El lenguaje es cavernario y falaz. «Cuba -dicen- está soportando una feroz y dolorosa dictadura que mantiene al país en la miseria». El maniqueísmo panfletario se hace ostensible: «La elección está, sencillamente, entre democracia o totalitarismo». El fariseísmo salta a la vista: «¡No los dejemos solos!». Con tales gastados y menguados bemoles se presentó hace […]
El lenguaje es cavernario y falaz. «Cuba -dicen- está soportando una feroz y dolorosa dictadura que mantiene al país en la miseria». El maniqueísmo panfletario se hace ostensible: «La elección está, sencillamente, entre democracia o totalitarismo». El fariseísmo salta a la vista: «¡No los dejemos solos!».
Con tales gastados y menguados bemoles se presentó hace pocos días una llamada Plataforma de Españoles por la Democratización de Cuba. En una de las respuestas que desde este lado del mundo se dio a ese pronunciamiento se habló de cómo este responde a «una para nada casual concertación entre determinados medios de comunicación y distintas iniciativas neocoloniales e injerencistas».
Tampoco es casual el contexto en el que apareció: las jornadas previas a la Cumbre Unión Europea-América Latina y Caribe, efectuada en Madrid, y cuando se acerca la recta final de la presencia de España a la cabeza de la Presidencia rotativa de la UE, un marco en el que el gobierno de la Moncloa ha mostrado la intención de promover una nueva política del bloque hacia Cuba, que deje atrás la obsoleta y desacreditada «posición común», impuesta a Europa por Aznar para rendir obsecuente pleitesía a sus idolatrados yankis.
Ante la alharaca de varios de los más influyentes medios y agencias de noticias españoles, que desde inicios de este año han recrudecido sus dicterios contra la isla, y sabiendo cómo funcionan muchas veces estas convocatorias -el reclutamiento telefónico intempestivo, el cuerdazo emocional, y el alineamiento automático de quienes responden a los intereses de las mismas corporaciones de la industria cultural-, es muy posible que algunos se hayan visto arrastrados a refrendar un documento carente del más mínimo argumento.
Concediéndoles el beneficio de la duda, Silvio Rodríguez, escribió este juicio en un artículo que remitió a la dirección del diario madrileño El País, la cual, en el acuse de recibo, le recordó que «están en su derecho de cambiar y reducir artículos no solicitados». Dijo Silvio: «Nuestra larga experiencia en ‘propuestas’ foráneas nos dice que esta acción no es más que un nuevo artilugio para obligarnos a hacer lo que otros consideran que debemos hacer. Partiendo de que se trata de personas bien intencionadas, no sé cómo no entienden la ofensa de pretender que nos volvamos como ellos, con las reservas que despiertan esas democracias de banqueros ladrones y ejércitos ocupantes. (…) Es triste ver lo poco que les interesa profundizar en la realidad cubana, cuando sus conclusiones son las mismas que las de los peores enemigos de nuestra dignidad».
Sin embargo, a ciertos personajes los conocemos de memoria. Hay quienes alientan la campaña anticubana con plena conciencia y no se perderían por nada del mundo la oportunidad de figurar a la cabeza de una causa innoble. Ahí está el inefable Mario Vargas Llosa, que un buen día se descubrió a sí mismo como vocero del neoliberalismo, después de haber coqueteado con la izquierda, y otro día se descubrió como español después de haber sido rechazado en las urnas por la mayoría de los ciudadanos peruanos.
Tiene razón el escritor chileno Arturo Alejandro Muñoz cuando recuerda, en el caso de Vargas Llosa, cómo «toda persona reconvertida a una nueva fe, resulta ser definitivamente más dura e intransigente en la defensa de su nuevo estado que los propios mentores que le llevaron a él». De ahí que no sea de extrañar que emborrone decenas de cuartillas al año para atacar a Chávez, Correa y Evo. Resulta totalmente incongruente que alguien capaz de haber escrito novelas como La ciudad y los perros y La guerra del fin del mundo defienda a capa y espada una frase acuñada por un economista norteamericano de filiación fascista: «El subdesarrollo es una enfermedad mental».
Idéntico y triste sayo viste Jorge Semprún, novelista español que escribe en francés y que lleva sobre sí el peso de ser un ex. Ex luchador de la resistencia antifascista francesa, ex prisionero del campo de concentración de Buchenwald, ex dirigente del Partido Comunista Español, ex ministro de Cultura, desde hace décadas sufre de regresión histórica y amnesia ideológica.
Ahí está el no menos inefable J.J. Armas Marcelo, periodista y escritor español largamente obsesionado con una Cuba a la que imagina como un enclave neocolonial a la medida de sus deseos.
Está también, no faltara más, la periodista y escritora Rosa Montero, a quien la onda anticubana no le viene de ahora, sino desde hace varios años. Por ejemplo, en el 2008 se mostró orgullosa de compartir una tribuna contra la Revolución cubana con el terrorista Carlos Alberto Montaner, la política del Partido Popular, Esperanza Aguirre y un representante de la Embajada de Estados Unidos en Madrid.
Desde aquí sabemos que esas voces no representan a España. Los jóvenes escritores y artistas cubanos reconocieron «el esencial aporte de la cultura de los pueblos de España» y asumieron «la ética de la España republicana y antifascista». Fue emocionante escuchar a Aitana Alberti, la hija del gran Rafael, leer el mensaje del Festival Internacional de Poesía de La Habana en el que se dice: «Cuba no es sólo un nombre bajo el dedo acusador. Cuba es una cultura, una ética, una historia, una identidad resistente, una mística nacida de la poesía y de la imaginación. Esta que algunos pretenden que nos agreda, no es la España que hemos querido y admirado siempre: La España de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado y de León Felipe; la de Federico García Lorca, Rafael Alberti y Miguel Hernández; la de María Teresa León y María Zambrano, la de Pablo Casals y Pablo Picasso, la España de intelectuales y artistas contemporáneos siempre fraternos, la de innumerables amigos que nos acompañan día a día con su solidaridad».
Estos promotores de una «plataforma» condenada al hundimiento no harán variar ni un ápice la defensa de nuestros principios ni la irreductible voluntad de la sociedad cubana de perfeccionar nuestro socialismo.