«No soy un artista revolucionario: no busco la exaltación, con el fervor me basta», decía Braque. Pero el arte y la literatura son metalenguajes: su irrenunciable propósito es el de ir más allá de los significados establecidos y decir más de lo que dicen las imágenes o las palabras en sí mismas; por lo tanto, […]
«No soy un artista revolucionario: no busco la exaltación, con el fervor me basta», decía Braque. Pero el arte y la literatura son metalenguajes: su irrenunciable propósito es el de ir más allá de los significados establecidos y decir más de lo que dicen las imágenes o las palabras en sí mismas; por lo tanto, los grandes artistas siempre son transformadores (es decir, potencialmente revolucionarios), aunque no lo sepan o incluso lo nieguen (y, de hecho, la obra de Braque es una clara negación de su negación de la exaltación). El fervor (entendido como celo y entusiasmo) es el medio imprescindible; pero la exaltación es el fin, la culminación del arte, y aparece como propiedad emergente del lenguaje artístico, de la expresión misma, de la «forma».
Por eso, formalmente, la ciencia es lo contrario del arte y la literatura, no porque no busque la exaltación, sino porque en la ciencia la exaltación no está ni puede estar en el discurso. A diferencia del lenguaje poético, el lenguaje científico busca la máxima literalidad, no quiere decir más (ni menos) de lo que dice textualmente: evita las ambigüedades y las polisemias, intenta reducir todo lo posible las connotaciones y los sentidos figurados, renuncia a la retórica. Y el marxismo, para merecer el nombre de «socialismo científico», tiene que renunciar a la retórica con el mismo fervor (celo y entusiasmo) con que lo hacen las matemáticas, el idioma universal de todas las ciencias dignas de ese nombre.
En este sentido, hay que agradecerle a Heinz Dieterich sus reiterados esfuerzos por llevar el discurso político (y politológico) al terreno científico en el que lo situaron Marx y Engels, y del que muchos de sus supuestos seguidores lo han ido alejando de forma sistemática (y sistémica). Podemos estar más o menos de acuerdo con los análisis concretos de Dieterich, pero la oportunidad de sus consideraciones generales es incuestionable. Escribo esto a raíz de su reciente artículo La disyuntiva de Cuba: capitalismo o nuevo socialismo (Rebelión, 17-3-06), en el que airea importantes cuestiones que, por abstrusas o incómodas, tendemos a olvidar.
Para empezar por el principio, he de decir que no estoy muy de acuerdo con el título. No creo que Cuba se enfrente realmente a la disyuntiva «capitalismo o nuevo socialismo», entre otras cosas porque no creo que el capitalismo tenga tanto futuro como para seguir absorbiendo los proyectos que lo niegan; no, al menos, cuando estos proyectos son tan vigorosos y persistentes como la revolución cubana. Y, por otra parte, la expresión «nuevo socialismo» me parece un tanto equívoca, en la medida en que el socialismo es un proceso (el propio Dieterich insiste en ello), una renovación continua, no un modelo que, al envejecer, se sustituye por otro «nuevo». Pero el contenido del artículo va mucho más allá de lo que sugiere el título, y aunque poda parecer exagerada su conclusión-amenaza final (la posibilidad, a mi entender muy remota, de que Cuba siga el camino de la URSS y la RDA), habría que tomar buena nota de sus advertencias.
Porque, en última instancia, lo que muy oportunamente replantea Dieterich es el viejo conflicto entre metafísica y dialéctica, entre dogma y ciencia. Un conflicto que el llamado «socialismo real» no solo no ha superado nunca, sino que ni siquiera ha abordado debidamente, unas veces por falta de capacidad y otras por falta de voluntad. El problema fue señalado en los años sesenta y setenta por algunos pensadores muy populares en su momento y hoy injustamente olvidados, como Herbert Marcuse y Robert Haveman; pero cuando los movimientos estudiantiles y la «contracultura» fueron digeridos (sin demasiadas dificultades) por la posmodernidad, el neoliberalismo y la socialdemocracia, el debate cayó en el olvido antes de haber tenido lugar.
Por eso me parece especialmente oportuno que el artículo de Dieterich empiece señalando «la mediocridad de las ciencias sociales y de la filosofía en los países del socialismo histórico», una mediocridad que es consecuencia directa de la ideologización del pensamiento, es decir, de la sustitución de la dialéctica por un dogmatismo legitimador de determinadas estructuras de poder (el estalinismo sería el ejemplo más claro de esta suplantación, pero no el único). Esto explicaría, según Dieterich, por qué «en las últimas décadas no se han desarrollado paradigmas científico-revolucionarios de importancia en los países socialistas», estimación con la que estoy básicamente de acuerdo (cf. mi artículo Cambio de paradigma, Rebelión, 3-3-04) y a la que quisiera añadir algunas consideraciones.
Habría que empezar señalando que el problema no es solo de los países socialistas: la filosofía lleva mucho tiempo estancada, o cuando menos constreñida, limitándose a reflexionar sobre cuestiones lingüísticas, sin duda importantísimas, pero no más que otras que los filósofos actuales no abordan por falta de valor o de competencia (y también, en buena medida, porque hasta ahora la filosofía, como casi todo, ha sido un coto exclusivo de los varones, y la clase emergente, la más genuina clase revolucionaria, la constituyen las mujeres). Hegel fue el último gran filósofo occidental (sin contar a Marx y a Engels, que son metafilósofos) porque fue el último capaz de comprender la ciencia de su tiempo; tras la revolución epistemológica de la relatividad y la mecánica cuántica, los filósofos de oficio corrieron a esconderse bajo las faldas de mamá lengua, y no parecen dispuestos a salir de ahí.
El problema, pues, no es solo de los países socialistas, aunque resulta especialmente preocupante que también en ellos la dialéctica haya sido arrumbada por la retórica. Y, en este sentido, no creo que sea la corrupción, como se viene diciendo últimamente, el mayor enemigo interno de la revolución cubana (comparada con la corrupción capitalista, la cubana no es más que venial corruptela), sino el debilitamiento dialéctico, la merma de la capacidad crítica y transformadora del lenguaje político, que apunta peligrosamente hacia lo que Marcuse llama la «clausura del universo de discurso». Un par de ejemplos anecdóticos, pero en mi opinión significativos, tal vez ayuden a comprender lo que quiero decir.
Desde hace algún tiempo, circula por Cuba la frase «Fidel es insustituible pero no imprescindible». A primera vista puede parecer una frase elogiosa, y, de hecho, se la he oído decir a personas poco sospechosas de anticastrismo; sin embargo, equivale a afirmar que la función desempeñada por Fidel es meramente accesoria u ornamental. Si voy en automóvil y no llevo rueda de repuesto, las cuatro ruedas son imprescindibles precisamente porque son a la vez necesarias e insustituibles; si llevara rueda de repuesto, seguirían siendo necesarias, pero no imprescindibles, porque ahora serían sustituibles. Viceversa: si una pieza es insustituible pero no imprescindible para el funcionamiento del automóvil (no es frecuente, por ejemplo, llevar una antena de repuesto: si se rompe no puedo sustituirla, pero el viaje prosigue sin problemas), es porque no cumple una función necesaria. Lo cierto, en el caso de Fidel, es justo lo contrario de lo que textualmente afirma la citada frase: su función es imprescindible, pero otros podrían realizarla igual o mejor que él, y por tanto no es insustituible (salvo en el sentido obvio de que todos los seres humanos son únicos e irrepetibles). Pero esta formulación, aunque más precisa, suena menos épica, menos hagiográfica, y algunos prefieren la retórica a la precisión; grave error: un gobernante, por bueno y amado que sea, tiene que ser objeto de fervorosa crítica, más que de exaltación literaria. Un psicoanalista diría que la frase «Fidel es insustituible pero no imprescindible» es un típico desliz freudiano (expresión del deseo inconsciente de castrar al padre); en cualquier caso, es un ejemplo de las incongruencias a las que suele dar lugar la retorización del discurso político.
Otra frase hecha que repiten a menudo los hagiógrafos del castrismo es que Fidel está a la vez en el poder y en la oposición. Es de suponer que quienes esto dicen quieren elogiar la capacidad autocrítica de Fidel y la valentía con la que a menudo reconoce públicamente sus errores; pero deberían darse cuenta de que decir que un gobernante encarna a la vez el poder y la oposición equivale a llamarlo dictador.
Los artitas revolucionarios buscan la exaltación; o la encuentran sin buscarla, como Braque (o como Picasso, que solía decir: «Yo no busco, encuentro»). Pero los pensadores revolucionarios (o sea, los escritores y oradores revolucionarios, pues, como decía Goethe, el pensamiento que no se convierte en palabra es un pensamiento fallido, del mismo modo que la palabra que no se convierte en acción es una palabra fallida) deben evitar la retórica de la exaltación (y la exaltación de la retórica) en su discurso si quieren darle el necesario rigor científico, si quieren defender con fervor la irrenunciable causa de la verdad.