«No me gustan sus negocios de moda, señor. Y no me gustan esas drogas que nos mantienen delgados. No me gusta lo que le ha sucedido a mi hermana. Primero tomaremos Manhattan, luego Berlín». La canción «First we take Manhattan», que Leonard Cohen dedicó al distrito más conocido de Nueva York, también da título a […]
«No me gustan sus negocios de moda, señor. Y no me gustan esas drogas que nos mantienen delgados. No me gusta lo que le ha sucedido a mi hermana. Primero tomaremos Manhattan, luego Berlín». La canción «First we take Manhattan», que Leonard Cohen dedicó al distrito más conocido de Nueva York, también da título a libros. En «First we take Manhattan (se vende ciudad). La destrucción creativa de las ciudades» (Catarata, 2016) un sociólogo, Daniel Sorando, y un arquitecto, Álvaro Ardura, proponen un largo paseo por diferentes barrios de Europa y Estados Unidos donde se han materializado procesos de «gentrificación». Recorren Soho (Nueva York), Beleville (París), Southwark (Londres) o Kreuzberg (Berlín), pero también la calle del Desengaño en Malasaña (Madrid), el barrio de La Magdalena (Zaragoza), El Cabanyal (Valencia) y la Rambla del Raval (Barcelona).
En el viaje por los citados espacios urbanos los autores constatan las fases del proceso de «gentrificación»: abandono, estigma, regeneración, mercantilización y, en muchos casos, resistencias. Los tiempos han cambiado, por esta razón, «ya no hace falta dar cargas de caballería contra las barricadas de la Comuna de París, ni bombardear la ciudad; en esta ciudad del conocimiento y del endeudamiento, las batallas se diseñan en las oficinas a manos de los estrategas de las empresas (…)», afirma en la introducción el catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, Jesús Leal.
Ruth Glass hizo uso por primera vez del término «gentrificación» en 1964. El concepto remitía a la «gentry», la pequeña nobleza rural británica. El sociólogo señalaba de ese modo la llegada de familias de clase media -que en muchas ocasiones retornaban de los suburbios-, a los barrios tradicionalmente de clase obrera en el centro de Londres. Estos hogares recién llegados promovían actuaciones de rehabilitación en viviendas y edificios, de manera que aumentó el valor de los inmuebles: primero sólo de los reformados, y después en el conjunto del barrio. «Las familias de clase trabajadora encontraron cada vez más difícil pagar la renta que los propietarios exigían por el alquiler de sus viviendas», apunta Daniel Sorando, quien ha presentado el ensayo «First we take Manhattan» en la Librería Primado de Valencia. «Tuvieron que abandonar paulatinamente el barrio donde residían». En resumen, se produjo un proceso de sustitución y desplazamiento de las clases trabajadoras por clases medias y altos profesionales. Principalmente, de piel blanca.
El libro de 175 páginas profundiza en este esquema. Por ejemplo, puede aplicarse a Manhattan. Hasta la década de los 80 (del pasado siglo), en la isla neoyorkina se registraban contrastes palmarios entre los rascacielos del Midtown (en la zona centro) y los Flophouses (hoteles baratos); en 2016, se mantienen las grandes edificaciones financieras, pero en Tompkins Square Park ya no se registran enfrentamientos con la policía, ni los «homeless» se congregan para dormir. Los autores destacan qué puede encontrar el viajero en su lugar: un «collage» de Muffins, salones de teatro alternativo, galerías de arte, tiendas de ropa «vintage» y toda gama de restaurantes étnicos. «Un lugar ineludible para cualquier cazador de tendencias urbanas», concluyen. Daniel Sorando cuenta que el ensayo publicado por Catarata parte de una experiencia personal. A los 26 años se fue a vivir al barrio de Malasaña, uno de los ejemplos más citados de «gentrificación» en España. Cuando paseaba por las calles, veía pequeños comercios y tiendas tradicionales; abandonó la barriada madrileña y cuando volvió, dos años después, se encontró con salones ingleses en los que se dispensaba vodka ruso. «Algo socialmente complejo ocurría allí».
Un joven blanco, de clase media, con estudios universitarios, nómina y un punto de mala conciencia había llegado a un barrio atractivo, Malasaña. Pero también podría tratarse de La Magdalena (Zaragoza), El Raval (Barcelona) o Ruzafa (Valencia). Allí pueden encontrarse espacios de encuentro, culturales y para gente con ideas progresistas; integrados en barrios de mezcla, donde uno puede sentarse cómodamente en una librería «cool» con wifi, a tomarse un capuchino. «Pero allí vive también gente de otras clases sociales y otras necesidades; si no lo problematizas todo te parece estupendo», sugiere Daniel Sorando, quien además de investigador y doctor en Sociología por la Universidad Complutense, colaboró en la redacción del informe colectivo «Urbanismo neoliberal en Zaragoza. Planes de recuperación urbana y efectos socioeconómicos en el barrio de San Pablo-El Gancho» (ASSI, 2015).
Advierte que lo mismo puede ocurrirles a los activistas sociales, que a veces plantean acciones que tienen más sentido para ellos que para los vecinos. «Con nosotros llegan nuestras contradicciones, aunque uno se haya trasladado para vivir con los pobres y los diferentes». El resultado del proceso puede ser una antigua fábrica convertida en mercado, con seguridad privada y vedado a la clase trabajadora, la población inmigrante y las minorías étnicas. La incomodidad personal que el proceso le generaba le llevó a la siguiente conclusión: la «gentrificación» no es una inercia, sino un proceso político.
El libro «First we take Manhattan» aborda en el primer capítulo la fase inicial, el abandono. En el Lower East Side de Manhattan la degradación de las viviendas y los servicios públicos hizo que los residentes de esta barriada neoyorkina se fueran marchando, casa por casa. Más de la mitad de los habitantes abandonaron el barrio entre 1970 y 1980. «No se fueron por el ascenso social en busca del ‘American Dream’, sino debido a la pesadilla cotidiana del corte de calefacción por parte del propietario o el avance de las grietas en los muros de las paredes», explican Daniel Sorando y Álvaro Ardura. Los detalles de esta mutación urbana fueron señalados en 1974 por la organización Homefront, en el informe «Housing abandonment in New York city»: en la década de 1970 la urbe estadounidense vivía un abandono sistemático de las viviendas en alquiler para rentas más bajas. De hecho, los propietarios huían para no continuar abonando las tasas ligadas a la propiedad, ni pagar para el mantenimiento en buen estado de las viviendas (en las que continuaban habitando sus residentes). En barrios como el Lower East Side de Manhattan, se explicó oficialmente el abandono por una legislación «rígida» que protegía a los inquilinos y por el envejecimiento de las viviendas. Pero hay otras razones, como el declive industrial de los años 70, que afectó a los obreros empleados en las manufacturas (buena parte de ellos afroamericanos). El informe de Homefront señala otros tres agentes fundamentales en el proceso: el sistema financiero («los bancos delimitaron ciertos barrios como zonas vetadas a su financiación»), las empresas inmobiliarias y las administraciones públicas.
Un caso de «gentrificación» en el estado español es el centro histórico de Zaragoza. Los autores resaltan las «prácticas abusivas» desplegadas por algunos agentes inmobiliarios, que compraron edificios enteros y, para ello, «adquirían las viviendas de los propietarios, asustados por el abandono extremo de los barrios donde vivían». Se alcanzaban acuerdos por cifras mínimas. ¿Qué ocurría entonces con los inquilinos, a quienes protegía la legislación sobre alquileres de renta antigua? Sobre todo, porque todas estas víctimas de la especulación no podían a menudo abandonar los barrios, pues allí tenían sus medios de vida. Los nuevos propietarios se afanaron en desalojarlos y para ello utilizaron dos métodos: el desplazamiento físico y la declaración de ruina del edificio. Daniel Sorando y Álvaro Ardura apuntan que para alcanzar estos fines «no se escatimó en medios, sobre todo a partir de la década de 1980».
Prácticas destacadas de «regeneración» urbanística tuvieron lugar también en Barcelona, por ejemplo en el «barrio chino». Sólo con la nomenclatura utilizada desde los años 20 (del siglo pasado) para designar al antiguo arrabal, ya se connotaba claramente a la barriada: se le asimilaba a los «chinatown» de Nueva York o Los Ángeles. Periodistas, escritores y reformadores sociales propagaron esta acuñación. Prostitutas, inmigrantes, mendigos, traficantes, asaltadores y anarquistas, todos reunidos en un territorio estigmatizado. Frente al orden burgués, resumen Daniel Sorando y Álvaro Ardura, estos grupos sociales representaban «el emblema de una insubordinación». Pero en «el chino» también vivían sectores obreros de la Barcelona industrial, y en el barrio proliferaban las redes de solidaridad frente al abandono urbano. El libro «First we take Manhattan» desarrolla ampliamente la cuestión, es una de las paradas en el viaje que pergeña el texto. Entre los hitos que marca el cambio de fisonomía figura el Plan especial de Reforma Interior (PERI) de 1985. Plantea la apertura de grandes vías y equipamientos, reducir la densidad de población e instalar grandes espacios públicos y culturales. «Se propuso la demolición de manzanas enteras; como si de un barrio poseído por el demonio se tratara, los ayuntamientos democráticos se apresuraron a exorcizarlo mediante el agua bendita del urbanismo», resaltan los autores sobre El Raval barcelonés.
El libro cita ejemplos actuales («y brutales por su dimensión») como el de Detroit. Pasó de ser la bandera de la industria automovilística (foco de la Ford y el fordismo) y la cuarta ciudad con mayor población de Estados Unidos en 1950, a contar actualmente con 700.000 habitantes. Recuerdan los autores de «First we take Manhattan» que el municipio cuenta con una extensión similar a la de Boston, San Francisco y Manhattan juntos. Sin embargo, la población del área metropolitana se mantuvo estable, desde 1960, en torno a los 5,5 millones de habitantes. No es una cuestión meramente estadística y de desequilibrio demográfico. El contraste es palmario entre la ciudad central, con un 80% de población negra y tasas muy altas de pobreza; frente a una corona suburbana mayoritariamente blanca, muy por encima de los índices medios de renta. «El resultado es una ciudad con unos niveles de abandono que lo han hecho famoso mundialmente», concluyen Sorando y Ardura.
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