1. Entre la justicia y la venganza Miguel Izu 2. El partido del mal Jaume d’Urgell 3. La ofensiva reaccionaria del PP y la izquierda Jesús Sánchez 4. Tras la manifestación del PP: Recuperemos la calle frente a la derecha. Reconstruyamos desde la movilización el proceso de paz Declaración de Espacio Alternativo 1. Entre la […]
1. Entre la justicia y la venganza
Miguel Izu2. El partido del mal
Jaume d’Urgell3. La ofensiva reaccionaria del PP y la izquierda
Jesús Sánchez
4. Tras la manifestación del PP: Recuperemos la calle frente a la derecha. Reconstruyamos desde la movilización el proceso de paz
Declaración de Espacio Alternativo
1. Entre la justicia y la venganza
Miguel Izu
La forma más primitiva de justicia penal fue la venganza privada. Las víctimas de la ofensa (quienes sufrían la agresión, pero también sus familiares y miembros del mismo clan o tribu) se tomaban la justicia por su mano y devolvían mal por mal. La Ley del Talión fue en las sociedades primitivas el primer intento de poner límites a la venganza; ojo por ojo, y no más. Una muerte se debía vengar con otra, pero no con el asesinato de toda la familia o toda la tribu del ofensor.
Con el tiempo en las sociedades que consideramos civilizadas hemos convenido que la justicia, para merecer tal nombre, no puede pasar por esas prácticas. En primer lugar, hemos sustraído de las víctimas la facultad de castigar los delitos. Suponemos que la víctima está cegada por la pasión y por ello incapacitada para valorar adecuadamente su caso. Es la autoridad quien debe juzgar con imparcialidad a través de órganos judiciales revestidos de la suficiente lejanía respecto de ofensores y ofendidos como para poder, de verdad, ser justos. En segundo lugar, hemos ido alejándonos de la Ley del Talión y del criterio meramente retributivo de las penas. Ya no se trata de infligir al culpable un mal de la misma gravedad que el causado. Se trata sobre todo de prevenir la comisión de futuros delitos mediante el efecto disuasorio que tiene el castigo, y de evitar que el delincuente pueda seguir causando perjuicios. Estos propósitos son compatibles con la humanización de la pena y la prohibición de penas crueles. La pena debe ser proporcional al delito cometido, pero ya no según el principio del ojo por ojo sino de su eficacia para atajar la delincuencia. Un delito cruel ya no se castiga con una pena cruel; el delincuente también merece respeto de sus derechos.
A la larga, valoramos estas disposiciones en cuanto a la justicia penal como útiles y beneficiosas para conseguir una sociedad más pacífica y más justa. Sabemos que los países donde existe un sistema penal más humanitario son también los países con criminalidad más reducida. No obstante, siguen existiendo resistencias. Cuando la autoridad política se debilita resurge la venganza privada (sucedía en el Salvaje Oeste que conocemos a través del cine, sucede en países como Afganistán o Iraq donde el Estado no puede imponer su autoridad en una situación de guerra). En algunos casos la venganza privada se ha enquistado en las relaciones de determinados grupos sociales (en la Mafia, en grupos criminales donde se practica habitualmente el «ajuste de cuentas»). Y en todo caso, es frecuente que los ofendidos de un modo u otro por cualquier crimen se sientan arrebatados por el sentimiento de venganza y deseen los mayores males para los culpables.
En Europa, a diferencia de otras partes del mundo, hemos convenido que entre las penas crueles a desaparecer se hallan la pena de muerte y la cadena perpetua. Así ha quedado recogido en la Constitución española, que también acoge el principio de que las penas privativas de libertad deben estar orientadas hacia la reeducación y la reinserción social. Esto quiere decir que el destino final de todos los delincuentes, incluidos los más crueles e inhumanos, es salir a la calle en libertad una vez cumplida su condena (lo hicieron los responsables del 23-F, los del GAL, del GRAPO, muchos miembros de ETA, lo harán incluso algún día los autores del 11-M que están siendo juzgados ahora). Confiamos en que, si no todos, la mayoría de ellos no volverá a delinquir aunque sólo sea por evitar nuevas condenas.
En muchos casos la puesta en libertad de los culpables produce situaciones difíciles, nuevo sufrimiento para los ofendidos y quizás agravio por el desigual tratamiento de unos y otros hechos. Es un precio que la sociedad debe pagar en aras de contar con un sistema de justicia más civilizado. Una justicia imperfecta, que existe sólo como ideal, porque nunca pondrá remedio total al mal producido; los asesinados no vuelven a la vida, el dolor de sus allegados no desaparece, los efectos de delito casi siempre son irreversibles, la reparación siempre es parcial y escasa.
La pulsión por la venganza reaparece en estos casos. Es normal, humano y comprensible que entre las víctimas de ETA (algunas víctimas, nunca han sido un bloque homogéneo en pensamiento y sentimiento) y particularmente entre las víctimas de Iñaki De Juana cunda la indignación ante la reducción de su condena por el Tribunal Supremo, ante la perspectiva de que este terrorista sea puesto en libertad (que lo será antes o después) y ante su reclasificación al segundo grado y la atenuación del cumplimiento de su pena de prisión, una medida delicada de adoptar pero ajustada a la ley. Se trata de un personaje que se ha hecho particularmente repugnante por sus actos antes y después de ingresar en la cárcel. No sorprende que algunas personas más afectadas por el hecho manifiesten públicamente su dolor y su queja.
Lo que es menos normal es que se alimente no sólo la indignación y la protesta contra el Gobierno sino también el odio y el resentimiento desde un partido político que ha gobernado y que tiene legítimas pretensiones de volver a hacerlo, y que en el pasado tuvo que adoptar medidas similares. El PP debiera asumir una mayor responsabilidad para, no solamente no utilizar el terrorismo como instrumento de política partidista como se comprometió a hacer, sino también para contribuir a una pedagogía democrática no siempre fácil pero necesaria. Para en vez de infundir furia entre la ciudadanía ayudara a explicarle el funcionamiento, los límites y las servidumbres del Estado de Derecho. Para no sembrar la anacrónica idea de que las víctimas, además de derecho a la justicia, tienen derecho a ser los jueces. Para dar ejemplo de que en una sociedad democrática las instituciones no pueden actuar desde las vísceras sino desde la razón. Para no sacar más gente a la calle a protestar contra la política antiterrorista del Gobierno que contra el propio terrorismo. Para contribuir a entender que entre la venganza, inaceptable, y la justicia, inalcanzable del todo, sólo tenemos el recurso de la ley.
Hay demasiada gente que está aprovechando esta situación para sembrar odio. Muchas expresiones públicas de estos días van mucho más allá de la crítica política y se dirigen directamente a envenenar los corazones. Particularmente penoso es que tan a menudo se haga desde la radio donde la Conferencia Episcopal tiene participación mayoritaria y que tiene como uno de sus objetivos «orientar a la opinión pública con criterio cristiano» (¿dónde quedó aquello de amar a los enemigos, de poner la otra mejilla, de no juzgar para no ser juzgados y de perdonar hasta setenta veces siete?). Por desgracia el odio que se va extendiendo une a los terroristas con quienes dicen manifestarse contra el terrorismo. Todo terrorista actúa impulsado por el odio y produce más odio a su alrededor. Parece que en esto sí que ha tenido éxito el terrorismo; vivimos en una sociedad en riesgo de verse corroída por el resentimiento más sectario y más visceral. Donde cuando desaparezca el terrorismo, ojalá sea pronto, dejará una pesada herencia de discordia y rencor.
2. El partido del mal
Jaume d’Urgell
Supongamos que existiera un partido político que odiara tanto la Democracia, que aprovechara cualquier oportunidad para conculcar sus valores… forzando la redacción de una Carta Magna en la que el máximo mandatario no fuera elegido periódicamente por el pueblo… imaginemos un partido que no se organizara en base a criterios democráticos, sino que sus líderes fueran nombrados de modo arbitrario y sus decisiones estuvieran presididas por la opacidad, el pensamiento único, y un inconfesable equilibrio entre miedo y ambición. Un partido político cuya fundación enraizara con los herederos de quienes en su día tomaron el poder por las armas, en contra de la voluntad del pueblo expresada en las urnas.
Imaginemos un partido político que se negara a condenar un régimen dictatorial que llegó a encarcelar comunistas, republicanos, homosexuales; llegó a enviar tropas para defender el gobierno de Adolf Hitler; estigmatizaba a las madres solteras; realizó bombardeos aéreos sobre núcleos urbanos desprovistos de instalaciones de interés militar y llegó a prohibir el uso de las lenguas autóctonas… entre otros crímenes de lesa Humanidad.
Imaginemos que existiera un partido político que se dedicara a traficar con los sentimientos que rodean el fenómeno del terrorismo, con el fin principal de conseguir beneficios electorales. Un partido que empujara, retorciera y cosechara cada gota de lágrima de las pobres víctimas de la violencia política. Un partido que al mismo tiempo, truncara cualquier solución basada en la palabra y los votos y se dedicara a echar más leña al fuego, explotando los odios más viscerales de todas las partes en conflicto, mediante la unificación sincronizada de una interminable serie de discursos incendiarios de divulgarían sus portavoces, escritores, periodistas y tertulianos a través de los medios de comunicación de su área de influencia.
Imaginemos un partido político, que contara con el apoyo incondicional del ejército. Un ejército que haría las veces de osario ideológico para todo un elenco de dinosaurios -y descendientes. Un ejército que -como todos los ejércitos- tendría esquemas de organización feudal, en el que libertades fundamentales como el derecho de sindicación o reunión estarían prohibidas, y en el que una pequeña cúpula ultra-fascista dominaría una turba armada de mentes planas y hambrientas, a la que -como en la lejana Roma- se le prometerían obsequios como la ciudadanía -para los extranjeros-, o refugio para frikys, vagos y orates, y se organizaría en legiones.
Imaginemos un partido político que actuara con tibieza a la hora de investigar los casos de tortura y malos tratos que reiteradamente denuncian la Organización de las Naciones Unidas y Human Rights Watch, refiriéndose a España en sus respectivos informes anuales. Constituyéndose en un encubridor de facto -cuando no instigador.
Imaginemos la existencia de un partido político que cerrara periódicos. Un partido que criminalizara a otros partidos políticos. Un partido que se dedicara a aumentar resentimientos históricos entre los ciudadanos de los diferentes territorios sobre los que gobernara valiéndose de perjuicios étnicos, lingüísticos, jurídicos e incluso climatológicos…
Supongamos la existencia de un partido que defendiera los intereses de una pequeña elite empresarial, en detrimento de los de las clases trabajadoras; y que pese a la diferencia en número de interesados, se valiera los medios de comunicación de masas para crear la ilusión de que votar la opción que te perjudica, es bueno.
Imaginemos un partido político que valiéndose del miedo a lo desconocido; proporcionara pensamientos ya elaborados, para alimentar la mente de quienes no se toman el tiempo de hacerlo por si mismos, consiguiendo así cultivar semillas de odio contra lo diverso: odio contra quienes piensan de otro modo, odio contra quienes aman de otra forma, odio contra quienes son de fuera, contra quienes no son como nosotros, contra quienes no creen lo que hay que creer, contra quienes son inferiores, contra quienes sufren discapacidades, contra quienes perdieron una guerra…
Imaginemos un partido político que tuviera un credo oficial. Un partido que permitiera que los cónsules de una teocracia totalitaria extranjera, decidir sobre la continuidad laboral de una parte del profesorado español, al que se pagara con fondos públicos. Un partido que supeditara la tradición al progreso. Un partido para el que la mujer no estuviera en pie de igualdad con el hombre. Un partido político que se atreviera a legislar sobre la capacidad de las personas para decidir sobre su cuerpo.
Supongamos que ese partido político, fuera capaz de valerse de falsedades, para involucrarse en una orgía descontrolada de muerte y destrucción (guerra), yendo del lado de quienes poseyeran una brutal desproporción de medios y tecnología. Causando la completa destrucción de las infraestructuras de un país lejano, centenares de miles de asesinatos -entre ellos, periodistas y profesionales de la comunicación- y sumiendo a dicho pueblo en el caos y la miseria… con la única intención de conseguir mayores cotas de poder y rendimiento económico.
Imaginemos que existe un partido político que en el que la corrupción está bien vista, siempre que se lleve con cierto disimulo. Un partido en el que no dudarían en alterar el censo -por ejemplo, mediante la inclusión irregular de españoles emigrantes-, con tal de conseguir la permanencia en el poder.
Imaginemos un partido, para el que la conservación del Medio Natural, la investigación no-militar, la condonación de la deuda externa, las políticas de integración de inmigrantes, la lucha contra la violencia doméstica, la protección del arte o la cultura no representaran un asunto prioritario.
Imaginemos un partido político que fuera capaz de manipular los fantasmas de la desvertebración nacional o el ruido de sables, con el único propósito de fabricar contenidos para una oposición destructiva, basada en el alejamiento de la realidad, la negación de cualquier argumento ajeno y la mala educación.
En caso de existir un apartido político así, ¿qué nombre tendría?
3. La ofensiva reaccionaria del PP y la izquierda
Jesús Sánchez
No se descubre nada nuevo el constatar que el PP no aceptó nunca la pérdida del gobierno central como consecuencia fundamental de su decisión de embarcar a España en la sangrienta guerra de Irak, participación que provocó el atentado del fundamentalismo islamista en Madrid y que, al hacer concurrir tres graves responsabilidades del PP, le hicieron perder las elecciones. La primera deriva del hecho de corresponsabilizar a España en el inicio de una guerra cuyo sangriento desarrollo espanta a la mayoría de las conciencias; su segunda responsabilidad procede de la incapacidad de evitar el atentado del 11-M en Madrid, fruto de unas amenazas que se hacían extremas tras la decisión de participar en la guerra y para lo que existieron señales de alarma despreciadas por el gobierno del PP y que dejaba, así, a la población española frente a un alto riesgo de lo que terminó pasando desgraciadamente; la tercera responsabilidad, que colmó la paciencia y la conciencia ciudadana, es el tosco, obsceno y descarado intentó del gobierno popular de manipular la autoría del atentado desviándolo de la responsabilidad de los fundamentalistas islámicos a ETA intentando con ello no solo evitar las negativas consecuencias electorales, que se derivarían necesariamente de aprobarse su relación con la guerra de Irak, sino para manipular a su favor la opinión pública señalando la autoría de ETA, por muy irreal que fuese este argumento.
Embarcado en una deriva derechista ya en su etapa del gobierno, y cuyo origen es posiblemente anterior, la sorpresa por la pérdida del gobierno central agudizó tal deriva, en la que actualmente nos encontramos en uno de sus clímax con el caso De Juana.
Esta inclinación a posiciones francamente reaccionarias y la agresividad del discurso y actuación del PP inicialmente ha cogido de sorpresa prácticamente a todo el mundo y ha puesto al desnudo las carencias de la izquierda, entendida en sentido amplio, para reaccionar ante dicha ofensiva.
Quizá se pueda disculpar el asombro sorpresivo y paralizante de la izquierda en un principio porque el programa de gobierno desarrollado por el PSOE no supone en absoluto ni un mínimo peligro para las clases dominantes, y por lo tanto, la sobrereacción del PP, su estrategia de la tensión, aparece como un trueno en un cielo despejado.
El PSOE ha orientado su actuación gubernamental en aspectos que, incluso sin desmerecer su carácter «progresista» en muchos casos, es funcional a las clases dominantes. Sus ejes básicos han sido, de un lado, extender los derechos de ciudadanía a sectores que sufrían un déficit de esos derechos como los homosexuales, los inmigrantes o las mujeres; de otro, introducir un mayor grado de racionalidad en la articulación territorial del Estado con la reforma de los Estatutos de Autonomía; y, finalmente, explorar las posibilidades de alcanzar una desactivación del conflicto vasco y terminar definitivamente con el terrorismo etarra.
Por supuesto que hay más aspectos de su política con claroscuros: retirada de Irak, pero continuación de la presencia en Afganistán; Ley sobre la Dependencia, pero mantenimiento de las condiciones que posibilitan el enriquecimiento especulativo de una minoría bien situada, especialmente en el sector del ladrillo; regularización de inmigrantes, pero endurecimiento de las medidas para evitar más llegadas; Ley de la Memoria Histórica descafeinada o cesiones ante la Iglesia.
Pero no es el objetivo de este artículo analizar la política del gobierno socialista, sólo nos hemos parado en ella justamente para resaltar la ausencia absoluta en dicha política de elementos amenazantes para las clases dominantes. El crecimiento económico de un 4% en el 2006 o las ganancias extraordinarias en una bolsa desbocada son más elocuentes que cualquier otro argumento.
Por tanto, el PP no se embarca en una ofensiva histérica empujado por unas clases dominantes amenazadas como, por ejemplo, fue el caso de Chile con Allende, sino que autonomizándose del núcleo principal de la burguesía (financiera, industrial o comercial) emprende la ofensiva para recuperar el poder utilizando los más rancios valores reaccionarios y dirigiéndose sobre todo a la clase media y a otros sectores sociales con conciencia atrasada.
Se podría decir que en estos momentos el PP no actúa representando, al menos en los aspectos funcionales, los intereses de las clases dominantes para recuperar el poder, pues para ello está introduciendo cierta tensión e inquietud en el funcionamiento del sistema de dominación burgués. Nada nuevo tampoco, porque aunque las razones económicas puedan ser determinantes en muchas ocasiones, en otras, los aspectos ideológicos alcanzan cierta autonomía de actuación.
Efectivamente, el PP se ha lanzado a recuperar un rancio reaccionarismo que incluso ha hecho florecer la presencia de símbolos franquistas, agitando el peligro de la fractura de España (las acusaciones de cesiones en Cataluña para poder gobernar el PSOE, de cesiones a ETA para alcanzar la paz); de la pérdida de la identidad española (catolicismo, lengua exclusiva, etc.) con la llegada de inmigrantes; de la disolución de la sociedad (con el reconocimiento de los matrimonios entre parejas del mismo sexo); el aumento de la inseguridad ciudadana (achacada a la presencia de inmigrantes, etc.); y, por último, el caso que está llevando al actual climax, la cesión ante los chantajes de ETA.
Todos estos montajes y argumentos son mentiras y exageraciones que van cayendo una tras otra, pero lo importante es que son eficaces. El electorado del PP parece aceptar cínicamente que no había armas de destrucción masiva en Irak, con más de medio millón de muertos por medio en ese país y cerca de 200 en Madrid; y sigue siendo receptivo con el mismo cinismo al discurso de que no esta clara la autoría del 11-M; o que los cargos electos del PP acusados de corrupción son en realidad perseguidos políticos.
La eficacia del discurso popular deriva del apoyo que encuentra en un gran número de medios de comunicación privados. Esto de por sí no necesariamente tiene que significará tener ganada de antemano la guerra de la propaganda, el caso de Venezuela lo demuestra, allí también la inmensa mayoría de los medios de comunicación eran y son visceralmente antichavistas, pero una actitud decidida del gobierno bolivariano y las masas ha contrarrestado eficazmente esa desventaja. Sin embargo, en España no se ve esa actitud decidida ni por parte del gobierno, ni de la izquierda por contrarrestar dicha situación.
El segundo acierto estratégico del PP en su campaña ha sido sobre todo el éxito manipulador alcanzado con ciertas asociaciones de víctimas del terrorismo. Antes de encontrar este eficaz ariete ha tanteado otros con menos éxito propagandístico, pero con éxito práctico, al conseguir que el gobierno retrocediese luego de cada medida progresista tomada.
El tercer elemento de la estrategia del PP es cohesionar toda su ofensiva reaccionaria bajo un discurso nacionalista español para lo que busca la apropiación partidaria de ciertos símbolos del Estado español como la bandera y el himno, lo cual desde el punto de vista emocional puede serle muy eficaz de cara a los sectores sociales a los que se dirige. Este hecho expresa claramente que el terreno elegido por el PP para recuperar el poder no es el socioeconómico, el de una confrontación de clases -virtualmente inexistente ante la política socioeconómica del gobierno socialista, y la postración del movimiento obrero y la izquierda transformadora- sino el nacionalista, terreno en el que históricamente la derecha reaccionarias española se ha atrincherado y se ha hecho fuerte, para una vez alcanzado el poder desarrollar su programa. Insistimos, la derecha no intenta hacer frente a una amenaza inexistente para las clases dominantes, sino imponer un programa reaccionario frente a otro más «progresista» dentro del mismo sistema de dominación. Pero no por ello el asunto tiene menos gravedad para la sociedad y la izquierda.
Esta ofensiva del PP está dejando al descubierto las graves debilidades de la izquierda en general. El PSOE juega sus cartas a lo que parecen dos apuestas muy arriesgadas. La primera, la obtención de un encarrilamiento del proceso de paz en el País Vasco que lleve al fin de ETA; ésta parece ser su gran apuesta en la que hasta ahora no ha obtenido resultados y en la que, francamente, no se puede ser muy optimista. La segunda apuesta es la de la pasividad, confiando en que la estrategia de radicalización del PP termine asustando a las clases medias que den su apoyo a los socialistas en las elecciones. Estrategia errónea porque mientras el PP consiga mantener la tensión, la crispación y realizar grandes movilizaciones como hasta ahora puede cohesionar sus filas, ampliar su base de masas y desmoralizar a los sectores de la izquierda.
La parálisis de IU es más notable aún debido a su grave crisis interna que explica claramente Manuel Monereo en su artículo «Por una refundación republicana, democrático federal y socialista de Izquierda Unida». En una coyuntura como la actual puede ser la que pague el gran precio electoral, pues el temor del electorado de izquierdas a la ofensiva reaccionarias del PP puede llevarle a volcarse masivamente en el voto útil de apoyo al PSOE, como ya ha ocurrido en otras coyunturas.
La debilidad de la izquierda en el terreno de los medios de comunicación está siendo clamorosamente puesta en evidencia. Que medios de comunicación como EL PAÍS y la SER sean los puntales principales que contrarresten o atemperen a los portavoces del PP ya lo dice todo sobre la situación de la izquierda en este campo.
Para el PSOE posiblemente este hecho no sea problemático y acepte el precio de esta dependencia porque su programa nunca va a exceder los límites aceptables para el grupo PRISA, pero para el resto de la izquierda es un recordatorio claro de que esta situación es un elemento de gran importancia para mantenerla en la marginalidad, aunque se dotase de un programa y una organización coherente y cohesionada.
El PP se ha inclinado por dar la batalla por el poder recurriendo a valores reaccionarios, apostando por el discurso de la desigualdad social, de la exclusión, de la negación de los derechos de las minorías, del centralismo, del autoritarismo, del rechazo de la tolerancia y el diálogo; agitando para ello peligros inexistentes que generen temores en la sociedad por un supuesto crecimiento del caos, ante lo que ellos se presentan como la alternativa restauradora del orden. Un discurso ideológico de una derecha reaccionaria ya conocido en la historia y con una agresividad que ha descolocado a muchos.
Y mientras, la izquierda no parece reaccionar.
4. Tras la manifestación del PP: Recuperemos la calle frente a la derecha. Reconstruyamos desde la movilización el proceso de paz
Declaración de Espacio Alternativo
La manifestación celebrada el sábado 10 de marzo por el PP, utilizando como pretexto la prisión atenuada concedida a Iñaki de Juana, ha sido una demostración de fuerza de una derecha en plena tensión movilizadora que sigue apostando por la derrota total no sólo de ETA y la izquierda abertzale sino del nacionalismo vasco en general. Una clara prueba de esto último ha sido la reafirmación en esa jornada de un nacionalismo español excluyente y beligerante, pese a que en esta ocasión ha tenido que pedir discreción en la exhibición de su simbología a esa extrema derecha que sigue creciendo a su sombra. Es por esa vía por la que parece que el PP esperar recuperar el gobierno en las próximas elecciones generales.
Pero en los avances de esa derecha tiene mucho que ver la actuación de un gobierno que, pese a haber expresado en el pasado su voluntad de abrir un proceso de paz, no ha dejado de hacer concesiones a las presiones procedentes de esa misma derecha y de los medios que la apoyan. Un triste ejemplo de ello ha sido precisamente su comportamiento con Iñaki de Juana, ya que en este caso fue el anterior ministro de Justicia quien modificando la legislación vigente favoreció una condena a ese preso de 13 años por un mero delito de opinión que finalmente fue reducida a 3 años por el Tribunal Supremo. Fue esa vulneración a las reglas básicas de un tan proclamado como cuestionado Estado de derecho la que luego ha ido dando alas a la intoxicación mediática ante la legítima huelga de hambre de Iñaki de Juana frente a esa condena injusta. La medida extrema adoptada ahora para evitar su muerte se habría hecho innecesaria si no se hubiera cometido entonces aquel grave error. Lo mismo se puede sostener respecto a una Ley de Partidos, consensuada por los dos grandes partidos bajo la etapa de Aznar, que sin embargo el gobierno de Zapatero no se atrevió a derogar y que hoy se pretende convertir en obstáculo insuperable para que la izquierda abertzale pueda presentarse a las próximas elecciones.
Ha sido esa distancia entre la retórica dialogante y su ausencia de concreción en medidas prácticas la que ha presidido el período de «alto el fuego permanente», roto trágicamente por ETA el pasado 30 de diciembre en Barajas; hasta el punto que ahora el gobierno sigue jactándose de no haber hecho nada durante todo este tiempo en comparación con lo que hicieron los gobiernos de Aznar en relación con los presos de ETA.
Pero, además, el gobierno ha renunciado en todo este período a movilizar a las gentes partidarias del proceso de paz para contrarrestar la ofensiva de la derecha. Tampoco las fuerzas políticas a su izquierda han estado a la altura de ese desafío, limitándose a ser meros apoyos parlamentarios y escasamente críticos de su parálisis creciente. Sólo desde diversas plataformas y redes ciudadanas han surgido iniciativas que, más allá de Euskadi (en donde este sábado 10 ha habido otra manifestación masiva en protesta contra otra aberración jurídica, la del macro-sumario 18/98), no han encontrado todavía un amplio eco ciudadano. Urge, por tanto, la removilización social desde la izquierda con el fin de impedir que en este nuevo pulso la derecha consiga del gobierno y de su partido nuevas renuncias no sólo respecto al conflicto vasco sino también en proyectos de ley como el de la «memoria histórica». Porque lo que está en juego no es el resultado de las próximas elecciones sino el futuro de una democracia y unas libertades y derechos básicos cada vez más amenazados y recortados.