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La estatua de Franco

Fuentes: Rebelión

A algunos se los considera grandes porque también se cuenta el pedestal Séneca Lucía el general tan gallardo y pinturero con su caballo de pega y algunas flores perpetuas hasta que, con nocturnidad, fuerza pública y grúas, llegaron unos señores y quitaron la estatua (dejando el enorme pedestal) ante el regocijo de los mismos (quizá […]

A algunos se los considera grandes porque también se cuenta el pedestal
Séneca

Lucía el general tan gallardo y pinturero con su caballo de pega y algunas flores perpetuas hasta que, con nocturnidad, fuerza pública y grúas, llegaron unos señores y quitaron la estatua (dejando el enorme pedestal) ante el regocijo de los mismos (quizá algunos menos) que habían desfilado llorosos años atrás ante su tumba. Así se escribe la historia en las sociedades sin política. A golpe de titular y campañas de mercadotecnia. El general, sin desmontarse de la bestia gris, cabalgó por las avenidas madrileñas a lomos de una articulada plataforma hasta unos recónditos almacenes donde, imaginamos, reposará el sueño del polvo. Ante la indiferencia general y el incandescente rumor de los nacional-católicos, el PSOE ha retirado una emblemática estatua de Franco. Nada como hacer cosas sencillas y que luzcan. Las palomas de la zona, descontentas sin el viejo asidero, han denunciado los hechos al defensor del pueblo.

Las hordas de la rancia derecha, los cristofascistas que ahora persiguen a Haro Tecglen con saña y dentellada, han puesto el grito en el cielo de sus tronos y potestades reclamando un nuevo golpe -ya dieron uno en 1936-, exigiendo la reparación de los daños morales (los que sean) o la retirada de la vecina estatua de Largo Caballero. El caso es decir algo. Estos extremistas, neocons y demás ralea de procesiones y ostias benditas, vomitan improperios que si no dieran miedo -conocemos su histórico proceder criminal cuando la situación se pone tensa- sólo producirían risa. La derecha española anda a la deriva a medio camino entre la reconversión ideológica industrial (Gallardón y Piqué al frente del negociado renovador) y los chicos y chicas del 11M y de las JONS (Aznar, Zaplana, Acebes y Aguirre, entre otros) oficiando don Rajoy de triste amanuense. La derecha española, agitada por una caterva de provocadores radiofónicos -vuelve Queipo, todo vuelve- avanza con el cuchillo entre los dientes. Tienen algo de africanistas. Cualquier día de estos llegará un nuevo caudillo unificador. Ellos, criaturas, siguen esperando al mesías. Aznar, por lo que se ve, era demasiado blando.

Los barros y los lodos de la transición esconden el aroma de la guerra. Las fuerzas políticas progresistas (sic), tocadas por el interés de la amnesia, cerraron las heridas con repartos y prebendas organizando una nueva reconquista disfrazada de eternos valores patrios y democráticos. Como sabemos, las gentes de orden ganaron la guerra. Más trágico resulta reconocer que, ya puestos, también concibieron la forma de la ejemplar transición. En realidad no sabemos bien de qué se quejan. Esta visto que su ambición no conoce límites. Hemos alcanzado -como el caudillo pretendía- una sociedad sin política, sufrimos un estado de mercado y la precariedad es norma de derecho común. La sociedad está destrozada (quizá para siempre) y la izquierda -lo que queda- carece de cimientos sociales e intelectuales para reconstruir una formación de combate.

En algún sótano de Madrid, escoltada por yugos y flechas, descansa ya la estatua del general. El inmóvil jamelgo, harto de posar para la posteridad, ha pedido la jubilación anticipada. Cuentan las ratas que Francisco Franco, ofendido ante este acto de rebeldía administrativa, explicaba al incrédulo cuadrúpedo que lo que parecían excrementos de las palomas eran, en realidad, nuevas condecoraciones, reconocimientos póstumos a sus méritos. Medallas concedidas por su católico Bono, quizá el ministro más popular desde los tiempos de Girón y Solís. El caballo, ausente, seguía pegando pólizas.