Ante todo debo decir que el presente título no lo trato en términos estrictamente políticos. Lo sitúo en el plano sociológico y más exactamente antropológico. Ya hay cientos de politólogos, de periodistas, de expertos y de aficionados que lo bordan. Yo apunto hacia el lado humano de la debilidad y de la estupidez tan frecuente […]
Ante todo debo decir que el presente título no lo trato en términos estrictamente políticos. Lo sitúo en el plano sociológico y más exactamente antropológico. Ya hay cientos de politólogos, de periodistas, de expertos y de aficionados que lo bordan. Yo apunto hacia el lado humano de la debilidad y de la estupidez tan frecuente entre los políticos y en la política. Y por otro lado añado, que por supuesto aquí me refiero tanto al gobernante conservador como al progresista españoles, sin olvidar que el conservador, por las connotaciones guerracivilistas más de derechas que conservador, lo tiene más fácil al estar su ideario mucho más próximo al pensamiento único que domina el parlamento europeo y mundial, que el del socializante.
Se acostumbra en España a aplaudir o a maldecir al gobernante. No hay término medio. Pero no es fácil ver la otra cara, triste, de la moneda del poder político (aquí y en todas partes pero menos) embutido en el económico y financiero. Me refiero al espectáculo de la impotencia del gobernante que, a menos que fuese un impostor que no es, da una imagen entre ridícula y patética del quiero y no puedo permanente. Y, como aclaro al principio, no lo digo sólo por el actual presidente del gobierno sino también por todos los que han ido desfilando del bipartidismo hasta ahora. Porque tampoco el presidente de gobierno anterior, siendo a todas luces cómplice o encubridor de muchas fechorías de los de su partido, pudo hacer las cosas que hubiera querido y como hubiese querido…
Desde que España entró a formar parte de la Unión Europea que coincidió más o menos con su entrada triunfal en el reino de las democracias pimpantes europeas tras la muerte del dictador, se han visto aquí a dos tipos de gobernante: uno es el que estaba ciegamente a favor del statu quo económico de estas democracias, y otro es el que, no estando a favor del neoliberalismo antes de gobernar, poco a poco fue renunciando a los principios y postulados de sus mítines, para acabar sucumbiendo a los dictados del establishment. Pero no del establishment político, sino del económico, que es un régimen de corporaciones nacionales que desplaza a los Estados a los que sólo les falta las siglas S.A. España, S.A., por ejemplo. La marca España, de la que tanto se habla, ya lleva en sí el marchamo de lo que está entre lo comercial y lo económico. Lo político es casi irrelevante.
En estas condiciones ¿qué puede hacer un gobernante socialista que sea muy diferente de lo que hace el otro descaradamente neoliberal? Muy poco. Tan poco puede hacer que, para no poner patas arriba todo el tinglado, sus políticas apenas puedan ir un poco más allá de corregir costumbres corregibles, establecer o modificar normas relativas al género, al aborto, a la eutanasia y a otras cuestiones que ahora se me escapan relacionadas con las peculiaridades de un país y de una sociedad llegados del frío de la dictadura, y a condición de que todo ello no afecte directamente a lo económico. Por ejemplo ahora, la exhumación de los restos del tirano, la expropiación o confiscación de los bienes patrimoniales de sus herederos apropiados por obra y gracia de la dictadura, la supresión de los títulos nobiliarios dados por el dictador, o demás vestigios de aquella época. O referéndums sobre la forma de Estado o sobre la reforma territorial, e incluso constitucional en detalles que no den demasiado problema. Y todo ello, si se atreve, en medio de una tensión social insoportable. En todo lo demás el gobernante, socializante o no, poco tiene qué hacer. Los poderes bancario, económico, financiero y eclesiástico bloquean cualquier iniciativa que afecte a su interés y/o a su estabilidad.
Los fundamentos del ya famélico socialismo se han esfumado. El deseable igualitarismo económico, la protección de la sanidad y de la enseñanza, la subsidiariedad del Estado frente al desamparo de grandes porciones de sociedad, y la conservación de los bienes y servicios públicos no son conquistas o posibilidades que estén ya al alcance del gobernante, pues no dependen de sus deseos ni de sus recursos técnicos; ni siquiera de iniciativas legislativas que la oposición no está dispuesta a tolerar. Pero si a pesar de ello el gobernante se obstinase con decretos leyes, la crisis consiguiente sería de tal envergadura que no tendría más remedio que dar marcha atrás o dimitir.
Y es que podría decirse sin exagerar que los presidentes o jefes de gobierno europeos de la UE no pasan de ser meros cónsules romanos de las respectivas provincias del Imperio Económico de Occidente, a cuyo mando están los emperadores del vil metal convertido ahora en bits coins. Y el actual presidente de gobierno español, que a priori no es cómplice declarado del sistema, supuestamente desconocedor antes de alcanzar el poder del verdadero papel que sus homólogos europeos sí conocen y asumen, está comprobando que cuando hacía promesas rotundas y ridículamente reiteradas, era un ignorante del escaso alcance del poder real del gobernante que ahora es. Todo lo que, creo yo, explica su imagen cuanto menos patética frente a sus seguidores, a sus militantes y a sus votantes socialistas.
Mientras el sistema económico y financiero reinantes sean los que son, mientras persistan los paraísos fiscales, mientras las ingenierías especulativas e improductivas sean la columna vertebral de la economía, y mientras la sociedad española tenga la configuración que tiene, los socialistas y jacobinos aspirantes a gobernar España, o ya en el gobierno, deberán pasar por las prescripciones de los poderes fácticos y por la resistencia numantina de los franquistas. Así es que si no quieren prestarse a ser un títere al servicio de aquellos pero tampoco están dispuestos a hacer la revolución, más vale que no se presenten a los comicios.
Dejen el camino expedito a los dueños políticos de este país, los vencedores de la guerra civil, también cómplices de los poderes económicos y de los eclesiásticos, a los que ya se unieron hace mucho otros de los suyos al renunciar a lo que ahora ya se revelan como fines demasiado peligrosos de la socialdemocracia. Aunque sigan mintiendo y robando a mansalva, España tendrá la fiesta en paz y ellos no harán el ridículo. El inteligente y esforzado economista Varoufakis no pudo. La suerte de España no está echada de manera muy distinta a la de Grecia. De modo que o hagan la revolución o sean razonables y esperen a que pase el tiempo preciso para que la sociedad, antes que las leyes, madure al nivel del siglo que vivimos: el único remedio posible. Todo lo que pase de un mero maquillaje, significa volver al 36…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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