de comunicación y los «gestores autorizados» de la memoria. Es una forma de silenciar y domesticar la memoria, que queda reducida a su versión espectacular: homenajes, actos institucionales, conmemoración de fechas clave, monumentos, etc. Aspectos necesarios para la recuperación de la memoria pero claramente insuficientes y además fácilmente controlables por el poder, el único que puede llevar a cabo estos proyectos6. La auténtica reivindicación de la memoria de aquellas personas, la de su lucha práctica, queda silenciada tras el muro de palabras, conscientemente vaciadas de cualquier contenido concreto: república, libertad, antifascismo, democracia,…
El objetivo es la utilización de la memoria de las víctimas para legitimar el presente, obviando las cuestiones molestas y reduciendo la memoria a una cuestión meramente simbólica. Así, la revolución obrera es silenciada y se nos muestra a las miles de personas que lucharon y murieron por ella como defensores de una democracia que se conecta con el actual régimen político. Con ello se matan dos pájaros de un tiro. En primer lugar se obvia que el régimen actual es la continuación directa de la Dictadura, resultado del pacto entre elites que adaptó las arcaicas estructuras del régimen franquista a las necesidades del nuevo capitalismo transnacional e integró en el mismo a los sectores «progresistas» de la burguesía excluidos durante cuarenta años de los ámbitos del poder. Además se borra el recuerdo de las realizaciones prácticas de una revolución proletaria que, a pesar de los innumerables errores que tuvo, constituye el ejemplo histórico más significativo de una alternativa al capitalismo, de una democracia directa en la que la gente empezaba a tener su propia vida en sus manos. La contrarrevolución estalinista que acabó, antes que llegasen las tropas de Franco, con esta experiencia revolucionaria es pasada por alto o reducida a las vicisitudes «normales» de la política partidista de la izquierda de la época, condenable, pero no muy diferente de la llevada a cabo por otros grupos políticos.
El ejemplo de la revolución española ha de estar presente en nuestra memoria, aunque el hecho de reivindicarla no impida que debamos insistir en sus limitaciones, como la de querer cambiar las estructuras sociales simplemente haciendo pasar los medios de producción de las manos de la burguesía a la de los obreros, sin cuestionar la alienación y desposesión que implicaban la misma existencia de esos medios de producción y de la propia civilización industrial. Pero el recuerdo de esa experiencia no es nada sin el recuerdo de las víctimas, de todas las víctimas de la barbarie, ya sean las del fascismo, las del gulag estalinista o las de las miles de personas que mueren cada día -en guerras fabricadas por intereses económicos, por la contaminación del medio y de las especies o por la violencia diaria ímplicita en nuestra forma de vida- víctimas de la sinrazón de un sistema que presume de racional. Debemos tener presente su sufrimiento y no perderlo jamás de vista, puesto que «sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos»7, sólo podremos alcanzar la libertad cuando levantemos la losa de la historia y dejemos salir de ella a los vencidos, a las víctimas de la historia, para que puedan reunirse con nosotros. Ése y sólo ése será el momento de la redención, de la revolución que permita al ángel de la historia poder sonreir al fin.