No hay nada superior a la terquedad de un hombre que cree en sus ideas. Fidel Castro Pablo ve el movimiento de tierra de la construcción cercana. Los camiones van y vienen llevando en sus metálicas espaldas toneladas de tierra, adentro su hijo adolescente juega con sus amigos en la computadora. Se levanta del asiento […]
Fidel Castro
Pablo ve el movimiento de tierra de la construcción cercana. Los camiones van y vienen llevando en sus metálicas espaldas toneladas de tierra, adentro su hijo adolescente juega con sus amigos en la computadora. Se levanta del asiento del balcón. Les dice a su hijo y a sus amigos que le acompañen, que van a hacer un jardín. Ellos le siguen escépticos, también risueños. Aquí lo haremos, señala Pablo, en dirección al cascajo blanco que rodea todo el frente del edificio en que vive. El primer camionero abordado se niega a descargar las toneladas de tierra que transporta en el lugar escogido: no tiene autorización. No desisten. Le explican a otro camionero, que sonríe y accede. El próximo llegará pidiendo que le indiquen dónde depositar la tierra. Pablo, su hijo y sus amigos (marquito, josé, guillermito), alguno de ellos todavía niños, palearán durante tres días seguidos regando los montones de tierra. El hijo de Pablo le pregunta por los vecinos que les miran curiosos pero imperturbables desde la primera hora: ¿no bajarán? Ya lo harán. Al tercer día no lo ha hecho ninguno aún. No importa, insiste Pablo, ya lo harán. Lo hacen al cuarto día. Primero son dos, Norberto y José, luego estará Guillermina. El primero es un chofer retirado, gruñón y resabioso, Guillermina y José forman un matrimonio y los dos sobrepasan los 65 años de edad, él aún trabaja. Tres meses después ya son muchos los que atienden su propia parcela. Bárbaro y Marlen, Daniel, Wilfredo, Yarima, Rosa, Zamirita, y otros. El jardín, cada plántula sembrada y amamantada con el agua que roban los vecinos de hasta lo más necesario, primero crece, luego florece.
Ni uno de estos protagonistas -porque eso son- conoce a Martica. Pero ella sueña con hacer un hogar para proteger perros vagabundos. No tiene el espacio ni el dinero para hacerlo. Graduada de Derecho ha ido a hacer el servicio social en el Registro de Defunciones. Casi no duerme al recordar cada jornada de trabajo, pero en las noches, a pesar de todo -el todo es un inmenso dédalo de fotos, edades y nombres que queman- sigue soñando con su hogar para perros. Aún lo hace.
Rebeca y Lorenzo no conocen a ninguno de ellos tampoco, aunque viven en el mismo país. En cambio intuyen que existen. Los dos son escritores. El hace novela negra y conoció al auténtico René el cojo. Ella hace casi de todo, o ciertamente todo, mientras anda también de musa de muchos. Los dos sueñan. Tienen una pequeña editorial: La Piedra Lunar y saben que pueden salvar a otros con libros: lo han hecho ya. Saben también que los sueños están hechos de muchas cosas, hasta de lo amargo, pero creen en las cosas pequeñas, tanto como aquel ángel santaclareño que se llamó Agustín de Rojas. Dicen nosotros al hablar. Los demás piensan que bromean, ellos saben que hablan en serio.
Yunier y Fermina no se han visto nunca. Pero sus sueños han cruzado caminos más de una vez sin ellos enterarse. Fermina no hace décimas como él en sus ratos de ocio, pero trata de hacer el bien sin brújula en el territorio de lo cotidiano que es su vida. Ese es su paraíso y su infierno. Ni siquiera sabe que es feliz. Sus hijos sí, le llaman la loca, porque aún cree en lo que cree, en lo que ha creído siempre.
En el siglo XVI Juan de Yepes Álvarez aleccionaba a otros, que como todos ellos, se empeñaban en hacer los sueños realidad: ¨Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñír al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más progreso harían […] dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración… Cierto entonces harían más y con menos trabajo con una hora que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales con ella; porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño¨
En cambio, Hannah Arendt, mucho tiempo después, hablaría de ese risueño coraje que es necesario para hacer los sueños en la realidad, sabiendo, que esa tozudez increíble, esa determinación, esa humilde grandeza, nace siempre de las ideas, nunca de las ventajas y el poder.
Las historias de la realidad pueden convertirse en metáforas y claves para entender los sueños que se resisten a dejar de ser. Lo que Pablo intentó enseñar a su hijo y a sus amigos en Cuba, lo que Lorenzo y Rebeca hacen cada día en un pedazo de piedra lunar, lo que Martica y Fermina y otros tantos intentan aquí, no acaba en los zapatos rotos de un anciano que husmea en un contenedor de basura de Cienfuegos, en la soledad de un invidente en una esquina de La Rampa a la hora pico, en el niño que pide en Camagüey un peso para comer paleta de chocolate, en la embarazada sin asiento de una guagua de Santiago de Cuba, en la impotencia y esperanza de un obrero de Las Tunas que escribe a un periódico. Tampoco en los que se preguntan qué hacen los demás por mí.
El país real que es la vida cotidiana de cada cubana y cubano necesita ser soñado y cambiado entre todos, o no será ni real, ni país. No se necesita hacer grandes cosas. ¿Reivindicar la alegría, la honestidad, la bondad, contra la ética del descreimiento y la incertidumbre? Quizás como aquel joven estudiante que escribió -el alegato de su porfiada certeza- hace unos días en el mural de su escuela: ¡mi país no está en crisis, otra mujer me ama!
Es cierto, una delgada línea separa a la realidad de los sueños. No hay remedio, hace falta cruzarla para que estos se vuelvan reales. A hacerlo, le han llamado siempre herejía y siempre cuesta. Será por eso que hace falta cierto risueño coraje cuando se escucha el sinsajo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.