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La incapacidad de la izquierda para gestionar la economía informal

Fuentes: Ctxt

El trabajo informal nunca ha encajado en las categorías tradicionales de la izquierda. Mientras que la gobernante lo ve como un espacio pendiente de regulación, en círculos más libertarios es común tratarlo como una esfera dominada por el capitalismo

En su reciente entrevista para Catalunya Plural, la comisionada de Inmigración, Interculturalidad y Diversidad de Barcelona, Lola López, criticó duramente al Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes. Tras afirmar que «no ha habido racismo» en la gestión del conflicto, añadió que «ningún colectivo, ni de negros ni de autóctonos, puede desarrollar la venta ambulante ilegal» y que «si les dejamos a ellos, para mí, sí que se estaría desarrollando una política racista: una política diferenciada, y sólo por el hecho de ser negros.»

Se trata de una lectura sorprendentemente simple, por no decir tergiversada, de lo que implica el racismo. Además, deja entender que tanto la participación en el sindicato como la venta ambulante son determinadas exclusivamente por la negritud, cuando cualquiera que ha asistido a una manifestación o a los «mercadillos rebeldes» organizados por el Sindicato Popular sabe que, además de africanos negros, hay decenas de vendedores de otros colores y lugares del mundo. Eso sí, prácticamente ninguno blanco.

La comisionada no duda en sentenciar que «este es un Sindicato más político que de clase». Esta última frase es, quizás, la más reveladora de la entrevista. Porque por una parte, deja claro que la lucha de los vendedores ambulantes es una molestia importante para el gobierno de Barcelona En Comú. Y por otra, tras negar el impacto del racismo sobre su situación, utiliza conceptos como la clase o la política para desprestigiar a la lucha de unos trabajadores que pocos dudarían en considerar desposeídos.

¿Cómo puede ser que un gobierno de izquierdas falle tanto a la hora de emplear conceptos como el racismo, la clase o la política? Propongo que parte del problema está en su concepción del trabajo y, más específicamente, en la informalidad.

El trabajo informal nunca ha encajado fácilmente en las categorías tradicionales de la izquierda. Mientras que la izquierda gobernante tiende a verlo como un espacio pendiente de regulación, en círculos más libertarios es común tratarlo con recelo como una esfera dominada por los valores capitalistas. Para los sindicatos mayoritarios, el trabajo informal es sólo una forma más de explotación que afecta a mujeres, migrantes u otros grupos específicos por encima de tantos otros. La Organización Internacional del Trabajo (OIT), por ejemplo, define sus rasgos característicos como la falta de protección hacia el impago de salarios, los turnos u horas extras obligatorias, los despidos sin previa notificación o compensación, la inseguridad y la ausencia de prestaciones sociales.

El concepto de «la economía informal» fue acuñado por el antropólogo Keith Hart en los años setenta mientras estudiaba el trabajo de bajos ingresos en Accra, Ghana. Es un término peculiar si consideramos que, de acuerdo con la OIT, entre la mitad y tres cuartos del trabajo no agrícola que se lleva a cabo en los países en vías de desarrollo encaja en esta categoría. De hecho, la OCDE afirma que en 2009, la mitad de los trabajadores del mundo eran informales, y que para el 2020, el número crecerá hasta los dos tercios del total. Por tanto, al nombrarlo «informal», nos referimos a la mayor parte del trabajo que se está llevando a cabo en el mundo como trabajo anómalo, periférico a la economía global «formal».

Esta no fue la intención de Hart al aplicar el término por primera vez. Partiendo de la noción marxista del «ejército industrial de reserva», estaba más interesado en conocer si bien la «población sobrante» de trabajadores pobres en el tercer mundo urbano era una «mayoría explotada pasivamente» o si sus actividades económicas informales poseían «una capacidad autónoma de generar ingresos». En aquel momento, Hart concluyó que se daban ambas cosas en cierta medida y que, por tanto, ahí había potencial para el desarrollo económico.

La OIT se mostró particularmente entusiasmada por sus hallazgos. Después de ver a Hart presentar su trabajo en una conferencia en 1971, y antes de que pudiera publicar su trabajo en una revista académica, mandaron un grupo de trabajo a Kenya. Allí, examinaron el potencial de convertir la economía tradicional del país – a la que empezaron a referirse como «el sector informal»- en algo más en la línea de la «economía formal» de los estados de bienestar occidentales. Este planteamiento continúa hoy en día, y la formalización del trabajo informal es uno de los puntos clave del «Programa de trabajo decente» de la OIT.

Mientras tanto, la posición de Hart ha evolucionado. En los últimos años, ha planteado la economía informal como la antítesis del nacional-capitalismo que domina el comercio mundial. También plantea que se ha convertido en «una característica universal de la economía moderna» a raíz del deterioro de las condiciones laborales en los países ricos, que empezó en los años ochenta con Thatcher y Reagan y se agudizó a partir de la Gran Recesión.

La socióloga Saskia Sassen atribuye esta expansión del trabajo informal en los países ricos a dos procesos fundamentales. El primero es el crecimiento de la desigualdad y los cambios resultantes en los hábitos de consumo de ricos y pobres. El segundo, la incapacidad de la mayoría de los trabajadores para competir por los recursos necesarios en los contextos urbanos, ya que las grandes empresas tienden a aumentar los precios de éstos. Esto es particularmente notable en el precio del espacio comercial.

Aún así, aumentar los costes de la participación en el comercio o el mercado laboral nacional no es competencia exclusiva de la iniciativa privada. El Estado juega un papel crucial en la reproducción de las relaciones nacional-capitalistas a través de la inclusión selectiva o la criminalización de ciertos tipos de personas y ciertos tipos de trabajos. Esto resulta especialmente claro en el caso de las personas sin papeles o las personas con antecedentes penales. Ambos grupos son convertidos en trabajadores minorizados, expulsados de la economía formal y almacenados en barrios marginales, prisiones o centros de detención.

Si el neoliberalismo es, como reclama el sociólogo Loïc Wacquant, «una articulación del estado, el mercado y la ciudadanía que se aprovecha de lo primero para imponer la marca de lo segundo sobre los últimos», es la tensión entre el desempleo, la informalidad y la supervivencia la que hace que sus instituciones represivas sean tan difíciles de escapar para quienes pasan por ellas. Al abarcar todo el trabajo que queda fuera del halo de legitimidad que consagra los valores del nacional-capitalismo, en el imaginario occidental la informalidad suele ser relacionada con la corrupción y la violencia. Esto tiene implicaciones tanto a nivel global como a escala local. En los países pobres, la economía informal dota de impulso a la colonización mediante la imposición de las normas y la legalidad occidentales. En cambio, en los países ricos los ciudadanos creen que la inseguridad laboral sufrida por los trabajadores informales es terreno abonado para mafias oscuras y por lo tanto una amenaza para la seguridad ciudadana.

La reciente entrada en vigor de la draconiana Ley de Seguridad Ciudadana es un buen ejemplo de cómo esta dinámica social acaba convertida en ley pública. Mejor conocida como la Ley Mordaza, esta legislación atrajo una atención considerable por parte de la prensa internacional y defensores de derechos humanos por el enfoque que le da al derecho de protesta. Se escribió considerablemente menos sobre cómo la ley castiga el hecho de ser pobre en público a través de la imposición de grandes multas a los trabajadores informales que dependen de su capacidad para acceder al espacio público. Junto a la reforma del código penal, la nueva legislación inauguró un cambio cualitativo en la persecución de la pobreza que cimentó el papel del sector informal como el canal que conecta las prisiones con la periferia urbana.

Si el proyecto colonial consiste en someter todas las formas de valor y legitimidad a las formalidades de un orden legal racista, la informalidad es lo que está más allá del alcance del Soberano y, al mismo tiempo, lo que crece entre las grietas de su arquitectura institucional. En un contexto en que la multiplicación del trabajo y la emergencia de nuevas formas de empleo están probando los límites de esta arquitectura, la informalidad puede ser apropiada para fortalecer el nacional-capitalismo que describía Hart u organizada para desmantelarlo.

La irrupción de la llamada «economía colaborativa» es un ejemplo de cómo la informalidad puede ser apropiada para fortalecer el nacional-capitalismo. Después de que la crisis financiera dejara sin empleo a millones de trabajadores jóvenes, muchos de ellos respondieron a su falta de acceso al espacio comercial vendiendo su trabajo por internet. ¿El resultado? Empresas como Über o Amazon Mechanical Turk privatizaron el networking que permitía que estos trabajadores ingresaran algo, para luego retar a los gobiernos a adaptar sus estructuras legales a su esquema de empleo sin prestaciones, basándose en el argumento de que no son empleadores, sino plataformas.

En cambio, el Sindicato Popular respondió a su falta de acceso a los espacios comerciales ocupando el espacio público. Ahí, a través de la venta de los productos falsificados, han re-apropiado una parte del valor de mercado asociado a las grandes marcas de moda para alimentar un sistema de apoyo mutuo que provee comida y amparo a personas sistemáticamente desposeídas. A día de hoy, este es el trabajo que se criminaliza. Pero en última instancia, el Sistema D del Sindicato Popular se parece a una «economía colaborativa» y el clientelismo de Über lo que se asemeja más a una mafia.

La cuestión de cómo se organiza la informalidad es una de las grandes preguntas de este siglo. El paro de larga duración se está convirtiendo cada vez más en un rasgo distintivo de la economía global y los sistemas se están viendo obligados a adaptarse a un modelo u otro. En este contexto, el sindicalismo de calle (y de clase) del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes es un ejemplo vital de lo que ocurre cuando la dignidad humana se impone sobre los derechos de propiedad.

Fuente: http://ctxt.es/es/20160921/Firmas/8498/manteros-barcelona-en-comu-economia-informal.htm