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La historia como misterio bufo

Fuentes: Rebelión

A propósito de las veladas dadaístas en el Cabaret Voltaire, anotaba Hugo Ball en su diario: «Lo que celebramos es una bufonada y una misa de difuntos a un tiempo», y el entorno bélico de 1916 afilaba el sentido. Abriendo el ángulo de visión, el poeta argentino Daniel Samoilovich subtituló su libro El despertar de […]

A propósito de las veladas dadaístas en el Cabaret Voltaire, anotaba Hugo Ball en su diario: «Lo que celebramos es una bufonada y una misa de difuntos a un tiempo», y el entorno bélico de 1916 afilaba el sentido. Abriendo el ángulo de visión, el poeta argentino Daniel Samoilovich subtituló su libro El despertar de Samoilo con una pregunta manriqueña: «El siglo XX, ¿qué se fizo?», y operó en ese espacio la misma síntesis descrita por Ball. Su repaso histórico atraviesa veloz estepas y pampas, revoluciones y conflictos, modos de vida y modos de contar, buscando respuesta a esa pregunta. Su propuesta, como de cómic cultista y canalla a la vez, le permite presentar un mundo gobernado por Olimpos mestizos (dioses romanos, sombras balinesas, redes eléctricas), y habitado por rabelesianos gigantes, poderes supremos todos ellos, ajenos al número de los seres, poderes sin moral que todo lo deciden, mientras los coros de la función los compone una muchedumbre de mendigos. Se trata de una evidencia darwiniana: «Existo, luego me pueden comer».  

En realidad, el escenario lo había dispuesto un libro anterior, El carrito de Eneas que, junto a El despertar, forma un peculiarísimo ciclo sociopolítico en la obra de Samoilovich, un ciclo memorable. La lectura de la gran crisis argentina -aquella que explotó con el corralito– se lleva a un descampado donde levanta tiendas y chamizos una multitud de desharrapados que escarban entre los restos de un mundo en ruinas: son los troyanos después de su derrota, y por allí pululan personajes que se apodan Eneas y Casandra, Hernán Cortés y Stalin, Mao y Lao Tsé. Es quizá la humanidad entera, a la que se le hubiera revelado su condición: los dioses grabaron estos trabajos cotidianos en el metal de un carrito de cartonero -como en el friso de un templo clásico o en el ánfora griega de Keats-, y los poemas dan voz a su relato, en diálogo con un personaje llamado Marforio (nombre de una de las estatuas parlantes de Roma, en las que los ciudadanos depositaban sus versos satíricos, como un hilo rojo de resistencia que recorre la historia). Más allá de algunos trazos argentinos que conforman la anécdota, se perfila así el ámbito del drama poético que será El despertar de Samoilo y su discurrir al margen de fronteras. Incluso la lengua queda ya preparada, con su continua circulación entre el tono elevado y la parodia, el pastiche a ráfagas de argots actuales y hablas en desuso, el juego de los tonos, la digresión de los oficios.

La radicalización de esta textura lingüística hace de El despertar un libro para el que no hay parecido, apuesta provocadora, eficaz en todos sus excesos. Edgardo Dobry lo definió con precisión: «por esa escena improbable desfila el siglo XX como una espantosa carcajada, expresada en una lengua en estado de carnavalización de sí misma». Y es que -reventando las costuras de un mínimo argumento, como de cuento fantástico televisado en blanco y negro, penumbroso- es, en efecto, la lengua la que hace el trabajo, la que desborda de comicidad y es también implacable, la que trae lúcidos análisis a un desfile de disfraces, la que no perdona. Un exigente Ezra Pound («la tradición de la prosa en verso») estaría detrás de esta rara broma, de estas voces arcaicas y nuevas, vulgares y barrocas, de esta mezcla de idiomas equitativamente deformados, de esta fiesta fonética (de la aliteración gongorina al lenguaje zaum de los futuristas rusos), de ese saber y de esa risa. Discursos y digresiones -históricas, científicas-, ripios y adivinanzas, enfáticas extravagancias y alusiones sutiles, himno y farsa a la vez, permiten que los versos se deslicen de lo más procaz a una parodia rubeniana o manriqueña, para verse de pronto evaluando el curso de la historia rusa (Rusia es el tema, tituló Samoilovich la más extensa recopilación de su obra) o latinoamericana. Sin los cortes de lo que sería una práctica de collage, todo se funde y fluye en una corriente única, río que fuera de sopa con tropezones. De la finura de la exactitud («¡Eso sí que no! / ¡Las puertas de mi corazón! / Non solum sería peligroso, / sed etiam kitsch») a la fractura verbal -en medio del análisis dialéctico aparece la perrita astronauta Laika, pasajera de uno de los primeros sputniks: «El chucho no importa, el chucho no aporta / niluntá sujetiva nicedad ojetiva».

Si Paul de Man definía lo bufo como una permanente interrupción de la ilusión verbal, El despertar de Samoilo supone un verdadero misterio bufo (más que la pieza de Maiacovski así titulada, con sus cielos de color de rosa tras el diluvio y su rigidez didáctica). Y quizá la clave que lo sostiene sea la condición del protagonista: Samoilo ha muerto hace años y los dioses lo traen de ultratumba para una difusa misión; aunque ignore que no está vivo, constata que ha perdido el hilo y se ve forzado a razonar cada circunstancia, cada frase desde la raíz; como, por otra parte, su coyuntural compañero es una sombra -del teatro balinés de sombras, con poderes infernales añadidos-, su trayectoria conjunta ofrece un continuo ejercicio de extrañamiento, que conlleva una metáfora existencial. Todo han de cotejarlo consigo mismo y con su expresión, nada pasa sobrentendido (hay que explicar incluso cómo se come). Y la máquina traductora que se tragó la sombra para poder hablar castellano, es la fórmula inspirada de un insistente desajuste lingüístico -«lo que ayer fue tragedia / hoy es entrada en la enciclopedia»-, de un hablar que se forma y deforma por la presión que la realidad ejerce sobre él.

Y él, sobre la realidad. La educación trotskista de Samoilo, los recuerdos de la guerra de Vietnam (donde Nguyen Giap, aquel general cuyo texto El hombre y el arma circuló por todo Occidente, lleva la «barba de chivo» de Ho Chi Minh, su «mirada amapólica»), el papel de arroz con que se imprimía Pekín Informa y su castellano también como de traducción automática, componen una búsqueda que tiene mucho de arqueología de la juventud («Y bajo la calle, la verde Indochina: / al levantar el empedrado de París / encontrar el Mekong»), un escarbar en los residuos de la propia memoria del mismo modo que la vida entera actual consiste también en escarbar. Y la proximidad entre el nombre del protagonista y el del poeta no sería lo de menos: «Lo que se entiende y lo que no, están metidos / como cajitas chinas una adentro de otra».  

 

Lecturas

– Daniel Samoilovich, El despertar de Samoilo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005.

El carrito de Eneas. Buenos Aires, Bajo la luna, 2003.

Rusia es el tema. Poesía reunida 1973-2008. Buenos Aires, Bajo la luna, 2014.

– Hugo Ball, La huida del tiempo (un diario). Traducción de Roberto Bravo de la Varga. Barcelona, Acantilado, 2005.

– Edgardo Dobry, «La poesía como cosa en sí misma», en: «Babelia», El País, Madrid, 3 septiembre 2005.

– Paul de Man, La ideología estética. Traducción de Manuel Asensi y Mabel Richart. Madrid, Cátedra, 1998.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.