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La Izquierda, el sentido común y el cristianismo

Fuentes: Revista Exodo

La verdad es que la idea de que la pequeña propiedad evoluciona hacia el capitalismo es un retrato exacto de lo que prácticamente no sucede nunca (…) El capitalismo es un monstruo que crece en los desiertos. G.K. Chesterton. El pasado 22 de marzo llegaron a Madrid las llamadas «marchas de la dignidad», dando lugar […]

La verdad es que la idea de que la pequeña propiedad evoluciona hacia el capitalismo es un retrato exacto de lo que prácticamente no sucede nunca (…) El capitalismo es un monstruo que crece en los desiertos.

G.K. Chesterton.

El pasado 22 de marzo llegaron a Madrid las llamadas «marchas de la dignidad», dando lugar a una de las concentraciones ciudadanas más masivas de la historia de la democracia. No cabe duda de que ese clamor popular reclamaba ante todo un cauce político que, sin embargo, no se acaba de encontrar. Se acumula indignación, rabia y desesperación. Mucha energía que anda a la búsqueda de un procedimiento para plasmarse en alguna realidad capaz de dar un vuelco a este panorama político de pesadilla. El FRENTE CÍVICO y PODEMOS lo han intentado. No sabemos lo que ocurrirá con estas iniciativas o con otras semejantes. Tarde o temprano alguna de ellas cuajará y cambiará radicalmente el espectro político del bipartidismo. Mejor sería temprano que tarde, porque, de lo contrario, el fascismo podría tomar la delantera y hacer a su manera lo que la izquierda no supo hacer.

Sinceramente, yo no tengo ninguna buena idea 1 . Estas líneas no pueden tener otro sentido que el de mostrar mi admiración y mi agradecimiento por todas y todos los que se están dejando la vida en el intento. La solución no va a llovernos del cielo. Los que están intentando articular una respuesta política sólida y eficaz, pueden equivocarse y pueden fracasar una y mil veces, pero están haciendo lo que hay que hacer.

Quería sólo llamar atención sobre dos peculiaridades de la encrucijada política en la que nos encontramos. Se trata de un momento crítico muy peculiar, en el que, por un lado, lo tenemos más difícil que nunca y, por otro, más fácil que nunca.

Empecemos por lo difícil. Lo tenemos difícil porque, desde los años 80 y ahora más aún con la crisis económica, los poderosos más ricos del planeta han pasado a la ofensiva y han emprendido una revolución. Sí, ahora los revolucionarios son ellos; son ellos los que están dispuestos a acabar con todas las instituciones que sostienen la vida humana dentro de unos cauces normales de decencia y dignidad. Ni el nihilismo anarquista más radical había llegado nunca tan lejos. Con tal de de salvar los intereses de un capitalismo financiero de casino, están dispuestos a convertir este planeta en un desierto, a matar de hambre a la mitad de la población mundial, especulando en el mercado de los alimentos más básicos, a demoler todas y cada una de las conquistas que las luchas revolucionarias de dos siglos han ido plasmando en eso que se llama el Estado de Derecho (que no es algo que nadie nos hayan regalado, sino algo que es sin duda muy precario y muy imperfecto, pero que ha sido arrancado a los poderosos con mucha lucha, mucha sangre y muchos muertos). En suma, la revolución de los ricos contra los pobres está amenazando todo lo que podríamos llamar «civilización». Y lo tenemos, por tanto, muy difícil, porque -como decía el magnate Warren Buffet- estos salvajes revolucionarios van ganando y podríamos decir que van ganando por goleada.

Sin embargo, al mismo tiempo, lo tenemos más fácil que nunca. Y esta es nuestra gran oportunidad. Porque ahora que los revolucionarios suicidas, nihilistas y salvajes son ellos, ahora que son ellos los terroristas, nosotros podemos empezar a defender cosas muy de sentido común. Las marchas de la dignidad se aproximaron a Madrid con reivindicaciones muy elementales y comprensibles: NO AL PAGO DE LA DEUDA; PAN, TRABAJO Y TECHO; NI UN RECORTE MÁS.

Es más: en esta situación revolucionaria en la que nos encontramos, nosotros podemos incluso aprovechar parar volvernos muy conservadores. El hombre no puede rebelarse si no es conservador -decía Chesterton-, al menos «tan conservador como para haber conservado alguna razón para rebelarse». Cambiar siempre es un riesgo y los cambios revolucionarios son, para la mayor parte de la gente, un riesgo demasiado grande. Por eso la izquierda siempre tuvo muy difícil extender su hegemonía entre la población. Pero ahora que los revolucionarios son los ricos más poderosos, la izquierda puede muy bien trabajar por el sentido común. Merece la pena conservar la escuela pública, la sanidad pública, el derecho a una pensión, a una vivienda, a un trabajo. Podemos, ante todo, insistir en que hay cosas en este mundo muy merecedoras de ser conservadas . Por ejemplo, hay una cosa que hay que conservar a cualquier precio, una cosa que es tan importante que vale más que la propia vida: la DIGNIDAD. Porque sin dignidad no merece la pena vivir. Los hombres no quieren conservar la vida a cualquier precio. Por encima de la vida, quieren, ante todo, conservar aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Por eso, las marchas de la dignidad no podían haber encontrado un nombre mejor.

Esto nos tiene que hacer recordar que en la izquierda, seamos comunistas, anarquistas, anarcosindicalistas, trotskistas, maoístas o del frente judaico de liberación, ante todo siempre hemos sido luchadores por un orden político de la dignidad: lo que la filosofía llamó un orden republicano, en el que los individuos sean libres, iguales y fraternos. Es decir, ciudadanos independientes civilmente, que no tengan que pedir permiso a nadie para existir con dignidad. Desde luego, para cumplir este último requisito -que es precisamente lo que exigía la idea de fraternidad, ya que se trataba de dejar de depender de cualquier tipo de «padre», «amo» o «señor»-, hacen falta condiciones materiales de existencia, precisamente esas condiciones materiales que el capitalismo destruyó e imposibilitó, al expropiar a la población de sus medios de producción 2 . De ahí que, según pensamos algunos 3 , cualquier proyecto políticamente republicano, se ve inevitablemente forzado a ser anticapitalista. Y entonces, en efecto, la radicalidad de los medios contrasta con la posible moderación de los objetivos. Somos antisistema para salvar un sistema, el sistema republicano del sentido común político más elemental. Somos radicales anticapitalistas para poder ser conservadores y reformistas.

He nombrado antes a PODEMOS y al FRENTE CÍVICO porque creo que son dos iniciativas políticas que han entendido perfectamente el problema. Podríamos decir, incluso, que los tiempos han demostrado que, en realidad, quien siempre ha tenido razón desde hace ya tres décadas ha sido Julio Anguita, el único político de izquierdas, por cierto, que ha tenido en este país posibilidad real de ganar alguna vez las elecciones (y bien que se empecinaron en impedirlo desde el grupo PRISA). No hay que inventar la pólvora, nos decía Anguita ya en los años ochenta. Bastaría, nos bastaría a las izquierdas, con obligar a que se cumpliera la Constitución. ¿No recordamos lo que siempre se le contestaba, desde el PP y el PSOE? «Yo no creo que la Constitución diga lo que dice el señor Julio Anguita… porque, ¿sabe usted?, si dijera lo que él dice, entonces sí pienso que habría que cambiarla». Pues sí, en efecto, al final, la han cambiado, y lo hicieron durante el mes de agosto de 2012, con nocturnidad y alevosía, en un pacto de criminales del PP y del PSOE que blindó el pago de la deuda frente a cualquier decisión soberana de la democracia.

Las potencialidades de esta «nueva alianza» de la izquierda con el sentido común son inmensas. Entre otras cosas porque ello permite replantear un diálogo que yo siempre he considerado fundamental: el diálogo con el cristianismo y, sobre todo, con el catolicismo. Es asombroso el modo en que la izquierda regaló siempre sus mejores armas al enemigo. Luis Alegre y yo hemos insistido mucho en ello. El mayor error del marxismo fue empeñarse en que el derecho, la ciudadanía, la división de poderes, el parlamentarismo, etc., todo el andamiaje, en suma, de lo que llamamos Estado Moderno, no era otra cosa que la otra cara de la moneda de aquello que se pretendía combatir: el capitalismo. Todo la constelación política y conceptual del proyecto republicano se convirtió así en una realidad superestructural necesariamente ligada al pensamiento burgués o pequeñoburgués. Un negocio bárbaro: de este modo, se regalaba al enemigo el cuerpo conceptual políticamente más irrenunciable de la historia de la humanidad, y el marxismo se abocaba, en cambio, a inventar la pólvora, instituyendo algo mejor que la ciudadanía, algo más imaginativo que el parlamentarismo, algo más auténtico que la democracia, algo más creativo que el derecho. Al final, en lugar de una república de ciudadanos, teníamos siempre algo así como un régimen de camaradas, supuestos «hombres nuevos», atletas morales militantes del Partido. No me interesa ahora comentar -como ya he hecho tantas veces- el desastre político en el que siempre consiste este experimento. El derecho es la única escalera que ha inventado el ser humano para elevarse por encima de la religión. Si se pretende dar un paso más alto, subiendo un peldaño más por encima del derecho, te das de narices con el suelo. El culto a la personalidad, una nueva religión artificial, fue el resultado inevitable.

Ahora bien, entre los increíbles patrimonios que la izquierda regaló tan alegremente al enemigo, destaca, sobre todo, uno muy especial: el cristianismo. Puestos a acabar por inventar una religión puramente voluntarista y artificial, uno se pregunta si no habría sido más sensata una alianza seria con una auténtica religión. El derecho es racional, pero la razón no moviliza a la gente. La religión quizás sea irracional, pero es capaz de mover montañas. Este dilema lo plantearon, ya en 1795, los jóvenes Hegel, Schelling y Hölderlin, en ese famoso escrito conjunto que se conoce bajo el título de «Programa». Mientras la razón no sea mitológica ningún interés tendrá para el pueblo. Mientras la mitología no sea racional, el filósofo tendrá que avergonzarse de ella. Necesitamos -decían- una «mitología de la razón» o una «razón mitológica». Desde luego, este «programa» político puede interpretarse de maneras muy diversas y ahora no voy a extenderme en sus muchos peligros 4 . En todo caso ese diagnóstico del problema responde a una realidad: el pueblo no se moviliza con razonamientos, sino con mitos. Así pues, la derecha debió de frotarse las manos satisfecha al ver que la izquierda le regalaba tan alegremente el arma más poderosa que jamás se haya inventado para movilizar a la población. Uno podía ser de derechas y conservar su religión. A la izquierda se le pedía, en cambio, el más difícil todavía: movilizar a la gente desde el ateísmo.

La cosa resulta aún más insensata si se piensa en concreto en el cristianismo, que es una religión que, al fin y al cabo, se lo ponía muy fácil tanto a la izquierda como a la Ilustración en general. Después de todo, el hecho de que Jesús fuera caracterizado como el » lógos hecho carne» podía ser leído ya como un pacto originario con cualquier forma de Ilustración. Ya no sólo es que la propia figura de Jesús en los evangelios resulte más bien simpática para el pensamiento de izquierdas. El asunto es que Jesús, al resumir todos los mandamientos en el «amarás al prójimo como a ti mismo», había dado en el clavo con lo que podríamos considerar una versión mitológica de la forma misma de la razón. Obra siempre tratándote a ti mismo como si fueras cualquier otro . La Verdad nos obliga a reconocer que lo que estamos diciendo lo diríamos igual si fuésemos otro, pues el teorema de Pitágoras no es distinto para los esclavos que para los ciudadanos, para los griegos que lo persas. La Justicia nos obliga a reconocer que lo que pretendemos hacer lo haríamos igual si fuésemos otro, pues no lo hacemos por ser ricos o pobres, hombres o mujeres, espartanos, atenienses o persas, sino porque es justo. Ante la Belleza sentimos que estamos sintiendo lo mismo que el otro, que cualquier otro. Por eso no nos conformamos con decir que nos gusta, sino que decimos con espectacular osadía, «que es bello», hablando así, no de nosotros, sino de la cosa misma. Verdad, Justicia y Belleza nos sitúan en el lugar de cualquier otro. Ante la verdad nos sabemos iguales, porque no podemos evitar que un esclavo deduzca el teorema de Pitágoras al igual que nosotros. Ante la Justicia, nos sabemos libres, porque sabemos que nuestro acto no es imputable, no es un mero efecto de las circunstancias, no se limita a depender de que seamos ricos o pobres, hombres o mujeres, griegos o persas. Un acto que no depende de nada es, precisamente, un acto libre. Ante la Belleza nos sentimos fraternos, porque sentimos que estamos sintiendo lo mismo que el otro, algo así como cuando hacemos el amor, que no sabemos si sentimos en nuestro cuerpo o en el del otro. Ante una puesta de sol es un poco como si estuviéramos haciendo el amor con la humanidad entera. Libertad, Igualdad, Fraternidad, son, por tanto, la consecuencia política inevitable de una conocida tríada platónica que, en resumidas cuentas, no hace otra cosa que despejar esa incógnita a la que llamamos «razón». No es fácil saber lo que es la razón. Será, en todo caso, ese lugar desde el que se ven la cosas a la luz de la Verdad, de la Justicia y de la Belleza. Pero, así iluminado, el mundo se estremece y se agita inevitablemente con tres tensiones políticas: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Podemos hablar, actuar y sentir desde el lugar de cualquier otro . Este es el origen del impulso de cualquier posible Ilustración de la humanidad. Y consiguientemente de cualquier programa político que luche por ese orden político irrenunciable -al que llamamos república- en el que los legislados sean al mismo tiempo los legisladores.

Forzoso es reconocer que el cristianismo, nos había puesto las cosas bastante fáciles para dotar de carne y de sangre este proyecto. Al plantear una encarnación del «lugar de cualquier otro» bajo el signo del amor, se puede decir que el cristianismo prestaba a la razón toda la energía de la religión. Siempre hubo quien lo entendió así, por supuesto. Pero no fueron los que ganaron la batalla en las jerarquías de la Iglesia católica. También hubo marxistas que lo vieron con claridad, ya en el siglo XX. Asimismo, existió y existe una cosa que se llama teología de la liberación. La mejor prueba de que ahí se estaba jugando algo muy importante fue que la CIA tuvo que dedicar recursos inconmensurables a financiar y potenciar el evangelismo, en un intento desesperado -que finalmente, por desgracia, ha resultado exitoso- de contrarrestar el auge impresionante de la llamada «iglesia de los pobres». También la propia jerarquía de la Iglesia católica -aliada con los poderes financieros mundiales- tuvo que poner manos a la obra para extirpar de su seno este germen de cristianismo tan comprometido políticamente. El papa Woytila y el futuro Benedicto XVI (el cardenal Ratzinger) fueron implacables en esta cruzada «antimarxista» (o, quizás se podría decir, sencillamente «anticristiana», porque los caminos del Anticristo también son inescrutables).

Esto, por supuesto, no significa que la izquierda debería haber establecido una alianza con las altas jerarquías católicas. Pero sí que no debería haberse desentendido de este campo de batalla. Habría que haber plantado cara en el interior mismo de la Iglesia. Es una insensatez haber regalado al enemigo la mayor organización de masas de la historia de la humanidad occidental.

El potencial proselitista del cristianismo es, además, impresionante. Algo que debería haber resultado al marxismo de lo más interesante. No estoy seguro de en qué consiste el potencial proselitista de otras religiones, como, por ejemplo, el islam, pero siempre me ha parecido que el cristianismo tenía truco, que -podríamos decir- apostaba sobre seguro. Los misioneros, al predicar un mandamiento que dice «amarás al prójimo como a ti mismo» no estaban, en realidad, exponiendo ningún contenido confesional: estaban predicando la forma misma de la razón . Y cualquier pueblo de la tierra pretende tener razón . De modo que, al pretender tenerla, todos los pueblos daban en el fondo, a priori , la razón al misionero (siempre que no viniera acompañado, naturalmente, del traficante de esclavos). Las conversiones masivas estaban aseguradas, sin necesidad de la espada (más bien se puede decir que acontecían, muchas veces, a pesar de la espada). Así pues, resulta muy fácil volverse cristiano (lo difícil, más bien, es ser un buen cristiano).

Esto era tanto más cierto aún en virtud de la inmensa receptividad politeísta del catolicismo, el cual, ataviado con una legión de santos para todos los gustos, era virtualmente capaz de cualquier sincretismo religioso. La comunidades indígenas latinoamericanas, por ejemplo, han escogido a la carta su santo patrón, fusionando sus dioses ancestrales con el santoral católico. La sensatez de la teología de la liberación al respecto debería valer como una lección de primer orden para la izquierda. Los párrocos, los sacerdotes de a pie, los cristianos de base, comprendieron perfectamente que lo de menos eran los símbolos en torno a los cuales se movilizaran los pueblos, con tal de que siempre estuvieran claros los principios. En efecto, la gran plasticidad del catolicismo para la construcción de identidades contrasta con la rígida inflexibilidad sectaria de la izquierda.

Lo que, a mi entender, han intentado hacer iniciativas políticas como PODEMOS o como el FRENTE CÍVICO, sea cual sea al final el resultado, es lo que había que hacer. La izquierda no tiene que pedir lo imposible, como rezaba el famoso lema de mayo del 68. Lo que es imposible es que podamos seguir aguantando este mundo absurdo y criminal, en el que, por ejemplo, se desahucian familias de sus casas al mismo tiempo que se mantienen millones de casas vacías. Lo que es imposible de soportar es vivir en un mundo en el que el capital financiero puede especular con los precios de los alimentos -como antes especuló con la vivienda- creando una burbuja que matará de hambre a millones de familias. Lo que es imposible, incluso, es que el equilibrio ecológico de este planeta pueda resistir un ritmo de crecimiento como el exigido por el capitalismo. Frente a la utopía suicida del capitalismo, lo que hay que reclamar es un poco de sensatez. Basta, en efecto, poner la Declaración de derechos humanos sobre la mesa y preguntar con suficiente energía por las condiciones materiales que sería preciso poner en juego para que se cumpliera. Son los capitalistas y sus espadachines a sueldo los que hoy piden la Luna, no nosotros.

En verdad, el lema de «la imaginación al poder» significa hoy en día lo contrario de lo que se planteó en el 68. Podemos pararnos un momento a reflexionar en el asunto si traemos a colación el concepto de «desnivel prometeico» de Gunther Anders. Este gran filósofo utilizó esta expresión, «desnivel prometeico», para nombrar la enorme desproporción que existe actualmente entre lo que podemos hacer técnicamente y lo que somos capaces de imaginar y de vivir emocionalmente. Esta desproporción es ya tan grande que entre nuestra voluntad y nuestros actos se abre un abismo sin fondo. Parafraseando a Anders: en la actualidad es imposible saber lo que estás haciendo cuando haces lo que haces. Que llamar por el móvil tenga alguna oscura y misteriosa relación con el tráfico de coltán en el centro africano y con una guerra genocida que ha provocado más de una decena de millones de muertos, implica pensar en una serie causal que la imaginación humana, sencillamente, es incapaz de recorrer. En palabras de Anders, en estas condiciones, es como si el hombre se hubiera convertido en un analfabeto emocional. La imaginación es incapaz de hacerse cargo de lo que la complejidad técnica del mundo pone en juego. Estrictamente hablando en un sentido kantiano, el problema es tan grave que exigiría, en orden a hacer justicia a una reformulación contemporánea del imperativo categórico, reescribir la Crítica del razón práctica sobre la base de que toda la «típica del juicio práctico» se hubiera vuelto imposible. Pues, en efecto, ahí donde la imaginación fracasa, lo que se vuelve imposible es el esquematismo de la razón práctica, es decir, la posibilidad misma de ejemplificar los mandatos morales. Por supuesto que este problema es también el que verdaderamente se juega en el fondo de la temática arendtiana de la «banalidad del mal». Así pues, podríamos desembocar en un naufragio inevitable y definitivo de la razón práctica en las condiciones técnicas contemporáneas, sino no fuera porque, como valientemente defiende Anders, es posible reformular el imperativo categórico en el sentido siguiente: obra de tal manera que tu imaginación no fracase. Se trata, en realidad, de una reformulación sorpresiva e inesperada del famoso lema sesentaiochista de «la imaginación al poder.» Si hay que dar el poder a la imaginación no es, en este sentido, por lo que esta facultad tiene de desbordante creatividad ilimitada, sino, más bien, por todo lo contrario: porque su tozuda limitación, su escuálida finitud, se corresponde políticamente muy bien con los límites de la condición humana que nos proponemos preservar. Frente a un mundo desbordante en el que, como diría Lacan, «todo es posible», la imaginación humana tiene que ser un ancla y una inercia: la posibilidad de un mundo a la medida de la finitud del ser humano. «No hagas nada que desborde los límites de lo que tu imaginación es capaz de concebir» es lo mismo que comprometerse con un mundo que esté hecho a la medida de ese ser chapucero, finito y modesto que es -como toda los trabajos etnográficos han venido a corroborar- el ser humano.

Aunque yo diría que, aún mejor que Gunther Anders o Hannah Arendt, la teología de la liberación acertó de lleno en el blanco al crear el concepto de «pecado estructural». Vivimos un mundo en el que las estructuras matan con mucha mayor eficacia y crueldad que las personas. Es absurdo, por tanto, poner el acento en la maldad o el pecado como un asunto exclusivamente personal. P or muy complejo que se haya vuelto en este mundo distinguir el bien del mal, hay una cosa que seguro que es mala: el hecho mismo de que exista un mundo así. Si vivimos en un mundo en el que «es imposible saber qué es lo que realmente estás haciendo cuando haces lo que haces», entonces es que vivimos en un mundo muy malo. El lema de los movimientos antiglobalización -«otro mundo es posible», «otro mundo tiene que ser posible»- se convierte entonces en un imperativo ético insoslayable. Es insoportable vivir en un mundo en el que basta meter los ahorros en un fondo de pensiones para tener que preguntarte con cuántas ignominias y matanzas estás colaborando sin saberlo.

Como ya he dicho otras veces5, creo que el concepto más interesante que se forjó en la reflexión ética y moral del siglo XX fue el concepto de «pecado estructural». Hay que recordar que, mientras que un buen puñado de curas y monjas se jugaban la vida luchando contra dictaduras terribles e intentando cambiar este mundo injusto, la filosofía académica estaba intentando descifrar a Derrida o dándole vueltas y vueltas al insondable misterio que ellos llamaban «el dilema del prisionero», algo así como que si todo el mundo se comporta como un auténtico hijo de puta, de todos modos, el resultado, incomprensiblemente, no es el mejor de los posibles. La teología de la liberación, en cambio, se enfrentó a un problema de primer orden: en este mundo las estructuras son peores que las personas. Por mucho mal que se empeñe en hacer un individuo, siempre resultará un patético Fu-Man-Chú comparado con el cotidiano y rutinario genocidio estructural de la globalización. Cuando las estructuras son inmorales, la cuestión moral es qué responsabilidad tenemos respecto a las estructuras. En un mundo en el que las estructuras violan los mandamientos con una eficacia colosal e ininterrumpida, es inmoral limitarse a respetar los mandamientos… y las estructuras. Lo resumía así en el citado artículo: «La verdadera cuestión moral es qué responsabilidad tenemos en que determinadas estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer para sustituirlas por otras. Es obvio que eso pasa por la acción política organizada y no por el voluntarismo moral que intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del sistema. No es a fuerza de no mover las fichas o de moverlas lo menos posible como se consigue dejar de jugar al ajedrez, si eso es lo que se pretende. Para dejar de jugar al ajedrez y comenzar a jugar al parchís hay que cambiar de tablero. Si no, lo único que se logra es perder el juego, y el juego del ajedrez, no del parchís. No sé si se capta el mensaje: vivimos en un mundo tan inmoral que no tiene soluciones morales, aquí no valen más que soluciones políticas y económicas muy radicales. Y la única cuestión moral relevante que todavía tenemos sobre la mesa es la de qué tendríamos la obligación de estar haciendo políticamente para que el mundo dejara de jugar en este tablero económico genocida. La cuestión no es la de si puedo llamar menos por el móvil para participar lo menos posible en la matanza centroafricana que ha provocado el tráfico de coltán. La cuestión es cómo y de qué manera atacar los centros de poder que la generan. Mi responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil. Mi responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar por el móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente africano. Es el mundo lo que es intolerable, no nosotros. Pero sí es intolerable que aceptemos de brazos cruzados un mundo intolerable».

Creo que la izquierda anticapitalista debía de haberse tomado muy en serio esta oportunidad de oro que le llovía desde las filas del cristianismo. Porque lo que se le brindaba en bandeja no era sólo el concepto más interesante de la reflexión ética del siglo XX. Se le estaba ofreciendo la posibilidad de una movilización masiva capaz de fundir la energía popular del cristianismo con un planteamiento político que se enfrentaba a las estructuras más profundas del capitalismo.

Como yo no soy especialmente cristiano, no insistiré mucho en ello. Pero creo que debería formarse algo así como un «Círculo Cristiano de PODEMOS», capaz de explicar a la población que si este mundo es intolerable para la razón, con mayor motivo lo es para el cristianismo.

(Este artículo ha sido publicado en la revista Exodo, nº 123, abril 2014, www.exodo.org)

Notas:

1 Este artículo, pensado y elaborado por los dos autores firmantes, está redactado en primera persona por Carlos Fernández Liria por una cuestión meramente retórica.

2 Me he ocupado del asunto de la fraternidad en mi libro ¿Para qué servimos los filósofos?, La Catarata, 2013. Para una lectura republicana de Marx, cfr. Fernández Liria, C. y Alegre Zahonero, L.: El orden de El Capital, Akal, 2012.

3 Cfr. en esta misma revista, mi artículo «Comunismo para la ciudadanía» (Éxodo, nº 119 junio 2013).

4 Me he ocupado de ello en varios sitios, por ejemplo, en Geometría y Tragedia (Hiru, 2002), en el capítulo titulado «La lógica del exterminio».

5 Cfr. «Los diez mandamientos del siglo XXI», El viejo Topo, nº 251, diciembre 2008.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.