Decía Ortega, aconsejando a un joven argentino que estudiaba Filosofía: «nada urge tanto en Sudamérica como una general estrangulación del énfasis». Y agregaba: «¿cómo confiar en gente enfática?» Creo que esta observación puede extenderse a España; algo de cierto hay en el tópico que atribuye cierta hipertrofia afectiva al carácter latino en general. No es […]
Decía Ortega, aconsejando a un joven argentino que estudiaba Filosofía: «nada urge tanto en Sudamérica como una general estrangulación del énfasis». Y agregaba: «¿cómo confiar en gente enfática?» Creo que esta observación puede extenderse a España; algo de cierto hay en el tópico que atribuye cierta hipertrofia afectiva al carácter latino en general. No es casual que nuestro país ocupe uno de los primeros lugares entre los más ruidosos del mundo.
La exageración siempre gana: se pueden rebatir algunas opiniones oponiéndoles otras, relativizando su alcance o mostrando los errores en la argumentación. Pero no hay razonamiento capaz de oponerse al énfasis: cuando ante un discurso apocalíptico oponemos un modesto: «no es para tanto», la respuesta resulta incuestionable: «¡¿cómo que no es para tanto?!». Y ahí acaba la discusión. Porque aun cuando el contenido de muchas exageraciones sea verdadero, el énfasis las inviste de un carácter absoluto que no admite matices ni dudas razonables. Y si es falso, su debilidad se cubre con la intensidad emotiva del discurso. Ante esa desmesura afectiva solo cabe el silencio. Por eso es mucho más fácil desmentir un error que una verdad hipertrofiada.
El actual conflicto con el independentismo catalán resulta un buen ejemplo de este uso del lenguaje. Un conflicto que en su modesta realidad solo reside en el deseo de una parte del pueblo catalán por emanciparse políticamente del Estado español, en la creencia de que un mejor nivel de vida podría lograrse con instituciones gestionadas por ellos mismos, se transforma en «liberarse de la dominación de un Estado opresor», «afirmar nuestra propia identidad como pueblo sojuzgado», «recuperar la libertad que nos ha quitado la dictadura». Se convierte así una cuestión de competencias políticas concretas en una aventura épica, decorada con el uso de palabras que han sido usadas en luchas, esas sí, en las que estaba en juego la supervivencia y la dignidad de mucha gente, como la opresión del pueblo palestino o las dictaduras latinoamericanas. Quienes han sufrido realmente opresiones y dictaduras probablemente se indignarían al escucharlas en boca de quienes las utilizan donde lo único que está en juego son sus discutibles preferencias políticas.
No menos épica ha sido la respuesta de los poderes del Estado, reforzando así la jerga independentista. El gobierno, después de una inútil exhibición de violencia durante el simulacro de referéndum ha dejado el problema en manos del poder judicial, renunciando a cualquier medida política. Y el poder judicial, de quien se podía esperar cierta ponderación, ha utilizado los tipos delictivos máximos y la medidas cautelares más duras que le permite la ley: la prisión provisional se ha utilizado discrecionalmente y los alborotos callejeros se han calificado de terrorismo, ambas cosas contra la opinión de muchos juristas insospechables de veleidades independentistas, y de políticos como el mismo Felipe González. Criticar estas desmesuras no implica, por supuesto, apostar por una postura pretendidamente «imparcial» ni negar el carácter delictivo de muchas de esas actividades. Creo que la aventura independentista carece de sentido en una Europa en la cual los Estados constituyen el único espacio en el cual la voluntad política de los ciudadanos puede tener alguna influencia. Debilitando los Estados solo se consigue facilitar el imperio de poderes que tienen en el anonimato una influencia que nadie les ha concedido. Y a quienes todavía creemos en la democracia nos resulta difícil comprender cómo fuerzas que se proclaman de izquierda prefieren dedicar sus energías a construir su propia parroquia, aprovechando un nivel de vida superior al del resto de España y apoyando a partidos de derechas con un historial al menos dudoso, antes que intentar racionalizar los Estados en los que viven, olvidando una larga tradición de internacionalismo y solidaridad entre fuerzas de izquierda.
La condición para que pueda abordarse el problema catalán pasa por esa «general estrangulación del énfasis» que reclamaba Ortega. La elección de un gobierno catalán «normal», renunciando a escenificaciones, gestos heroicos y candidatos imposibles sería la condición necesaria para que la discusión política pudiera hacerse oír entre el ruido de las sentencias judiciales y las proclamas apocalípticas. Y esto haría posible explorar una posibilidad que si se hubiera explorado hace algunos años quizás nos hubiera ahorrado parte de estos sinsabores: abrir una discusión pública sobre una reforma constitucional que convierta la confusa legislación autonómica actual en un Estado federal con competencias claras. Seguramente los resultados de este debate no serían compartidos por todos -y mucho menos por todos los políticos- pero su alcance público y universal haría posible una participación de los ciudadanos para discutir muchos mitos y creencias, sacando así la discusión de los despachos y sedes de partidos en los que ahora está encerrado. Porque la fractura entre catalanes no ha sido la consecuencia de un debate de ideas entre los ciudadanos sino de la resurrección de viejos fantasmas emotivos agitados por políticos oportunistas que vieron en una simplificación de la historia la oportunidad de conseguir el poder a bajo coste y pasar página de corruptelas partidarias, mientras el gobierno central los ayudaba con su inacción y se limitaba a oponerles otro nacionalismo trasnochado. Solo así se explica que el apoyo a la independencia de Cataluña haya pasado en unos pocos años de poco más del 20% a un 48%, sin que hayan mediado más que la eternas discusiones sobre algunas competencias autonómicas entre políticos.
El problema de la secesión de Cataluña es en sí mismo un problema importante: los efectos de una eventual independencia de España son difíciles de prever, aunque sin duda esta separación provocaría consecuencias significativas en ambas partes. Pero lo que convierte esta cuestión en un problema de difícil solución es el protagonismo que han tomado los sentimientos en la argumentación del conflicto. Los sentimientos no se discuten, se tienen o no. ¿Quién puede aducir razones para cuestionar el apego que una persona siente hacia su tierra, sus costumbres, su lengua, sus comidas? Y en este caso estos sentimientos juegan un papel mucho más importante que las razones que se aducen para justificar una u otra postura, hasta el punto de que las razones constituyen muchas veces una justificación artificial de esas emociones primarias. Emociones sin duda legítimas y hasta necesarias para echar raíces en la cultura en la que a cada uno le ha tocado vivir: el desarraigo no constituye una señal de libertad y los vínculos con nuestro entorno proporcionan un sentimiento de pertenencia que contribuye a la estabilidad emocional. Pero cuando esos sentimientos se convierten en la única fuente de argumentación y se comienzan a extraer de ellos arbitrariamente consecuencias políticas, económicas y hasta militares, hay que echarse a temblar. Decía Cánovas del Castillo: «con la Patria se está, con razón o sin ella». Es decir que, para él, el patriotismo exige el sacrificio de la única facultad que tenemos en común con los demás seres humanos para alcanzar acuerdos razonables. Y así nos va. Ortega tenía razón: el enemigo es el énfasis.
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