Este 2006, en el que tanto se habla de segunda transición o, en el caso de Euskal Herria, de posible construcción de condiciones hacia la resolución del conflicto, coincide, entre otros, con el 25 aniversario de la muerte por tortura de Joseba Arregi, así como de aquella muestra del «Celtiberia Show» que fue el 23-F […]
Este 2006, en el que tanto se habla de segunda transición o, en el caso de Euskal Herria, de posible construcción de condiciones hacia la resolución del conflicto, coincide, entre otros, con el 25 aniversario de la muerte por tortura de Joseba Arregi, así como de aquella muestra del «Celtiberia Show» que fue el 23-F (sobre cuyas implicaciones sigue, por cierto, habiendo «increíbles» lagunas y un injustificable secretismo); coincide también con el 30 aniversario de los crímenes de Montejurra y los asesinatos de trabajadores en Gasteiz, y con el 70 aniversario del sanguinario golpe militar dado por Franco con el apoyo de la gran derecha económica y de la Iglesia. Y coincide, además, con un fortalecimiento escénico del grannacionalismo español más asilvestrado y, en definitiva, con una coyuntura política que vuelve a poner de relieve que la transición supuso, finalmente, la legitimación del golpe militar y de los 40 años de franquismo y todas sus estructuras de poder.
La beligerancia de un PP heredero directo del franquismo socio-económico y cada vez más situado en la extrema derecha, el resurgimiento de la Iglesia española como lobby político, el histerismo reaccionario de los quintacolumnistas mediáticos, las catalanofobia y vascofobia rampantes, el «ruido de sables» cada vez que se sugiere algún cambio, el afloramiento de un siempre latente franquismo sociológico, el «pacto de silencio» sobre todo lo que rodea a la monarquía y a ciertos grandes escándalos, la generación de leyes «a la carta» para acabar con toda forma de disidencia y posibilitar la cadena perpetua, el neoliberalismo más salvaje sin respuesta sindical ni popular alguna, la escandalosa politización de la judicatura, la inexistencia de una intelectualidad comprometida, la potenciación de la tortura, el resurgimiento de los viejos fantasmas «secesionistas», las campañas de agitación al más puro estilo fascista, la debilidad y cobardía política del PSOE, la maquinaria de represión del pensamiento… todo, absolutamente todo, deja en evidencia que el entierro de la memoria histórica y de las responsabilidades franquistas operado durante la Transición se ha traducido, en la práctica, en lo que Vidal-Beneyto llama «la naturalización histórica del franquismo» y, a la postre, en el desarrollo de una «democracia española» de ínfima calidad, incapaz de exigir responsabilidades y poner en su sitio a ese bloque histórico dominante que, a partir de 1936, practicó una implacable «limpieza».
Tema, por cierto, tan llamativo, que hasta Ignacio Ramonet le dedica portada en «Le Monde Diplomatique» de febrero bajo el título de «¿Qué España?».
Las cosas no ocurren por casualidad y tienen sus responsables. Y responsables de aquella transición «modélica», que traicionó a todos los centenares de miles de víctimas del franquismo y que ha resultado en el fiasco actual (y el vigor presente del neofranquismo), fueron no sólo los franquistas que se metamorfosearon en demócratas con el apoyo de Washington, sino todas esas fuerzas políticas, PNV incluido, que, ansiosas por hacerse ¡por fin! con un trocito del pastel, se apuntaron al «invento» con la mentirosa excusa de que la ruptura habría provocado una sangrienta involución, opción que siguieron justificando al colaborar en la posterior amnesia y en la salvaje represión de quienes, como la izquierda abertzale, se negaron a aceptar el engaño y llevan 30 años «añadidos» de lucha y castigo por conseguir algo tan democrático como es el derecho de autodeterminación, o el derecho del pueblo vasco a decidir como más eufemísticamente se le llama ahora.
En este 2006 de lúgubres aniversarios y de muestras de vigor del neofranquismo económico y social más intolerante, no parece, sin embargo, que el PSOE y demás partidos autoproclamados de izquierdas y/o democráticos estén en disposición de recuperar realmente la memoria colectiva y de llamar a las cosas por su nombre, como único modo de ir desarrollando una cultura auténticamente democrática. Así, mientras desde el PP llevan ya años fortaleciendo la versión que considera que el alzamiento militar del 36 y la posterior dictadura fueron necesarios e incluso positivos (y, por tanto, reproducibles aunque desde otros parámetros en la Europa de hoy), el resto de partidos tanto estatales como del nacionalismo periférico no muestran ningún deseo de socializar realmente que el franquismo fue un régimen terrorista que es preciso condenar sin paliativos y sobre cuya sangrienta historia es necesario que aprendan las nuevas generaciones. Lo cual, por otra parte, es normal, dado que ello les supondría cargar con su cuota de responsabilidad por el modo en que se hizo ese maquillaje que fue la transición y las consecuencias que todo ello ha tenido y está teniendo.
Tienen, sí, organizados próximos congresos y foros sobre la guerra del 36, pero de tipo académico y poco reivindicativo y, según se puede sospechar, pensados en el fondo para darle carpetazo al tema y, a la postre, acabar legitimando el orden político y social vigente.
Al fin y al cabo, ahora que tanto el PP como una mayoría significativa del PSOE exigen que en el contencioso vasco haya vencedores y vencidos, al tiempo que se acusa de revanchista cualquier alusión al terror, corrupción y víctimas del franquismo, es decir, al tiempo que se exige carta blanca para todos los herederos del dictador en nombre de la «convivencia», a la gran mayoría de partidos le resultaría comprometido y contradictorio explicar, tanto desde la historia como desde la política, a quién y por qué se niega o concede el estatuto de víctima, quién y por qué se merece el lábel de «demócrata» o cómo y por qué se ha llegado en el Estado a una situación en la que el 37% de los jóvenes cree que una dictadura puede ser necesaria o que lo mismo da dictadura que democracia, siempre que haya «orden y progreso».
Independientemente a/conjuntamente con los pasos que se puedan ir dando para el establecimiento de las bases para la resolución del conflicto en Euskal Herria, es preciso trabajar y movilizarse para que el camino que se vaya abriendo lo sea sin miedos ni coacciones ni sabotajes de la derecha de siempre. Y para ello cultivar y socializar la memoria histórica reciente es imprescindible. Ningún curriculum vasco, ninguna reforma educativa seria ni tampoco ningún avance real en la consolidación de las libertades nacional y social podrán ser efectivos sin un mantenimiento social de la condena del franquismo y sus perdurables secuelas.