La antigua razón y la nueva libertad En Reflexiones sobre la Revolución francesa Edmund Burke afirmó con acierto que 1789 solo sería capaz de convocar la barbarie y, con ella, la destrucción del orden moral y las tradiciones civiles y políticas de Francia. En efecto, la barbarie hizo entrada por el portón de la Historia […]
La antigua razón y la nueva libertad
En Reflexiones sobre la Revolución francesa Edmund Burke afirmó con acierto que 1789 solo sería capaz de convocar la barbarie y, con ella, la destrucción del orden moral y las tradiciones civiles y políticas de Francia. En efecto, la barbarie hizo entrada por el portón de la Historia con un sísmico discurso de ingreso, la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano, y su postulado más universal: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Para ir más allá, Gracchus Babeuf extendió la frase y proclamó el derecho de todos los hombres a la «igualdad de los goces», con lo que produjo la más temprana comunión entre la Ilustración y el Socialismo. La historia de la civilización y la barbarie se ha construido, a partir de esa fecha, hacia o contra 1789. En el año 2005 dos intelectuales españoles afirman que Cuba, además de protagonizar la primera revolución socialista triunfante en Occidente, provee quizás el último sostén crítico de la herencia del proyecto ilustrado. ¿En qué basan Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico afirmación semejante? En el propio año 1789 la burguesía azucarera cubana consiguió su triunfo más deseado: la liberalización, por parte de España, del comercio de esclavos. Los intelectuales orgánicos de la burguesía insular elaboraron una doctrina de desarrollo capitalista sobre la base de principios contrarios a la Declaración francesa. Antes, el pensamiento liberal británico había encontrado compatibles la idea de la libertad de los ingleses con la de la esclavitud en las colonias. Contra ello, Fernández Liria y Alba Rico reconstruyen la idea más radical de la Ilustración: la afirmación del individuo en cuanto sujeto universal de la libertad.
La Revolución francesa convirtió la creencia de ser «libres e iguales» en un proyecto político: resultaba una atribución del Derecho y, antes, una redistribución del poder. Tras la toma de La Bastilla, la gestión del príncipe debía basarse tanto en sus deberes como gobernante como en los derechos de los gobernados. La Democracia moderna nació sin afirmar el poder del pueblo, ese al que Aristóteles despectivamente calificaba de régimen de la demagogia, sino como el sistema que debía asegurar la libertad propia y armonizarla con la de los demás y que tiene su corolario en la frase: «el individuo viene primero, la sociedad después», según resumía Norberto Bobbio. Si el pensamiento dominante y sus fuentes de financiamiento han situado la libertad y el individuo como patrimonio de la democracia liberal ―y del único régimen donde esta tiene sentido: el capitalismo―, Santiago Alba y Carlos Fernández Liria develan que el orden en el que está fundado el presente está instaurado sobre las antípodas de esa tesis ―lo que ya se ha dicho hasta el hartazgo―, pero también que ese rango ha logrado dominar toda la comprensión del presente: los conceptos de «Estado de Derecho», «democracia», «derecho a la desigualdad en virtud del mérito individual» e «iniciativa privada» configuran todos los días el sentido de que las estructuras ideopolíticas del capitalismo son el «fin último de la evolución ideológica de la humanidad». Aunque Francis Fukuyama, cuando repitió la idea del fin de la historia en su publicitado opúsculo, fue recibido con gran escándalo, Alba y Liria revelan como esa comprensión se encuentra incardinada, tranquila y en silencio, en toda la concepción sobre la realidad de la mayor parte de la humanidad que nunca leyó el ensayo de Fukuyama.
Esa comprensión está incapacitada para saludar una nueva libertad, como Burke tampoco podía felicitar a los franceses por su revolución. El poder sistémico repite hasta el infinito la idea del fundador del conservadurismo inglés: las «mentes vulgares», la barbarie, no pueden plantearse «la idea de deponer un rey», o lo que es lo mismo, no pueden plantearse la idea «de buscar la vida en otra parte». El núcleo duro de la propuesta de Cuba, la Ilustración y el Socialismo radica justamente en pensar más allá de la vulgaridad, como escribe Alfonso Sastre en el prólogo a Cuba 2005 [1] -libro donde aparecieron por vez primera estos trabajos-, y dar así un paso decisivo contra las premisas del conservadurismo, del liberalismo y de sus confluencias, contra la única idea hoy aceptable de revolución: aquella que resulte «madre del arreglo -alianza entre fuerzas en pugna que garantice conservar el status quo– y no cuna de revoluciones futuras».
La forma en que ese juicio sumarísimo contra las revoluciones ha triunfado en el sentido común se expresa a través de ciertas tesis que han ganado el rango de «universales»: a) son más viables «las reformas» que «las revoluciones»; b) es preferible la «evolución cultural» a la «revolución cultural»; y c) es superior el «pacto constitucional» entre el príncipe y sus súbditos, a «la imposición» unilateral de la Constitución por parte de uno de ellos.
Sin embargo, del mismo modo en que Alfonso Reyes mostró cómo la helenización del mundo asiático tuvo lugar mediante las conquistas de Alejandro, Alba y Fernández Liria argumentan cómo estas tesis han devenido universales mediante el recurso exclusivo de aniquilar previamente las ideas de la barbarie, o a la barbarie misma.
La política de la filosofía
Una antigua norma de corrección asegura que en la crítica filosófica nada tiene que hacer la política con sus pies sucios. Sin embargo, la cosmovisión fundacional del capitalismo pudo llegar a autoerigirse en «comprensión universal» gracias a las hazañas de la Razón de Estado, la misma que dispone la guerra y la cárcel, y no mediante el democrático decurso de la historia de las ideas como el distanciamiento forzado entre filosofía y política quisiera hacer ver. Las armas y las letras ―legiones de soldados y de intelectuales― lo lograron con la sistematicidad metodológica de las ocupaciones militares y las intervenciones intelectuales.
Leo Strauss, filósofo alemán de origen judío, encontró en las doctrinas exclusivistas de Platón y de Nietzsche ―según las cuales la condición natural no es la libertad, sino la subordinación― las bases para rechazar la democracia y el poder alcanzados por la barbarie después de 1789. De moral utilitaria, ideólogo de la necesidad del secreto y la mentira en la actuación política -contrario al ideal kantiano de una sociedad ilustrada basada en el conocimiento de la verdad- y del papel universal que le corresponde jugar a los Estados Unidos, sus ideas acompañaron la doctrina de la contención «plus», de Harry Truman, que suponía no la mera defensa de la libertad, sino su extensión hacia todo el planeta, y constituyen la base del discurso de la administración de George W. Bush en materia de «seguridad»: la necesidad de la «guerra preventiva», justificada antes como lucha contra el terrorismo y ahora como promoción de la libertad.
La política norteamericana ha retrocedido a los presupuestos filosóficos previos a la Ilustración, y arribado nuevamente al siglo XVII, cuando la política era medio y fin para el ejercicio ilimitado del poder, en la escuela de Hobbes y Maquiavelo. A pesar de los esfuerzos teóricos de los propios intelectuales orgánicos del capitalismo, empeñados en asentar la política sobre el fundamento doctrinal de algún concepto de la justicia, las ideas de Hobbes son las que imperan hoy: «Dada la situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle». La política del capitalismo cumple este consejo al hilo. Al final, según es obvio, «la única forma de que no existan alternativas al sentido común -como afirma Franz Hinkelammert- es tener el poder de destruir todas las alternativas».
En relación con la filosofía, la política hace las veces de Toro de Falaris. Los gritos desesperados de quienes, como castigo a la desobediencia, eran quemados a fuego lento en aquel toro de bronce salían convertidos en suaves mugidos gracias a un mecanismo insertado en la boca del engendro, para solaz del público asistente. Los «gritos» de Santiago Alba y Carlos Fernández Liria no pueden tener razón ni ser escuchados por razones idénticas a las que otorgan la razón y la fama a personas llamadas Francis Fukuyama o Alain Finkielkraut, autores y espectadores del universo totalitario representado por el Toro del tirano Falaris. No es preciso insistir en cómo, al término de la II Guerra Mundial, los servicios secretos de Estados Unidos e Inglaterra construyeron la ideología que pudiera presentar batalla al comunismo en el plano intelectual y al marxismo en general, y cómo de esos esfuerzos -financiamiento de congresos, subvenciones a revistas, becas, traducciones de libros, todo ello realizado a la escala de la economía de la primera potencia emergente de la II Guerra Mundial- surgió el movimiento neoconservador. Alba y Fernández Liria no son «más famosos» ni tienen «más razón» precisamente porque sus discursos son fijados por la posibilidad de gritar dentro de un universo carcelario sin ser escuchados, y porque no están inscritos en la libertad otorgada por los financiamientos que la CIA y las fundaciones privadas norteamericanas invirtieron para convertir en venerable tradición de pensamiento las doctrinas de Leo Strauss, Allan Bloom, Daniel Bell, Raymond Aron, Samuel Huntington o Jeanne Kickpatrick y, ya al final, de Francis Fukuyama o Alain Finkielkraut. Si tales presupuestos se hubieran invertido en promover las obras de Pierre Bourdieu, Emile Durkheim o Henri Lefevre ― por sólo nombrar intelectuales franceses afectados por la política neoconservadora durante la Guerra Fría―, las ideas de Santiago Alba Rico y de Carlos Fernández Liria tendrían hoy más éxito que las canciones de MTV.
La Filosofía de la Ilustración vino a carenar así en el lodo de la política conservadora: la única política «democrática» consistente es la destrucción de lo público y la única oposición permitida es la «oposición de ―y nunca a― Su Majestad». Si Harry Jaffa, uno de los seguidores de Leo Strauss, se ha referido a los Estados Unidos como la «Zion que alumbrará al mundo» y, de ese modo, la libertad tendría su templo en la política de la Casa Blanca, ¿qué espacio conserva hoy la filosofía ilustrada: el modelo de Locke y Montesquieu sobre la separación de poderes, la concepción kantiana del Estado de Derecho y de la dignidad de la persona, la idea de la democracia de Jean Jacques Rousseau?
En un procedimiento similar al descrito por Orwell en su célebre novela 1984, el capitalismo ha trocado los nombres e invertido su significado. Según los autores de Cuba, la Ilustración y el socialismo, la concepción de «Estado de Derecho» ha devenidouna de las ideas fuerza impuestas por la Razón de Estado para interpretar el mundo. Al comparar cada nuevo orden discursivo, cada nueva libertad, con la abstracción del Estado de Derecho ―esa «conquista cultural paneuropea y atlántica» según la cual toda la actividad del Estado debe nacer de la ley y ser, a su vez, corregida por esta―, se reedita el viejo mito de Procusto: cada nuevo orden discursivo debe ser reconducido a esa «conquista», como los pies deben ser cortados al largo de la cama.
Como quiera que la idea de «Estado de Derecho» es ya antigua y ha sido tan impugnada, la de «Estado Constitucional» ha venido a sustituirla en la forma de «exigencia universal de la razón». Fernández Liria no da cuenta de este tránsito conceptual, pero su análisis sirve por igual para impugnar esta mudanza teórica de la sede de la legitimidad. Ciertamente, en los últimos años los intelectuales orgánicos del sistema capitalista han desplazado desde el punto de vista doctrinal la base de la legitimidad del sistema: si antes la ley era el objeto de culto de la democracia ―por ser expresión de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía representada en un parlamento― y sobre ella se erigió el concepto de Estado de Derecho, ahora, ante el asedio a la ley ―personificado por los déficits representativos de la democracia liberal y por la instauración de poderes de facto que van más allá de la ley―, los teóricos del capitalismo buscan fundamentar la democracia, la legitimidad del Estado, en la propia Constitución como recurso último de salvaguardar la fuerza normativa de «la voluntad general» allí donde la ley ya no puede conseguirlo.
La razón «universal» ha impuesto un orden ideológico cuyas necesidades son cubiertas con todo el material disponible: principios provenientes de las tradiciones prerrevolucionarias, revolucionarias, anti y contrarrevolucionarias y posrevolucionarias, de lo cual resulta ―según indica la Razón de Estado― la summa intelectual a la que mejor puede aspirar la humanidad. Si a la edificación del tipo Estado Constitucional -se dice que- contribuyen tanto el Iusnaturalismo moderno, como Platón y Rousseau, y Aristóteles y Locke, y tanto 1789 como sus contrarios, se ha de ser muy audaz intelectualmente para mostrar la diferencia que separa el Estado de Derecho y su marco cultural de la usurpación de este concepto por parte del capitalismo. Pocas páginas se han publicado que contradigan con más vigor el uso del Estado de Derecho como coartada ideológica por parte del capitalismo -y la consiguiente violación del sentido que tuvo para la Ilustración- que las que el lector encontrará firmadas por Santiago Alba y Carlos Fernández Liria en este libro.
La democracia es uno de los contenidos que ha integrado para sí la razón «universal». El ejercicio totalitario de la cosmovisión liberal reedita a diario el equívoco que arranca en Locke y se prorroga hasta nuestros días: «la sociedad civil sólo puede generar libertad». Alba y Fernández Liria sustentan cómo la filosofía liberal, al afirmar los derechos del individuo frente a la sociedad política -y situar, de ese modo, el ámbito de la libertad en la esfera exclusiva de lo privado-, renunció a la democracia: sin reconquista de lo público no hay soberanía popular ni libertad individual. Ante la imposibilidad por parte del pensamiento liberal de resolver el problema de avenir el orden con la libertad a favor de ambos, estos autores enarbolan la respuesta de Rousseau: el mediador entre el orden y la libertad es la volonté génerale, si es, a su vez, voluntad de cada uno.
Con todo, el régimen discursivo del capitalismo es la puesta en escena de una pragmática cínica. Tal como los «padres fundadores» de la «República americana» no eran demócratas, como la democracia y el liberalismo sólo se unieron bien tarde en la historia tras ser enemigos seculares, como el capitalismo no tuvo más remedio que aceptar el huésped intruso de la democracia tras 1870, así, el régimen discursivo del capitalismo puede proclamar la democracia liberal como la última forma política alcanzable por la historia humana y obtener crédito para ello a partir de fortalecer las tesis del capitalismo democrático; después incluso podría prescindir ―hasta en el discurso― de la democracia como régimen. En los hechos, esto último es lo que sucede hoy, como explican con lucidez Alba y Fernández Liria: la democracia es como la sonrisa del gato de Chessire, que se sigue viendo -para, con su rasero, seguir juzgando- aunque el ocaso de las condiciones que la hicieran posible haya provocado su extinción, lo que no ha conseguido hacer el Estado según la vieja profecía de Marx y Engels.
El «derecho a la desigualdad en virtud del mérito personal» es otra de las tesis fundacionales de la razón «universal» impuesta por la raison d´état. «Creedme, señor, quienes intentan nivelar, nunca igualan», decía Burke. Si todos los hombres «son creados iguales» y están dotados de «libertad», el destino de cada uno debería encontrarse en sí mismo, en la sucesión de sus logros y fracasos y no en su adquisición hereditaria. Es el mito repetido hasta el firmamento y negado hasta la saciedad: el cauce está abierto para los emprendedores, los que pueden arrancar un día desde la nada y llegar a fundar imperios; o lo que es lo mismo: en el «capitalismo no hay otro límite que la propia capacidad personal, y las potencialidades de la autonomía de la voluntad para descubrir y aspirar al infinito». Así lo ha subrayado Martin Scorsese en El aviador, la historia de Howard Hughes, ese Hércules de la imaginación, el valor y los negocios que gasta cuatro millones de dólares en ejercitar su iniciativa privada y hacer con ellos «la película más fascinante» de la historia del cine hasta ese momento, y luego construye un emporio ―siguiendo siempre los impulsos de su iniciativa privada―, gastando 53 millones de dólares de fondos federale y otros tantos de su cuenta corriente. Pero, justo como sostiene Fernández Liria, «los imperios personales no se construyen compitiendo con la iniciativa privada de los demás, sino manejando las condiciones en las que los demás podrían desenvolver su iniciativa».
En el ámbito teórico, la historia verdadera de Howard Hughes tiene fundamento renovado en las tesis de Robert Nozick, uno de los exponentes del neocontractualismo norteamericano: «Las cosas entran en el mundo asignadas ya a gente que tiene algún título sobre ellas». Por ello, el futbolista Ronaldo, la escritora J.K. Rowling, o un hipotético Howard Hughes sin el capital inicial que le permita empezar a poner en práctica su iniciativa privada, son las excepciones que confirman la regla. En rigor, la doctrina de Nozick ha sido denominada con el curioso calificativo de «justicia como titulación». Por ese camino, todos los que arriban a este planeta deben saber cómo quedan insertos en un orden cósmico de justicia ya implícito en la asignación, en el título, con que las cosas «vienen al mundo». Sin embargo, lo fuerte de la idea de Fernández Liria es que tal hecho se encuentra incrustado en las bases del capitalismo y no es un nuevo desarrollo del sistema debido a la concentración creciente de la propiedad. ¿No decía David Hume que «los hombres dirigen, por lo general, sus afecciones más sobre lo que ya poseen que sobre aquello que nunca disfrutaron» y que «por esta razón sería más cruel despojar a un hombre de algo, que negarse a dárselo»?
Cuando John Rawls, autor del considerado por muchos como el último libro clásico del liberalismo -situado en la vertiente del liberalismo social que los liberales radicales acusan, con majestuosidad, de «socialista»-, expone su Teoría de la Justicia, justifica la desigualdad sólo si existe para proteger a los desfavorecidos, según el principio justo de «trato desigual a los desiguales»; pero si su concepción no es un mero constructo teórico, pasará entonces a los anales de la candidez universal: «las partes (de cualquier relación contractual) aparecen motivadas para promover su concepción del bien, pero sometidas a una serie de condicionantes formales que les fuerzan a mantenerse en el umbral de la imparcialidad. Se les presenta entonces una serie de alternativas entre distintas concepciones de la justicia, y de estas han de seleccionar unánimemente una de ellas desde un proceso de elección racional caracterizado según el modelo clásico de la teoría de juegos». La posibilidad de la elección racional de una alternativa de justicia, que supone la imparcialidad previa y mutua de quienes se relacionan ―en cuya demostración Rawls gasta más de 600 páginas―, no tardaría en ser despachada por Fernández Liria en una frase: que prueben a lograr una elección unánime, sobre bases matemáticas, un habitante del exclusivo barrio residencial de La Moraleja y otro habitante de El Ejido, exclusivo invernadero donde trabajan emigrantes, tierra sin ley, sobre cualquier tema humano o divino del cual dependa alguna ganancia.
La razón «universal» integró por igual la aspiración a la primacía del individuo sobre la sociedad. Sin embargo, el capitalismo ha renunciado al individualismo y a las posibilidades gestantes de la iniciativa privada. Con la actual concentración del capital, la irrupción de la sociedad de masas, la fractura de un referente de estabilidad individual como el empleo fijo y la incapacidad del «individuo individual» para servir de base a una trama de «relaciones capitalistas basadas en la propiedad», y, al mismo tiempo, con la promoción de la necesidad de estandarizar al individuo en la via regia del consumo, en busca del oxímoron ―descrito por Santiago Alba, en otro ensayo, como una «individualidad estándar»―, las ideologías individualistas son hoy para el capitalismo lo que los latinos llamaban una contradicción en los términos: sin ellas no puede vivir el sistema, pues son su fundamento ideológico, pero ellas ya no son funcionales a los beneficiados del sistema, ni a los destituidos, situación típica descrita por Gramsci como «crisis orgánica». Especialista en ese tipo de paradojas, el capitalismo no puede vivir con ni sin el individualismo; como tampoco puede vivir con ni sin el Estado de Bienestar, como han dicho James O’Connor y Clauss Offe.
Cuba como frontera
Cuba, la Ilustración y el socialismo no es un discurso de agradecimiento hacia la Revolución Cubana, a sus logros y al arquetipo moral que ha representado para millones de personas en el mundo como ejemplo de dignidad y resistencia. Es una intelección del significado de Cuba respecto al magno proyecto de la modernidad, esa edad iniciadora en que los seres humanos nacieron a la esperanza de la libertad.
Alba y Fernández Liria hacen avanzar de modo fundamental la comprensión sobre el significado de la Revolución Cubana cuando nos dicen que el socialismo y la recuperación del legado Ilustrado brindan la posibilidad, allí donde ellos encuentran que ya no la ofrece nadie, de proponer una nueva exégesis de la libertad, que encuentre su base en la idea socialista de la política como criterio de instauración de lo social y en la idea ilustrada de la individualidad como fuente del poder.
Un antiguo chiste político de la Europa del Este socialista aseguraba que «en el socialismo podía existir libertad pero no opciones, mientras que en el capitalismo podían existir opciones, pero no libertad». Para que el socialismo pueda ser «la aventura más heroica y la causa más verdadera que la humanidad haya emprendido desde que Sócrates, Platón y Aristóteles lanzaran al mundo el reto de una vida política a todos los seres racionales del futuro», sostiene Fernández Liria que tiene que ser ilustrado: debe re-considerar la individualidad como la fuente del poder político y de la autonomía moral de la persona, en una dimensión que hasta ahora no ha conseguido jamás.
¿Y esa posibilidad está acaso en una pequeña isla del Caribe, asolada por los huracanes de la historia, a la que sus habitantes originarios llamaron Cuba? Alba y Fernández Liria no son autores utópicos. Quizás, incluso, les hayan fatigado lecturas como La ciudad ideal, de Al färabi, o La ciudad del sol, de Campanella. Son, en cambio, autores socialistas y, por serlo, vagabundos errantes. El primero vive en Túnez, alejado del mundanal ruido occidental, en el sumidero de la barbarie tercermundista que le proporciona, sin embargo, la tranquilidad que los ilustrados requerían para las faenas del espíritu. El segundo duerme en España, aunque trata de pasar el día en cualquier otro lugar. Exiliados hacia la patria de su espíritu, encontraron en Cuba «el hogar de los desterrados ―la casa solariega de los huérfanos» que también hallara Ezequiel Martínez Estrada―, no la utopía de europeos con ansias de paraísos exóticos, como Thomas Moro veía a América.
Santiago Alba y Carlos Fernández Liria encontraron en Cuba una frontera. La frontera última de estas ideas: a) la necesaria centralidad de la política sobre la economía, lo que para Durkheim es la definición propia del socialismo; b) la probabilidad de una nueva economía política que concilie en la práctica el «capital y el trabajo» ―o mejor, el trabajo con la dignidad de la persona―, que supere todos los planteos del liberalismo social o de la socialdemocracia; c) la oportunidad de abandonar el concepto de «democracia del pueblo» hacia otro concepto de democracia que concilie la plena individualidad con la justicia social; d) el modo de relacionar la civilización con la necesidad de la vida alegre y ascética, entendida de manera diferente a la vertiente religiosa de la ascesis y opuesta a la reificación de la muerte implícita en la ideología neoconservadora; y e) la posibilidad de plantearse eficazmente la necesidad de transmitir el «impulso revolucionario» hacia las nuevas generaciones. Encontraron en Cuba la frontera que, violada, vencida, traicionada, cerraría la última puerta a la aventura radical de la Ilustración y a su proyecto heroico de una vida política basada en el ideario de la libertad.
Ambos autores se han lanzado a un combate más difícil que el de Jacob: defender la Revolución Cubana cuando todo el imaginario occidental afirma que es la sombra de una antigua ilusión, un sueño monstruoso de la razón o, cuando menos, una obcecada manía numantina. Pero lo hacen sin auditar el inventario tradicional de los «logros y errores de la Revolución», suma de la cual resulta que los beneficios en salud y educación son más importantes que los errores cometidos en política cultural, en política agraria o en política política. Lo que defienden Alba y Fernández Liria con Cuba es la salvaguarda de una medida, de una manera de medir diferente a los cálculos con que se interpreta hoy el mundo. «Medir es la medida de la libertad; es decir, de la política. Calcular es el yugo del despotismo; es decir, de la biología», escribe Alba, con términos ya conocidos para la historia intelectual cubana. En 1927 la revista Social provocó la escisión definitiva del Grupo Minorista –muestra más visible de la vanguardia cubana- cuando publicó un capítulo de Biología de la Democracia, libro en el que Alberto Lamar Schweyer proveía un fundamento teórico para la dictadura de Gerardo Machado. Roberto Agramonte salió a combatir sus tesis con otro libro: La Biología contra la Democracia.
En esos términos está planteada una zona de la discusión actual: no hay dictadura sin una concepción biológica del poder que establezca qué tipos de hombres -con cuál color de piel, cuál calidad en sus dentaduras, cuál religión, cuál cuenta bancaria- son los llamados a ejercer el poder; como tampoco hay democracia sin una concepción política del poder que determine cómo todos los hombres están llamados a ejercerlo sin responder a las preguntas del censo sobre el color de la piel, la calidad de los dientes, su religión o cuenta bancaria. Conservar el poder de la política para tomar decisiones -de hacer bien o mal, de rectificar o reincidir, pero de poder hacerlo- y evitar su secuestro por «Nuestra Señora Economía», es la puerta de entrada que encuentran Alba y Fernández Liria al ejercicio ciudadano de constitución de lo público, de decisión sobre las posibilidades del nacimiento, la salud y la muerte de todas las personas desde la única instancia colectiva posible: la política. En la esperanza de que ella no acabe de ser expulsada de la ciudad, cuyo último baluarte es la isla de Cuba, radica todavía la posibilidad ―afirman ambos autores― del triunfo de la democracia sobre la biología.
Al mismo tiempo, estos españoles emigrantes encuentran en Cuba un contenido importante de la dignidad humana que no hubiera desdeñado el propio Kant. «Los cubanos se han acostumbrado a la dignidad, tienen la tradición de no inclinarse, han adaptado sus órganos a la normalidad de no reconocer jerarquías, ni en el lenguaje ni en el trato», escribe Alba. Contra Montesquieu, ambos autores deciden que nada tiene que ver el trópico con ello, sino la economía política del socialismo y lo que Paul Lafargue llamaba «el derecho a la pereza de la humanidad». La obsesión de la Escuela de Frankfurt contra la modernidad industrial se debía, en esencia, a la necesidad de esta última de seguir el derrotero fatal de convertir la sociedad primero en un taller y luego en un campo de trabajo forzado. En esa tradición, Fernández Liria sostiene que varios millones de trabajadores preferirían ser «parásitos del Estado» a seguir matándose en el trabajo para conseguir ser más eficientes cuando, con esa eficiencia, sólo consiguen tener que ser más eficientes al día siguiente. Si la gente en Cuba puede trabajar despacio, «rechazar un trabajo que no le gusta y paga cuatro pesos», darse el lujo de creerse, a nivel individual, más importantes que los clientes y considerarse con el derecho de ser iguales a toda la humanidad turística que visita el país ― acaso el 0,031% de la humanidad total―, no es porque la economía política del socialismo sea un fracaso, sino porque brinda las bases para una relación humana entre la persona y el empleo, que debe ser puesta en correspondencia con la productividad del trabajo, como es lógico, pero no subordinársele.
Max Horkheimer decía de manera tajante que «el socialismo que no consuma la realización del individuo, tal y como lo pensaban sus fundadores, se convierte en barbarie autoritaria. Por otro lado, el individualismo incapaz de convertirse a la justicia social, corre el peligro de caer en lo totalitario». Cuando Fernández Liria escribe: «¿Quién iba a pensar que bastaba una birria de cartilla (la libreta cubana de racionamiento) para que la Ilustración tuviera razón?», expresa cómo la justicia social -la garantía de la pura subsistencia- es el presupuesto de la individualidad; y cuando Alba argumenta que la Revolución «ha liberado las caras» -ha abierto la posibilidad de apreciar la belleza en la persona tal cual es, como quería Marcel Proust- y que ha «nacionalizado las estrellas» -la posibilidad de acceder por igual a la belleza-, expresa que sin individualidad nada vale la pena. Ambos han llegado así a la afirmación de la que huyen el liberalismo, el conservadurismo y sus confluencias como los vampiros ante la cruz: la justicia social y la plena individualidad son más que compatibles; son biunívocas. Parecerá obvio, y así no se cansó de repetirlo Marx, pero han pasado casi 2 500 años desde la muerte de Sócrates y todavía esa idea no se ha hecho carne como, según cita Fernández Liria, le ocurrió al logos en el Evangelio de San Juan. Con ello, la idea de democracia «de los individuos» -y no del ser genérico del «pueblo», la «sociedad civil», «las masas»- en un contexto normativo de justicia social es la posibilidad más revolucionaria de sí misma.
Ahora, ¿de qué habla Santiago Alba cuando pretende identificar y/o promover en un país caribeño y socialista una cultura del ascetismo? No es casual que la ideología neoconservadora dominante remate el triunfo de la filosofía del progreso en una visión reificadora de la muerte. Según la apreciación de Leo Strauss, precedido en ello por Nietzsche, Heidegger, Alexandre Kojève y Carl Schmitt, es más preocupante el cumplimiento de la teleología del progreso -para los neoconservadores, en su versión de destino americano- que sus alcances parciales o sus fracasos. En la idea de los filósofos neocons, de cumplir su destino, el capitalismo norteamericano haría las veces de Saturno: devoraría los hijos de su propia civilización, arrastrado por el fatum autodestructivo del desarrollo ilimitado del capitalismo. La guerra permanente, estado natural que puede impedir alcanzar ese horizonte civilizatorio suicida, sería el único medio para evitar la extinción de la humanidad. De esta forma de pensar se deriva forzosamente una paradoja ―quizás no demasiado advertida por los expositores neoconservadores―: la ideología consumista del capitalismo presente, alimentada por la tradición liberal, debería fusionarse con la ideología de cierto ascetismo, a la manera de Nietzsche, para garantizar el capitalismo futuro. Testimonio cierto de la paradoja, esta ideología parece desembocar en un nuevo oxímoron: la necesidad de un «consumismo ascético» para evitar que el capitalismo sea destruido por el propio capitalismo.
Sin más complicaciones, a una conclusión similar arriba Santiago Alba, aunque también sin contar siquiera con quince minutos de la fama de los antes citados: «Mucho es insuficiente, mucho más es mucho menos, todavía-más es estar a punto de perderlo todo». No obstante, situado en el extremo opuesto Alba contrapone a la fundamentación filosófica de la muerte una celebración antropológica de la alegría, de una alegría socialista como estilo de vida. Encuentra la superioridad del socialismo en la fórmula «alegría más civilización», en correspondencia con una filosofía ascética. Ante el camino de más, siempre más, Alba toma la dirección contraria y, de paso, va más allá de la asociación que una parte de la tradición socialista hizo de la idea de la ascesis ―en su vertiente oriental― con el discurso ideológico del socialismo. Si el ascetismo, en su concepción religiosa, es camino de purificación, de preparación para una vida futura, también lo fue para un tipo de discurso «religioso» del socialismo en el que era necesario renunciar a los goces del presente en pos del futuro mejor de la humanidad. Cuando Alba escribe: «el ascetismo no sólo defiende la finitud irremplazable de la tierra; es la condición misma de toda alegría y toda civilización», coloca la necesidad del ascetismo en su dimensión ecológica, pero también en su dimensión antropológica: la condición de la felicidad está en el disfrute aquí y ahora del tiempo de vivir, en el cambio en la vida de las personas como un fin en sí mismo y no como un requisito para el futuro, basado en un ascetismo «jocundo, abundante, parlanchín, lento, contemplativo, caribeño«, necesario ante la violenta amenaza representada por el capitalismo a la supervivencia material de la humanidad, y, además, condicionante de «la tranquilidad ilustrada sin la cual es imposible decidir nada».
Al indagar qué hará la Revolución con «los jineteros» y con los sectores «marginales», extraños a la memoria de las conquistas y alcances de la Revolución de 1959, Santiago Alba recuerda la imagen bíblica según la cual es necesario el paso de 40 años, el arco de una generación, para que se produzca un pueblo nuevo ya sin la memoria de la esclavitud -o de la libertad-. En un texto memorable de 1995, en pleno fragor de la emigración «balsera» hacia Estados Unidos, Cintio Vitier tuvo la honestidad y el valor necesarios para afirmar que esos son «nuestros balseros». Alba afirma también que la Revolución tiene responsabilidades tanto hacia sus obreros como hacia sus jineteros, y tantas, que de ello depende el futuro de la Revolución como modo de vida, como cultura, y ya no tan sólo como régimen político. El conjunto de proyectos de relegitimación socialista de la Revolución cubana -dado en llamar «Batalla de ideas» e iniciado en 2000, con el nuevo siglo- apunta hacia esa responsabilidad: hacia la economía social y el énfasis en la formación cultural que impidan la exclusión de las personas del ámbito de «la sociedad», combatan la «marginalidad», sus premisas y sus consecuencias, y puedan lograr niveles crecientes de integración cultural, social y política. Sin dudas, aquí se decide el futuro del hecho revolucionario: en su aptitud para reproducir el consenso hacia las posibilidades del socialismo cubano de brindar pan y libertad para todos, como anunció Fidel en 1959, hace ya más tiempo que el arco de una generación. He ahí la gran preocupación de Alba, que es la preocupación por antonomasia de la Revolución de cara a su futuro, pero también de todas las revoluciones. Pero Alba, como en el ideograma chino que refiere a la crisis, entiende que esa preocupación contiene por igual el peligro y la oportunidad de superarlo y, por lo que está en juego, apuesta decisivamente por esta última.
Y, al fin, ¿qué es lo que está en juego en Cuba, que le hace a Alba admirar «locamente, insensatamente» al último cubano que resista en pie y, además, darle las gracias? Según Carlos Alba Rico y Santiago Fernández Liria -que así podrían nombrarse, por la comunidad de sus razones-, Cuba es el límite que, traspasado, rompería el «único hilo que aún nos recuerda el proyecto emancipatorio de nuestros mayores ilustrados, el último vestigio de la modernidad devorada por la biocracia del capitalismo». Aquella lengua de tierra donde la humanidad se juega, si fuese vendida o derrotada la Revolución, nada menos que no volver a empezar de cero, la posibilidad de no tener que regresar a Espartaco, a Tiberio, a Calígula o a Thiers, de no devolverse a la edad en que la persona no era un concepto universal del ser humano y podía ser calificada de «mercancía», «instrumento bípedo», «instrumento de transmisión» o de cualquier otra suerte. Una «franja delgada, una uña, un cabello» donde es posible que no estén instaurados ―o incluso no existan― el «Estado de Derecho», la «democracia», «la civilización alegre y ascética» y «la afirmación radical de la individualidad en armonía con la justicia social», pero ya dónde único podría haberlos en su sentido ilustrado.
Pensamiento y estilo
Alexis de Tocqueville decía que «las grandes revoluciones triunfantes, al hacer desaparecer las causas que las han originado, se tornan incomprensibles». ¿Qué ha llevado a estos intelectuales españoles a comprender de este modo la Revolución Cubana? En el prólogo de Cuba 2005 ―previa edición ampliada de Cuba, la Ilustración y el socialismo―, Alfonso Sastre brinda varias claves para explicarlo: haberse planteado la necesidad de pensar más allá de las paradojas y, con ello, estar en condiciones de producir una «ruptura dialéctica del discurso convencional», de deconstruir críticamente las «unidades retóricas ´convencionales´». En los textos reunidos en el libro, Sastre aprecia pues la muestra de un nuevo estilo de pensamiento.
El pensamiento es el estilo. Cuando Fernández Liria dice que en el capitalismo ya no resta más iniciativa privada que «para hacerse una paja» -sí, una paja, compañeras y compañeros- no sólo produce una imagen muy efectiva, sino que, sobre todo, se apropia de todo el territorio del lenguaje -del pensamiento- para formular sus asociaciones y arribar a resultados. Para salir del paso, podría decirse que Fernández Liria es un intelectual «plebeyo» y nadie negará que brillante ―en la mejor tradición de Rousseau, a quien consideraban «individuo de poca cultura y escasa educación»―, pero su objetivo está más allá del gesto: es la competencia decidida por recuperar el lenguaje y el saber radicales. Fernández Liria dibuja aquí la raya, el límite para calificar a un intelectual como «de izquierda»: un rasero de principios asentado en la crítica del presente y no en el apego a doctrinas o a sus dogmas; en la defensa cotidiana de la libertad y la justicia para todos, para toda la vastedad radical del género humano-;en el reconocimiento crítico ―como únicamente vale la pena hacerlo― de los proyectos que signifiquen una concreción práctica de ese ideal, alguna cabeza de playa conquistada a los dominios de hierro de la «razón universal».
Ha devenido habitual que, ante cierto tipo de crisis, una parte de los intelectuales de izquierda del mundo retiren «su apoyo» a procesos revolucionarios. Así sucedió en Cuba en 1971 y 2003. Sin darles o quitarles la razón, Santiago Alba va más allá de esa perspectiva, al invertirla: «Apoyar la revolución es tan fácil, tan arrogante, tan inmodesto, como condenarla. No la apoyo sino que me apoyo en ella». Así, propone otra comprensión del intelectual, rebajado en su autoconciencia ―y que restituye el modo en que Zola se apoyó en Dreyfuss, Rusell en las víctimas de los crímenes norteamericanos en Viet Nam, y Sartre en las de la represión y la tortura por el ejército francés en Argelia―, para sostener a través de esa humanidad ―apoyándose en ella― su propia conciencia, su propia capacidad de inmutarse, de indignarse, de gritar «no estoy de acuerdo», y saber que va la vida de todos en hacer algo por impedirlo, como sucede en un conocido poema de Brecht.
Edmund Burke, viendo la posibilidad del triunfo de los jacobinos en Francia, pidió conservar en secreto el lugar donde sus restos mortales reposarían, para quedar a buen resguardo de sus enemigos, aún más allá de la muerte. En este libro Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria hacen lo contrario: primero, advierten a la conciencia «universal» que quienes piensen que Cuba no es verdaderamente socialista y que no hay nada que hacer con ella, la están cediendo «con todos sus habitantes al capitalismo estadounidense, que es la única alternativa realmente existente»; luego, anuncian el lugar donde irán a parar sus huesos: lejos de los restos de Flaubert y de Goncourt ―»responsables de la represión que siguió a la Comuna, por no escribir una línea para impedirla», como decía Sartre― y más cerca de los de Zola, Russell y de aquel hombre que, en Cuba, quedase en pie con dignidad y dijese: «No».
La Habana, 28 de agosto de 2005
[1] Cuba 2005, Editorial Hiru, Hondarribia, 2005, p. 270. El libro contiene, además, los textos «Gracias a Cuba», de Carlo Frabetti; «Cuba sí, pero comunista», de John Brown; «El coloquio», de Belén Gopegui, así como dos entrevistas de Santiago Alba: una con Abel Prieto, Ministro de Cultura de Cuba, y otra con Iroel Sánchez, Presidente del Instituto Cubano del Libro. En su conjunto, es una muy valiosa obra de interpretación sobre la realidad cubana, sus contextos y el significado de la Revolución.