La instrumentalización de las personas afectadas por las acciones de violencia insurgente en el País Vasco ha sido uno de los recursos más habituales de amplios sectores del nacionalismo español en su maniobra de deslegitimación de los intentos de buscar una salida al conflicto armado abierto a finales de los años sesenta. Ello ha quedado […]
La instrumentalización de las personas afectadas por las acciones de violencia insurgente en el País Vasco ha sido uno de los recursos más habituales de amplios sectores del nacionalismo español en su maniobra de deslegitimación de los intentos de buscar una salida al conflicto armado abierto a finales de los años sesenta. Ello ha quedado especialmente patente cada vez que se han producido movimientos en el seno de la izquierda abertzale con vistas a la superación de la lucha armada. Así se visualizó durante las conversaciones mantenidas por representantes de ETA con emisarios del PSOE y del Gobierno de España entre junio de 2005 y mayo de 2007, contexto en que la virulenta campaña de boicot desatada por la derecha política y mediática española, que tuvo a algunas asociaciones de víctimas de ETA como uno de sus principales arietes, contribuyó notablemente al agravamiento del clima de desconfianza entre los interlocutores y a incumplimientos varios por ambas partes de los compromisos contraídos, que concluyeron con el fracaso final del proceso de paz. La posición de una de las más extremistas de dichas asociaciones ya había sido expresada con toda claridad en el proceso abierto al socaire del Acuerdo de Lizarra, suscrito el 12 de septiembre de 1998 por PNV, HB, EA, IU-EB, Zutik, Batzarre y la mayoría sindical vasca (formada por ELA, LAB, ESK, STEE-EILAS, EHNE e Hiru) y que posibilitó que, tres días después, la organización armada declarara una tregua indefinida. La entonces presidenta de Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), Ana María Vidal-Abarca, recibió así el anuncio de la tregua: «Sabemos cuáles son los objetivos de los terroristas y éstos deben ser inalcanzables» (El País, 18-09-1998). En realidad, esta prescripción contiene uno de los criterios observados por los sucesivos gobiernos españoles desde que, a finales de los años sesenta, ETA iniciara la lucha armada: combatir no solamente a los grupos que utilicen medios violentos para la consecución de un Estado vasco independiente, sino también la propia posibilidad de que este objetivo político sea realizable, cualesquiera que sean los medios utilizados en su defensa. Desde esta misma premisa otra de las más recalcitrantes de dichas entidades, la plataforma Voces Contra el Terrorismo, afirma que «los españoles en su conjunto se consideran víctimas del terrorismo», toda vez que «los propósitos políticos de los terroristas» consistirían en «destruir España» (http://www.vocescontraelterrorismo.org/).1
Acaso con pretensiones de menor definición ideológica pero con idéntica intención de arrogarse capacidad legislativa y judicial irrumpieron otras asociaciones de víctimas de ETA tras el anuncio por parte de ésta del cese de las «acciones armadas ofensivas» difundido por la BBC el 5 de septiembre de 2010 y ante los continuos rumores sobre una inminente declaración de alto el fuego de mayor envergadura. La iniciativa de mayor calado en esta línea fue la elaboración de un documento en que diversas asociaciones exhortaban al Gobierno de España a exigir a toda expresión organizativa de la izquierda abertzale la «condena» de todo el «historial delictivo» de ETA como conditio sine qua non para ser reconocida legalmente (El País, 27-12-2010). Tras el anuncio de ETA, el pasado 10 de enero, de un alto el fuego «permanente», «de carácter general» y verificable y la solicitud de Sortu de inscripción en el registro de partidos, la presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo reiteraba esta petición (entrevista a Maite Pagazaurtundua, en El País, 13-02-2011) y aducía que, con la posible legalización de Sortu, estaba en jugo «la victoria del Estado de derecho sobre el terror de ETA» (El País, 14-02-2011).
En honor a la verdad, empero, debe constatarse que dichas posiciones no representan a la totalidad de las personas afectadas por acciones violentas de grupos insurgentes y que, antes bien, ha habido sectores que han expresado públicamente su hartazgo ante la manipulación política de que se les pretende hacer objeto. Una de las personas que más claramente se ha pronunciado en este sentido ha sido Cristina Sagarzazu, viuda del jefe del servicio de información de la Ertzaintza Ramón Doral, quien afirmó lo siguiente en un debate sobre el llamado Plan de Educación para la Paz y los Derechos Humanos ideado por los responsables del actual gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca (CAV): «Yo a menudo lo he pasado peor con algunas víctimas de ETA que con familiares de víctimas de los GAL. […] Algunas víctimas están muy politizadas» (Berria, 9-05-2010). Ello no ha obstado para que el discurso de determinadas asociaciones de víctimas condicionara la agenda de los sectores españolistas y de los órganos del Estado, que han asumido casi sin fisuras los postulados de estas organizaciones. Entre los numerosos dislates que se han podido oír al respecto durante los últimos meses puede destacarse la opinión de Gregorio Peces-Barba, alto comisionado para el Apoyo a las Víctimas del Terrorismo entre diciembre de 2004 y septiembre de 2006. A su juicio, una de las pruebas de la continuidad de Sortu con Batasuna era la presencia de Iñigo Iruin como abogado de la nueva formación, puesto que había sido «defensor de las causas de ETA» (El País, 25 de marzo de 2011), argumento que tiene el doble mérito de cargarse de un solo plumazo el derecho a la defensa y el derecho al ejercicio de la abogacía de una persona que no ha sido suspendida para ello.
La «condena» de la violencia (insurgente) como pretexto
La manida exigencia de «condena» de la violencia infligida por la insurgencia no puede dejar de generar estupor en un Estado donde la represión ejercida por una dictadura fascista de alrededor de cuarenta años de duración ha gozado de total impunidad judicial y social. En este sentido, son de todo punto pertinentes las palabras de la mencionada Cristina Sagarzazu: «Todavía no hemos acabado de hablar de la guerra de 1936, de una dictadura de 40 años… Pero todo eso hay que taparlo y hablar del terrorismo, de las víctimas de unos y de otros… […] ¿Cómo vamos a resolver lo de hoy si no sabemos qué pasó ayer?» (Berria, 9-05-2010).
En segundo lugar, la exigencia de profesar una posición determinada sobre cualquier cuestión para obtener el reconocimiento a la existencia política legal constituye una flagrante violación de la libertad de conciencia e implica la imposición jurídica del pensamiento obligatorio. En el caso de la célebre «condena de la violencia» insurgente, debe repararse en que esa pretensión carece de toda relación con la depuración de responsabilidades penales por la comisión de actos delictivos; antes bien, se trata de un asunto de mera opinión. Tal y como indica el constitucionalista Javier Pérez Royo, «el derecho a que nadie te pregunte sobre lo que piensas acerca de una determinada cuestión o a que te hagan un juicio de intenciones con consecuencias jurídicas sobre lo que has querido decir al pronunciarte sobre un determinado acontecimiento es casi el único derecho fundamental que no tiene límites» (Javier Pérez Royo, «El derecho de Batasuna a no condenar», El País, 20-08-2002).
En tercer lugar, la postulación de la «condena de la violencia» ─que sólo se aplica a la de carácter insurgente─ ha sido utilizada como instrumento propagandístico para la creación de un frente de exclusión y estigmatización de la izquierda abertzale. Inicialmente, se utilizó para aplicar una política de rechazo a establecer acuerdo alguno con ella en las instituciones, al socaire de la política unitaria de contrainsurgencia diseñada en el denominado Acuerdo para la normalización y pacificación de Euskadi (conocido como Pacto de Ajuria Enea), suscrito el 12 de enero de 1988 por PNV, PSE-PSOE, Alianza Popular, CDS, Euskadiko Ezkerra y EA. Tras la ruptura de ese frente con motivo del frustrado proceso de paz abierto por la firma del Acuerdo de Lizarra y después del fracaso del frente PP-PSE para obtener la presidencia del gobierno de la CAV en las elecciones de mayo de 2001, la no «condena» de las acciones de ETA se convirtió en uno de los pseudoargumentos esgrimidos por la Fiscalía y la Abogacía del Estado para motivar la petición de ilegalización de las diversas expresiones políticas de la izquierda abertzale (si bien la jurisprudencia es de todo punto anfibológica e incoherente en lo tocante al valor jurídico de la «condena» de la violencia en causas de ilegalización de partidos o impugnación de candidaturas, sobre todo porque tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional, más que doctrina, se han limitado a elaborar razonamientos ad hoc para dar apariencia jurídica a la decisión política previamente adoptada). En cualquier caso, debe retenerse que el recurso a la «condena de la violencia» insurgente es y ha sido una mera racionalización que sólo tenía sentido en la medida en que quienes eran exhortados a proferirla no lo hacían.
Si en algo ha resultado clarificadora la dinámica política de las últimas semanas y meses, con la aparición del panaceico «rechazo» de la violencia de ETA por parte de Sortu, ha sido en que ha evidenciado que la relación causal no consistía en preconizar la exclusión de la izquierda abertzale porque no «condenaba» las acciones de ETA, sino que se blandía la retórica de la «condena» precisamente porque el hecho de que aquélla a la sazón no «condenara» la violencia insurgente permitía racionalizar su exclusión política.2 El mediador Alec Reid expresó con toda claridad por qué la izquierda abertzale política no estaba en condiciones de «condenar» las acciones de ETA cuando ésta operaba: «Debe pensarse que en esta situación Batasuna es el único partido con capacidad de influir en ETA y, al pedirle que la condene, está destruyendo la única vía de influencia y comunicación con ETA. Con esa posición, destruye el mejor aliado que podría tener para llegar a la paz, es decir, para influir en ETA» (entrevista a Alec Reid, en Argia, 29-04-2007). Por eso eludía la izquierda abertzale todo juicio moral en torno a las acciones de ETA, no porque las aprobara orgánicamente (ni siquiera mayoritariamente), como interesadamente pretende la propaganda de contrainsurgencia.
En realidad, la «condena» de la violencia (insurgente) es uno más entre los múltiples pseudoproblemas con que la elite política intenta ocultar los conflictos políticos de fondo. En este caso, que el conflicto no es si se «condenan» o no determinadas expresiones de violencia, sino la existencia de la propia violencia y el conflicto político subyacente. No en vano, la mayoría de partidos cuyas direcciones se han pasado años intentando persuadir a la ciudadanía en torno a la trascendental divisoria politicomoral contenida en la «condena» o no de la violencia insurgente han suscrito acuerdos políticos con la izquierda abertzale carentes de toda alusión condenatoria cuando lo han juzgado conveniente: ya orgánicamente, como en el Acuerdo de Lizarra, ya a título supuestamente personal, como en el manifiesto Ahotsak, aprobado el 6 de abril de 2006 por mujeres militantes de todos los partidos con representación parlamentaria en la CAV y Navarra ─excepto del PP-UPN y CDN─ y de la izquierda abertzale. Asimismo, se han evitado cuidadosamente las referencias a la «condena» de la violencia (de ETA) cuando el voto favorable de la izquierda abertzale ha sido imprescindible para que determinadas iniciativas parlamentarias prosperaran, como en el caso de la Ley 9/2008, de 27 de junio, de convocatoria y regulación de una consulta popular al objeto de recabar la opinión ciudadana en la CAV sobre la apertura de un proceso de negociación para alcanzar la paz y la normalización política, aprobada con el apoyo del PNV, EA, IU-EB, Aralar y una diputada de EHAK.
Lavar la cara al franquismo
La política y los discursos promovidos desde las instituciones públicas y los principales partidos políticos para reparar a las víctimas de la violencia insurgente han contribuido a pergeñar un relato histórico tendente a la dulcificación de los últimos años del franquismo y de su carácter no solamente autocrático, sino también extremadamente violento. Así, en la sesión de la Comisión Especial del parlamento de la CAV sobre los hechos de Vitoria del 3 de marzo de 1976 celebrada el 12 de junio de 2008, el entonces diputado del PSE y actual viceconsejero de Cultura del Gobierno vasco, Antonio Rivera, sostenía que no «podemos decir» que el contexto político en que la policía franquista perpetró la mayor acción represiva contra una huelga obrera de toda la historia del régimen «era una situación de dictadura», sino solo «un intermedio un tanto extravagante y extraño».3 Para despedir ese interesado argumento revisionista, baste recordar que en marzo de 1976 permanecían en la ilegalidad todas las formaciones de la oposición antifranquista y que seguían en vigor, entre otras muchas disposiciones represivas, algunos de los preceptos del Decreto ley 10/1975, de 26 de agosto, sobre prevención del terrorismo. De hecho, la irrupción de la policía en la iglesia de San Francisco de Asís del barrio vitoriano de Zaramaga estaba amparada por las facultadas excepcionales que el Decreto ley otorgaba al Gobierno en materia de registros en lugares cerrados. En la misma línea, cuando, siete meses después, ETA (m) atentó mortalmente contra el presidente de la Diputación Provincial de Guipúzcoa, Juan María Araluce, y su escolta, el ministro de la Gobernación, Martín Villa, descartaría una nueva promulgación del estado de excepción en la provincia alegando nada menos que «las posibilidades que nos da la legislación antiterrorismo», que hacían dicha medida innecesaria, por cuanto «las detenciones pueden circular en un marco de mayores facilidades, e incluso la entrada en los domicilios en estos supuestos también son posibles» con la aplicación del mencionado decreto (El Correo Español, 5-10-1976).
En segundo lugar, la mencionada reparación de las víctimas de la violencia insurgente ha sido utilizada por los poderes públicos como pretexto para lavar la cara a los responsables políticos y policiales de los últimos años del franquismo, así como para invisibilizar y, en última instancia, legitimar la represión de la dictadura. Un claro ejemplo de ello se encuentra en la Ley 32/1999, de 8 de octubre, «de solidaridad con las víctimas del terrorismo», que prevé medidas de reparación para las personas afectadas por actos de grupos insurgentes nada menos que desde 1968 (art. 2.2). Por si no había quedado claro lo que implicaba la inclusión de la última etapa del período franquista en el ámbito de vigencia de la ley, el 19 de enero de 2001 el Consejo de Ministros aprobó, de conformidad con lo dispuesto en su artículo 4.3, la concesión póstuma de una condecoración honorífica al colaborador de la Gestapo y jefe de la Brigada de Investigación Social de San Sebastián Melitón Manzanas, muerto a tiros por ETA el 2 de agosto de 1968, en el primer atentado mortal premeditado de la organización.
Igualmente preocupante resulta la narración histórica implícita en la ley, que supone una flagrante regresión respecto de la contenida en la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de amnistía, que preveía la amnistía para » todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado» realizados antes del 15 de diciembre de 1976 (art. 1.a), así como los realizados entre ese día y el 15 de junio de 1977 (fecha de las primeras elecciones pluripartidistas celebradas en España desde febrero de 1936). En este último caso, empero, el legislador ponía como condición que «se aprecie un móvil de restablecimiento de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España» (art. 1.b). Con estas disposiciones, se admitía implícitamente tanto (a) la ilegitimidad del régimen franquista, al menos en lo atinente a su carácter negador de las libertades públicas y nacionalmente opresor, cuanto (b) la legitimidad de la lucha ─incluyendo la de carácter insurgente─ contra él. 4 En total contradicción con estas premisas, la Ley 32/1999 establece un continuum entre franquismo y democracia parlamentaria y reconoce moral y económicamente a los agentes de la represión franquista que fueron objeto de atentado. Tras las numerosas protestas por la concesión de la distinción honorífica a Manzanas, el Congreso de los Diputados realizó una burda rectificación ad hoc del artículo 4 (Ley 2/2003, de 12 de marzo, de modificación de la Ley 32/1999, de 8 de octubre, «de solidaridad con las víctimas del terrorismo»), de modo que, según el artículo 1 de la nueva norma, «[l]as mencionadas condecoraciones en ningún caso podrán ser concedidas a quienes, en su trayectoria personal o profesional, hayan mostrado comportamientos contrarios a los valores representados en la Constitución y en la presente ley y a los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales» (la cursiva es añadida). Por mucho que el legislador intente encubrir la equiparación entre franquismo y democracia parlamentaria mediante falsedades banalizadoras de la represión franquista, como la reducción de ésta a meras «trayectorias personales», debe retenerse que el derecho a recibir indemnizaciones permanece intacto, también para las «víctimas» con las mencionadas «trayectorias personales».
En una nueva regresión respecto a la Ley 46/1977, el texto de la nueva iniciativa de reforma de la ley de víctimas consensuada por los dos principales partidos españoles, presentada el pasado 31 de mayo, prevé que la pertenencia a organizaciones armadas sea motivo de exclusión para la percepción de las indemnizaciones previstas en el apartado segundo del artículo 7 de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura (El País, 1-06-2011). Ello ha provocado que algún grupo parlamentario se haya desmarcado de la iniciativa, toda vez que esta disposición no aparecía en el redactado original de la Proposición. No obstante, ningún grupo parlamentario pareció tener ninguna objeción a que la proposición de ley entonces presentada estableciera una tabla de indemnizaciones económicas con carácter retroactivo desde el 1 de enero 1960. La premisa subyacente a esa fecha es que la primera víctima de ETA fue Begoña Urroz, una niña que murió a causa de la deflagración de una bomba colocada el 27 de junio de ese año en la estación de Amara de San Sebastián. La acción fue entonces atribuida al Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación (DRIL) (Le Monde, 30-06-1960, Abc, 4-12-1962), organización hispanoportuguesa que luchaba contra las dictaduras franquista y salazarista y uno de cuyos militantes había sido fusilado en España el 8 de marzo de ese mismo año.5
Más allá de este tipo de falsedades históricas malintencionadas ─puesto que, a efectos propagandísticos, media un abismo entre un agente de las fuerzas de seguridad franquistas y una niña de 22 meses como primera víctima mortal de un grupo insurgente─, la generosidad del legislador español con los agentes de la represión franquista contrasta vivamente con la posición del Ministerio de Justicia con los luchadores antifranquistas (y no digamos con las personas afectadas por hechos de violencia policial o parapolicial durante la democracia parlamentaria). Así, la comisión formada de conformidad con la Ley 52/2007 estableció un periodo cerrado para que las personas afectadas por la represión franquista solicitaran las indemnizaciones previstas en la ley. Por ello, según ha denunciado el colectivo Ahaztuak 1937-1977, sólo los familiares de 12 de los 86 afectados por la represión franquista en el País Vasco pudieron presentar la solicitud en el plazo establecido. De esas solicitudes, en abril de 2010 la comisión de evaluación únicamente había aprobado una. Entre las peticiones denegadas se encontraban las presentadas por las familias de Juan Paredes Txiki y Ángel Otaegi, fusilados el 27 de septiembre de 1975 tras sendos consejos de guerra (Berria, 30-04-2010). Asimismo, el Ministerio denegó la indemnización a Silvia Carretero, viuda del militante del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) José Luis Sánchez Bravo, también fusilado el 27 de septiembre de 1975, alegando nada menos que la sentencia condenatoria del tribunal militar que le juzgó mediante procedimiento sumarísimo por la muerte de un agente de la Guardia Civil (El País, 29-06-2009). Huelga decir que, amén de incumplimiento flagrante de la propia letra de la ley,6 todo ello constituye un auténtico fraude a la rehabilitación «moral y política» de los «combatientes guerrilleros» antifranquistas solicitada por el Pleno del Congreso de los Diputados el 16 de mayo de 2001 y recogida en la exposición de motivos de la propia Ley 52/2007, así como a su declaración de ilegitimidad de las «condenas y sanciones dictadas por motivos políticos, ideológicos o de creencia por cualquiera tribunales u órganos penales o administrativos durante la Dictadura contra quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidos por la Constitución», contenida en el apartado tercero del artículo 3.7
Idéntico criterio al establecido en la Ley 32/1999 han seguido los parlamentos español y de la CAV para la fijación del «día de las víctimas del terrorismo» y del «día de recuerdo y homenaje a las víctimas del terrorismo», establecidos en las fechas del 27 de junio -en referencia a la muerte de Begoña Urroz- y del 10 de noviembre, respectivamente. En esa misma línea rehabilitadota de notorios políticos franquistas, el PSE apoyó la iniciativa del PP en las Juntas Generales de Bizkaia consistente en la colocación de una placa honorífica en el palacio foral dedicada a los presidentes de la Diputación Provincial Javier de Ybarra y Augusto Unceta, muertos por los comandos berezi de ETA (político-militar) y ETA (militar) en junio y octubre de 1977, respectivamente. En este caso, empero, el voto contrario del resto de junteros impidió que la propuesta de reparación de estas dos destacadas figuras franquistas prosperara. El apoyo del PSE, como insinuó en el debate el apoderado del grupo Euzko Abertzaleak (PNV) Jon Andoni Atutxa, es harto indicativo de que las presiones del PSOE que condujeron a la aprobación de la Ley 2/2003 fueron una pura maniobra autojustificatoria ante el escándalo desatado tras la concesión de la Gran Cruz a Manzanas.8 Asimismo, propuestas de enaltecimiento de personajes así son difícilmente compatibles con lo dispuesto en el apartado primero del artículo 15 de la Ley 52/2007, que ordena a las administraciones la retirada de «escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura». (Las cursivas son añadidas.)
Lejos de perseguir reconciliación alguna, el carácter banderizo del discurso sobre las víctimas de la violencia política promovido por las administraciones públicas queda patente en la total priorización de los afectados por las acciones insurgentes sobre el resto de víctimas, hasta el punto de que, mediante la reducción de la violencia política al teratológico concepto de terrorismo,9 las personas afectadas por actos de violencia estatal posterior al 6 de octubre de 1977 han sido excluidas de toda medida de reparación. Así, el manifiesto elaborado con motivo de la primera conmemoración del «día de recuerdo y homenaje a las víctimas del terrorismo» fijado por el Parlamento de la CAV omitía cualquier referencia a las personas muertas por los cuerpos policiales y grupos parapoliciales durante las últimas décadas. Respecto a éstas, si bien los datos relativos a la represión estatal distan de ser claros, fundamentalmente por la escasa disposición de las administraciones para adoptar medidas de esclarecimiento de hechos de este tipo, las cifras que ofrecen los diversos recuentos existentes no apuntan a «excesos» meramente esporádicos. La Dirección General de Derechos Humanos del gobierno de la CAV identificó en 2009 a 109 personas muertas por acciones policiales y parapoliciales en el País Vasco entre enero de 1968 y junio de 2008.10 La fundación Euskal Memoria, por su parte, recoge la cifra de más de tres centenares de vascos muertos en acciones de fuerzas militares, policiales y parapoliciales españolas entre febrero de 1960 y 2010. Este recuento incluye desde activistas muertos en enfrentamientos armados o en operaciones de contrainsurgencia y presos muertos en circunstancias confusas hasta ciudadanos víctimas de intervenciones policiales en manifestaciones populares o incidentes de calle.11 Sean cuales fueren las cifras reales de víctimas de grupos policiales y parapoliciales, lo cierto es que constituyen un rotundo mentís del mantra del españolismo según el cual la única violencia existente en el País Vasco es la de ETA.12 Harto diferente es que los poderes públicos les hayan escamoteado tanto como han podido el derecho a la verdad y la reparación, les hayan negado el derecho a la justicia y, junto con los medios de comunicación mayoritarios, les hayan excluido del debate público.
Los resultados en el País Vasco de las elecciones municipales y forales del 22 de mayo han puesto de relieve las expectativas y esperanzas que levanta en la sociedad vasca la posibilidad de una superación definitiva de la lucha armada, así como el menguante apoyo de las opciones políticas que, de forma recurrente, han utilizado políticamente a las personas afectadas por la violencia insurgente. El proceso abierto actualmente es demasiado ilusionante como para dejar que embarranque a causa de los intereses políticos de unos pocos, y éste parece ser también el sentir mayoritario del electorado vasco.
Notas:
1 La plataforma Voces Contra el Terrorismo fue impulsada por Francisco José Alcaraz después de que éste hubiera dejado la presidencia de la AVT en 2008 y se hubiera enfrentado duramente a la nueva dirección, un año después. Según proclama en su web, la plataforma trabaja «para que no se negocie con terroristas y se conozca toda la verdad del atentado del 11-M».
2 Con toda crudeza lo han expresado importantes responsables de los gobiernos de la CAV y España. En efecto, el presidente del llamado Consejo Consultivo de Convivencia Democrática y Deslegitimación de la Violencia (insurgente) del gobierno de la CAV, José Ramón Recalde, mostró por enésima vez la precaria salud de la seguridad jurídica en punto al derecho de asociación política en el Reino de España al admitir que los estatutos presentados por Sortu cumplen «los mínimos legales», pero que ahora eso «no basta», sino que es necesaria también la «condena» de la violencia insurgente pretérita y de «aquello que [los partidos de la izquierda abertzale] han defendido». A juicio de Recalde, la legalización no debe depender de criterios jurídicos, sino del cumplimiento de las citadas condiciones políticas, que constituirían una exigencia nada menos que de «la opinión democrática», de la que el mismo Recalde se autoerige en portavoz (entrevista a José Ramón Recalde, en El País, 27-03-2011). En el mismo sentido, el ministro de la Presidencia del Gobierno de España y delegado del Gobierno en la CAV durante los años de los GAL, Ramón Jáuregui, mostró no solamente la despreocupación de su gobierno por la seguridad jurídica, sino también por el propio principio de isonomía al espetar que, «para Batasuna», el cumplimiento de las condiciones establecidas por la Ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos, «no» es suficiente para obtener el reconocimiento legal (entrevista a Ramón Jáuregui, en Público, 13-12-2010).
3 Véase 1976ko martxoaren 3an Gasteizen izandako gertakariei buruzko Batzorde Berezia / Comisión Especial sobre los hechos ocurridos en Vitoria-Gasteiz el 3 de marzo de 1976, «Debate y aprobación, en su caso, del dictamen elaborado por la comisión en relación con los hechos ocurridos en Vitoria-Gasteiz el 3 de marzo de 1976», Batzordearen Bilkuren Aldizkaria / Diario de Comisiones, 12-06-2008, p. 12,
4 Una lectura literal de la ley podría llevar a la conclusión según la cual el legislador equiparaba a represores y luchadores, en la medida en que también amnistiaba «[l]os delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley» (art. 2.e) y los «delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas» (art. 2.f). No obstante, cualquier interpretación atenta al contexto histórico en que se aprobó la Ley 46/1977 debe constatar que estos dos apartados del artículo segundo no hacían más que explicitar una realidad preexistente que el Gobierno no tenía intención alguna de modificar y que hacía tiempo que había sido asumida por el antifranquismo mayoritario a escala española, hasta el punto de que aparecía en la propia declaración programática de la Junta Democrática de España (JDE). Por el contrario, la liberación de la totalidad de presos de las organizaciones insurgentes vascas ─la amnistía no llegó a todos los presos de otras organizaciones de ámbito estatal─ fue una conquista arrancada a la elite posfranquista por el movimiento proamnistía con un gran coste represivo. Por lo demás, la propia terminología utilizada por el legislador (actos para referirse a la violencia insurgente y delitos para designar la violencia represiva) sugiere también una distinción moral entre luchadores y represores.
5 Años después, Jorge Soutomaior (pseudónimo de José Fernández), uno de los más destacados activistas de esta organización, confirmaría la autoría del atentado. La bomba de la estación de Amara se inscribió en una cadena de atentados que había comenzado la víspera con un artefacto colocado contra el tren Barcelona-Madrid a su paso por Zaragoza y fue precedida de sendas explosiones en las estaciones del Norte de Barcelona y San Sebastián y seguida por otras dos en las estaciones del Norte de Madrid (el mismo día 27) y de Atxuri, en Bilbao (el 29) (véase Ainhoa Oiartzabal, «Egia: lehen biktima», Igandea, 20-02-2011). Huelga decir que constituye un disparate atribuir tamaña capacidad operativa a una organización que contaba a la sazón con escasos meses de existencia y que no atentaría fuera del País Vasco hasta 1973. El origen del bulo está en tres artículos de Ernest Lluch (publicados en La Vanguardia el 16 de diciembre de 1993 y el 9 de febrero de 1995 y en El Correo Español el 19 de septiembre de 2000), que tomaban como única base una conjetura del exvicario general de la diócesis de San Sebastián José Antonio Pagola, aventurada en su libro Una ética para la paz. No obstante, el propio Pagola ha afirmado que la autoría de ETA de ese atentado era un mero rumor que había oído en Lasarte-Oria (Guipúzcoa), carente de base documental alguna y que lo había recogido en una nota a pie de página a modo puramente hipotético. Por ello, acusa a Lluch de haber interpretado interesadamente su conjetura y afirma que su tesis principal, tanto la expresada en el libro como la que defiende actualmente, es que «ETA mató por primera vez el 7 de junio de 1968» [al guardia civil José Pardines en un control de carretera en Villabona (Guipúzcoa)] y que los escritos de Lluch sobre este asunto no son los de un historiador, «sino los de un articulista» (entrevista a José Antonio Pagola, en Igandea, 20-02-2011). Fuera del País Vasco, el quincenal Diagonal ha sido uno de los escasos media que ha recogido una denuncia de tamaña operación de revisionismo histórico -que tuvo otra de sus principales expresiones en el artículo publicado por el suplemento Domingo de El País del 31 de enero de 2010-: Jtxo Estebaranz, «Las víctimas del engaño democrático», Diagonal , 139, 22-12-2010 .
6 «Una indemnización de 9.616,18 € se reconocerá al cónyuge supérstite de quien, habiendo sufrido privación de libertad por tiempo inferior a tres años como consecuencia de los supuestos contemplados en la Ley 46/1977, de 15 de octubre, hubiese sido condenado por ellos a pena de muerte efectivamente ejecutada» (art. 7.2).
7 No es objeto de estas líneas el análisis de los bandazos del legislador español y las evidentes contradicciones entre estas disposiciones y las premisas contenidas en la Ley 32/1999.
8 Diario de Sesiones de la Junta General, p. 38,
9 El tipo de violencia que las autoridades políticas denominan de ese modo designa exclusivamente aquella que, teniendo objetivos de carácter político, es realizada por grupos ajenos al Estado. Muestra de ello es que, como ha denunciado el exdirector general de Derechos Humanos del gobierno de la CAV Jon Mirena Landa, las administraciones solo han reconocido el derecho a recibir medidas de reparación en concepto de «víctimas del terrorismo» a personas afectadas por actos violentos realizados por grupos de extrema derecha cuando han considerado probado que los autores de dichos actos no eran miembros de los cuerpos policiales. Jon Mirena Landa, Informe sobre víctimas de vulneraciones de derechos humanos derivadas de la violencia de motivación política, Vitoria, Departamento de Justicia, Empleo y Seguridad Social, Gobierno Vasco, 2009, p. 59. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, el concepto de terrorismo es problemático en la medida en que, como apunta John Brown, «los actos de violencia que representan el aspecto objetivo del terrorismo ya están recogidos en el código penal, de modo que la noción de terrorismo tan sólo añade la intencionalidad política» (John Brown, «Les rafles du juge Baltasar Garzón», 9-10-2007, <http://www.voltairenet.org/article151974.html>). Desde el punto de vista metodológico, el concepto de terrorismo contraviene la elemental prescripción según la cual los conceptos deben describir hechos o comportamientos con carácter general, de modo que la inclusión en él de un mismo hecho no debe determinarse según la identidad del sujeto que lo realiza. Es precisamente la naturaleza disidente de los objetivos perseguidos lo que singulariza a la violencia etiquetada como terrorista y lo que está en la base de un tratamiento jurídico diferenciado del de la mera delincuencia de derecho común. Por eso, no es difícil deducir que nos encontramos ante una categoría basada, en última instancia, en la estigmatización y la discriminación ideológicas y que no pertenece al ámbito de la ciencia, sino al de la propaganda política. Desde la perspectiva histórica, debe constatarse la contradicción inherente al uso del término para hacer referencia a formas de violencia ejercidas contra el poder constituido, cuando, por el contrario, originariamente nació para describir la capacidad represiva del aparato estatal, en el contexto del llamado régimen del Terror (1793-1794) de la Revolución Francesa. Documentado desde 1794, el uso de la voz terrorismo se circunscribía entonces únicamente al sentido de «sistema, régimen del terror» («Terreur», en Alain Rey [dir.], Dictionnaire historique de la langue française, París, Dictionnaires Le Robert, 1992, tomo 2, pp. 2107-2108).
10 Jon Mirena Landa, Informe sobre víctimas de de vulneraciones de derechos humanos derivadas de la violencia de motivación política, cit.
11 Joxean Agirre (coord.), Gernikako seme-alabak. Euskal Herria 1960-2010 , Andoain, Euskal Memoria Fundazioa, 2010, pp. 196-216.
12 Tal insistencia discursiva no es, sin embargo, producto del proceso de cambio político concretado en 1977, sino que recoge la cerrazón discursiva imperante en los círculos franquistas durante los últimos años de la dictadura. Baste como ejemplo la siguiente ocurrencia del amanuense del órgano oficioso de la oligarquía vizcaína escrita casi dos años antes de la muerte del dictador: «el auténtico problema que en este momento existe en la región es el planteado por el terrorismo, que ha sembrado el temor y la zozobra» («El «problema vasco»», El Correo Español, 26-02-1974).