La geografía humana, física y política de las regiones boscosas del país, parece indicar que no resistiría un desarrollo convencional moderno. Las estrategias de enclave, con sus sorprendentes avances tecnológicos, demuestran su viabilidad sólo en la transformación radical del paisaje ecológico y cultural. Las nuevas propuestas de desarrollo para tales regiones deben abrir el espacio […]
La geografía humana, física y política de las regiones boscosas del país, parece indicar que no resistiría un desarrollo convencional moderno. Las estrategias de enclave, con sus sorprendentes avances tecnológicos, demuestran su viabilidad sólo en la transformación radical del paisaje ecológico y cultural. Las nuevas propuestas de desarrollo para tales regiones deben abrir el espacio a la autodeterminación de los pueblos.
Según Bonfil Batalla (1982), el etnodesarrollo es la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello las enseñanzas de su experiencia histórica y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones. Según esta definición, existen unos requisitos jurídicos, políticos y de organización social para que se pueda llevar a cabo el etnodesarrollo.
Pero antes hay que aclarar el concepto de cultura propia pues desde dos posiciones extremas se afirma, por un lado -posición etnográfica- que todos los rasgos culturales presentes en la vida de una comunidad humana son parte de su cultura, y por otro -criterio histórico- que sólo pertenecen a ella sus rasgos originales. El elemento común a ambas es que la cultura aparece como una categoría descriptiva.
Bonfil propone una dimensión diferente mediante la noción de control cultural, que consiste en la capacidad social de decisión sobre los recursos culturales, es decir, sobre todos aquellos componentes de una cultura que deben ponerse en juego para identificar las necesidades, los problemas y las aspiraciones de la propia sociedad, e intentar satisfacerlas, resolverlas y cumplirlas. Caben dos situaciones límite: un control absoluto en el que la sociedad decide autónomamente sobre todos los ámbitos de su cultura, y un control nulo. En realidad el control cultural es un proceso dinámico pero para fines descriptivos se puede ver como un momento de la historia. Se pueden distinguir cuatro situaciones:
Recursos ajenos, decisiones ajenas: cultura impuesta
Con estas aclaraciones, cualquier proyecto de etnodesarrollo consistirá en una ampliación y consolidación de los ámbitos de la cultura propia, es decir, en el incremento de la capacidad de decisión del propio grupo social, tanto sobre sus propios recursos, como sobre recursos ajenos de los que pueda apropiarse. El etnodesarrollo consistirá entonces en la reducción de los componentes enajenados e impuestos. El problema queda pues planeado en un nivel político: impulsar o crear las condiciones para el etnodesarrollo implica fortalecer y ampliar la capacidad autónoma de decisión. Para ello hay dos posibles líneas de acción: aumentar la capacidad de decisión recuperando recursos hoy enajenados y fortaleciendo el control cultural; y aumentar la disponibilidad de recursos ajenos susceptibles de quedar bajo control social del grupo (nuevas tecnologías, habilidades y conocimientos). En este último proceso es indispensable una adecuación real entre los contenidos de la cultura autónoma y los nuevos recursos que se incorporen (Bonfil Batalla, 1982).
De acuerdo con lo anterior, si se hace una revisión minuciosa de otras estrategias del pasado conducentes a la expoliación del patrimonio natural de los colombianos en general y de los pueblos indígenas, afroamericanos y campesinos en particular, es necesario recordar que dichas estrategias han obedecido a una lógica cimentada en criterios economicistas de beneficio particular, por encima de criterios sociales, culturales y ecológicos.
Lo anterior ha tenido unas consecuencias que saltan a la vista: el empoderamiento de las grandes empresas madereras, muchas de ellas con capital trasnacional que no tiene ningún impacto positivo interno, por un lado; el empobrecimiento del ofrecimiento del medio natural que se revierte sobre las comunidades, especialmente negras e indígenas que dependen ostensiblemente de la base de recursos de sus territorios tradicionales y las transformaciones de la base de criterios de relacionamiento con los territorios por parte de los diferentes grupos étnicos hacia una pérdida paulatina en términos de la asunción ética construida históricamente, por otro lado.
Al respecto, es necesario volver a mencionar procesos como la legislación de tierras, que como la de inicios de los años 60, empujó a grandes conglomerados de familias campesinas desheredadas de las mejores tierras del territorio nacional, a ocupar y transformar en forma drástica un importante conjunto de ecosistemas frágiles y estratégicos de las regiones, como los bosques altoandinos y las selvas tropicales, entre otras, oferentes fundamentales del agua y la biodiversidad. Todo esto, para reducir y en lo posible acallar las luchas agrarias por el acceso equitativo de la población a las mejores tierras de nuestra geografía, siempre en manos de quienes han ostentado el poder económico y político y que incluso, como se vuelve a repetir en los últimos lustros, han recurrido a las armas respaldadas por el aparato militar del gobierno para continuar el despojo.
Es necesario volver a mencionar el denominado Plan de Acción Forestal Para Colombia, de inicios de los años 90, en que los organismos multilaterales de planeación mundial (PNUD, PNUMA, entre otros), junto con los gobiernos entreguistas de turno de los países pobres y con el acecho incesante de los organismos multilaterales de comercio de la madera (OIMT) y sus contrapartes industriales en cada país, apropiados del discurso conservacionista, el cual toman y deforman, pretendían hacer de vastas regiones de Colombia, como por ejemplo, la región del Pacífico o Chocó Biogeográfico, un bastión mas para la expoliación y el usufructo privado.
Todos los anteriores intentos fueron impuestos desde preceptos de contexto falsos, ya que se ponía a la población habitante de los bosques como principales culpables de los procesos de destrucción, desde la idea errónea de la pobreza como causa fundamental de la tumba y la explotación, dejando de lado cualquier señalamiento a las grandes empresas, que como Cartón Colombia (Smurfith), Pizano y su subsidiaria Maderas del Darién, entre muchas otras, pasaron impunemente sobre los territorios propiedad colectiva de los pueblos campesinos, negros e indígenas.
Bajo el supuesto de que tales programas y tales compañías constituían el frente de redención de los bosques del neotrópico, se gesta una nueva fase neocolonial donde el empresariado asume el papel ejecutivo de las políticas de explotación, mientras las comunidades vuelven a su histórico papel de esclavos modernos, desde la idea de que el desarrollo industrial maderero era a su vez desarrollo social comunitario, por la vía de la generación de empleo.
Nada más ajeno a los preceptos de soberanía, respeto y apropiación comunitaria de la base de recursos de sus territorios, de desarrollo sostenible y conservación de la biodiversidad aprobados en la constitución política del 91.
Los resultados son evidentes, un contraste entre los territorios expoliados, hoy mostrando síntomas de degradación extrema y presa de los monocultivos de palma aceitera, mientras las comunidades negras, indígenas y campesinas que aún ostentan soberanía sobre sus territorios colectivos, nos pueden mostrar con evidencias dignas, como tales territorios continúan siendo baluartes fundamentales de la biodiversidad nacional, aún con sus situaciones de marginación absoluta y arremetida violenta paraestatal.
Proyectos como la Ley Forestal, la de aguas, junto con otras normas para hacer más fuerte la privatización de la vida del pueblo colombiano, así como las leyes de consolidación de la impunidad del accionar paramilitar y las que pretenden derogar los derechos ganados históricamente con las luchas agrarias y étnicas, constituyen una negación profunda de los derechos ancestrales, consuetudinarios, de identidad sociocultural, proponen finalmente el desconocimiento de la igualdad y de la diversidad cultural que consagra la Constitución. Es ahí donde el discurso del poder se enmascara de nobleza extrema, con pelambre conservacionista, con supuestos de desarrollo social sostenible, con arandelas para el engaño, es decir, con el falseamiento de los instrumentos de conservación tanto tradicionales como los desarrollados por la ecología y la biología de la conservación.
Es evidente cómo en el proceso de trámite de la ley se ha negado el derecho a la consulta que contemplan los tratados internacionales ratificados por Colombia, se prioriza el derecho e intereses privados sobre los colectivos. Normas de carácter internacional como el convenio 169 de la OIT, que consagra el derecho de los pueblos, ratificado por los gobernantes colombianos, pasa a un segundo plano y se opta por una nueva legislación, que como la Ley Forestal, busca acomodar definitivamente al gran capital en su afán de acumulación, desde la instauración de complejos de explotación maderera en los bosques naturales que aún quedan en nuestra geografía y que es necesario repetirlo una y otra vez, pertenecen a los pueblos que ancestralmente los han habitado y conservado.
Se van dejando igualmente de lado, los acuerdos surgidos y suscritos en los eventos mundiales sobre desarrollo y medio ambiente, que como el de Río de Janeiro, pretendía sentar las bases para avanzar en una postura más ética en la relación sociedad – naturaleza a nivel mundial, con grandes responsabilidades en términos de conservación reposando en los países pobres, muchos de ellos contando con las áreas más importantes de bosques y por ende de biodiversidad global. Es una responsabilidad de la que se debería eximir a la gran mayoría de comunidades indígenas y negras, que por el contrario, con la nueva ley, corren severos riesgos de menoscabo de sus territorios, sus recursos de uso y manejo, hasta una situación de acentuación en la degradación cultural que hoy es ya significativa en algunas regiones. Una ley de explotación forestal, será igualmente una ley de destrucción cultural.
Indígena Embera, Chocó
Surgen entonces de nuevo las preguntas históricas que hasta ahora no se han respondido:
¿Existen reales posibilidades de extracción selectiva con renovabilidad del recurso y menores impactos ambientales, si tenemos en cuenta que la rentabilidad de procesos de extracción maderera es muy escasa en los bosques tropicales, donde predomina la diversidad de especies y por ende la proliferación de especies que no son importantes comercialmente? Una respuesta inicial es que incluso en bosques homogéneos, como por ejemplo, los bosques de catival de la región del Bajo Atrato chocoano, nunca han sido evidentes procesos de explotación que no hayan generado transformaciones y degradación extrema de los territorios, hasta las fases definitivas de potrerización.
Al respecto, las compañías que siempre tienen con que lavarse las manos, argumentan que la renovabilidad no había sido posible porque la colonización rompe las posibilidades de recuperación, olvidando que la regeneración no es posible porque la explotación del bosque altera las poblaciones vivas y por ende altera las relaciones entre éstas, haciendo más complicados los procesos de intercambio genético, dispersión y sucesión. Poco caso se hace en la ley aprobada, de los estudios de la Universidad Nacional Seccional Medellín y otros centros académicos de Colombia, que concluyen categóricamente en que la única posibilidad viable de aprovechamiento sostenible de los bosques, es el que han realizado históricamente las comunidades campesinas e indígenas de Ésta, como de otras regiones del país.
Con la aprobación de la ley, precisamente una práctica de imposición, si tenemos en cuenta la ausencia de consulta y, por ende, la ausencia de posibilidades de decisión de la comunidad afectada directamente, se busca la legalización de las prácticas empresariales existentes, así como propiciar bajo la figura de concesiones unas supuestas condiciones de igualdad con los pueblos indígenas y afro descendientes, hasta convertirse en nueva herramienta de impunidad de las continuas violaciones de las normas sobre medio ambiente y desarrollo nacionales e internacionales, que tanto se han cometido en nuestra geografía nacional, bajo ideales centralizados de desarrollo, ajenos a los esfuerzos de pensamiento y reflexión actuales de los grupos étnicos sobre su Etnodesarrollo, esfuerzos para los cuales las instituciones de gobierno no han hecho aportes significativos y por el contrario, persiste la idea en los planificadores impositores, de las culturas milenarias de nuestro país como expresiones del arcaicismo, que no aportan capital para los afanes acumuladores, es decir, la versión «moderna» del desarrollo.
Se trata de una ley que tiene un trasfondo de terror, si tenemos en cuenta que los principales usufructuarios locales ya han adelantado en la tarea de promoción del miedo y desmovilización social de negritudes e indígenas, de modo que la militarización territorial avanza con un nuevo ingrediente, como la conversión de amplios grupos paraestatales convertidos en civiles con grandes ansias de convertirse en los nuevos empresarios de los recursos naturales, tarea en la que ya muestran sus primeros resultados, como los monocultivos de palma aceitera, la deforestación, el despojo de propiedades y la privatización territorial, legitimados con discursos de «reconciliación», «paz», «desarrollo sustentable», «generación de empleo», es decir, una nueva farsa que se encubrirá con el acto legislativo denominado Ley Forestal.
No es un secreto que, para comprender la dinámica de la hambruna y el desplazamiento, es necesario comprender que éstas no son consecuencias exclusivas de la crisis, sino un objetivo deliberado, provocado por algunas fuerzas sociales, con intereses particulares, para a partir de una situación preexistente de vulnerabilidad, se genere un proceso de pauperización de unos sectores y el enriquecimiento de otros. La despoblación forzosa de determinadas zonas para acceder a los recursos de los desplazados, sean estos recursos naturales (tierra, minerales o petróleo, bosques), la compra a precio de saldo de sus propiedades, su explotación como mano de obra barata, constituyen las prácticas más efectivas para el logro de tan nefastos propósitos.
Por eso, en los conflictos armados actuales son los civiles la primera y principal víctima, no sólo debido a los efectos de las armas, sino a la desestructuración económica y social provocada por el genocidio, en medio del cual las comunidades pierden la capacidad de asegurar sus necesidades básicas, incluyendo la alimentación. Si el hambre (tal como lo hemos podido observar en nuestro país a través de los bloqueos económicos y desplazamientos forzados), sigue siendo un fenómeno extendido, se debe a que se ha convertido en un arma para conquistar tierras y recursos y eliminar a las poblaciones opositoras, que en un proceso de huida hacia centros urbanos locales y ciudades, tienen que dejar sus tierras a expensas de las contrarreformas programadas por los diferentes grupos de poder, tendiente a la apropiación territorial para el montaje o desarrollo de megaproyectos económicos, o simplemente para seguir generando procesos de concentración.
Esa ha sido la historia de los campos colombianos desde hace mucho tiempo atrás, tal como se puede constatar en el análisis de los ciclos de implantación de los diferentes proyectos económicos, ya sea mediante la legislación en manos de los detentores del poder político y económico, o ya sea a través de la generación de situaciones de conflicto mediante las cuales los campesinos se tienen que situar entre el riesgo a la muerte y el abandono de sus tierras, para dejarlas finalmente en manos del poder instaurado, único beneficiario de los despojos de las batallas. Ha sido una historia signada igualmente por las pretensiones del gran capital mundial, que mediante un proceso de imposición especialmente a lo largo del siglo pasado, que se acentúa durante el comienzo de este nuevo siglo, siguen dando pasos para la conformación de la gran aldea global, donde no habrá cabida sino sólo para la pérdida absoluta de la autodeterminación, de modo que la distribución de la riqueza, es decir, de todos los recursos, serán dictámenes ajenos a los intereses y derechos de la población marginada, para único beneficio del capital mundial y, por supuesto, del capital nacional, en su doble condición de puente y receptor de dichos beneficios.
Con un territorio efectivamente reducido y diezmado, un proceso de cinco siglos de extracción continuado de los recursos naturales, con unas culturas altamente vulnerables ante los cambios y las imposiciones de otras visiones del mundo, se pretende en la actualidad crear definitivamente las condiciones para que el capital y la ciencia operen armónicamente en función de redefinir paisajes, dineros, tierras y trabajo en las regiones boscosas de Colombia. La escala y forma de las nuevas fuerzas del capital harán insostenibles las estrategias adaptativas a largo plazo implementadas ancestralmente por los nativos. Las nuevas estrategias de enclave se desarrollarán en las tierras de los pobladores indígenas y negros, ahora proletarizados por sumas exiguas y en condiciones deplorables.
El ciclo de crisis se pretende cerrar desde el nuevo paradigma del desarrollo sostenible y la conservación de la biodiversidad, de modo que los territorios boscosos de Colombia, se reposicionan en cuanto a su importancia en el nuevo orden económico mundial, en el sentido de que los bosques pasan a ser reservas genéticas y maderables, las gentes que los habitan, guardianes de la naturaleza y mano de obra barata. Desde una postura dialéctica, es la visibilización aparente de los territorios boscosos y sus gentes, para dar cabida a nuevas y más duras fases de invisibilización.
Volviendo a citar a Bonfil Batalla (1982), ahora se trata de ver cuáles son las premisas políticas, jurídicas y de organización social para lograr el etnodesarrollo.
La primera es el reconocimiento de los diversos grupos étnicos como unidades políticas en el seno de los Estados nacionales de los que hoy forman partes no diferenciadas. Una vieja tradición liberal negaba la personalidad política propia de los pueblos indios porque se creía que la asignación del estatuto de ciudadano a cada individuo garantizaba la realización de un proyecto democrático. La pluralidad cultural se consideraba contraria a la justicia, a la libertad y a la democracia. Los resultados de esta concepción fueron catastróficos para la población india y afroamericana, al legitimar la privatización de sus tierras y la desestructuración de sus formas de organización y de sus identidades sociales, ya que el territorio, más que un recurso económico, es una dimensión vinculada a cada pueblo por la historia y la cultura.
Por reconocimiento político se entiende autogestión. La capacidad para la autogestión está relacionada con la existencia de formas propias de organización social, es decir, de formas de organización social que están bajo el control cultural del grupo en cuestión. Es a partir de estas instancias que debe impulsarse el etnodesarrollo, legitimándolas, consolidando y ampliando progresivamente sus campos de control cultural, favoreciendo la creación de niveles más complejos de organización.
Aquí hay que remarcar que innovación y tradición no son tendencias opuestas. La tradición ha consistido en un proceso incesante de ajustes, adaptaciones e innovaciones que han hecho posible la supervivencia de un pueblo. Esa cultura es la resultante de la lucha ancestral de los pueblos indios y negros para resistir a la dominación.
Apoyar el etnodesarrollo no significa rechazar la innovación ni privilegiar la «tradición». Por el contrario, toda cultura es dinámica y en el proceso de etnodesarrollo se busca generar las condiciones que permitan la creatividad y la innovación. La conveniencia de iniciar el proceso apoyando la legitimación de las formas de organización ya existentes, es una manera de aportar un elemento de confianza en las capacidades endógenas, (Bonfil Batalla, 1982).
Todas las anteriores premisas reposan en un amplio conjunto de documentos trabajados tanto por los pueblos indígenas como negros y campesinos del país, muchos de ellos en la forma de planes de vida, los cuales deberían ser consultados, reflexionados y considerados como fundamentos a la hora de definir las leyes y los planes asociados a ellas. No es ningún secreto que para salirle al paso a la problemática ambiental relacionada con los sistemas de gestión en las regiones boscosas de Colombia, debemos contar con los referentes más próximos de la historia milenaria de los pueblos de dichas regiones.
Lo protoagrario no es simplemente un conjunto de prácticas surgidas del capricho de unos pueblos por sacar provecho del medio natural, sino por el contrario, una propuesta construida desde un criterio de relación y respeto para con éste, enmarcada en un profundo conocimiento de sus elementos constitutivos y funcionales, que ha implicado un enfoque sistémico, al cual la ciencia de Occidente ha venido a denominar cosmovisión. Son precisamente esas cosmovisiones los puntos de partida para nuevas deconstrucciones y construcciones de otras estrategias para la gestión territorial, con criterios sociales, culturales y ecológicos.
La geografía humana, física y política de las regiones boscosas del país, parece indicar que no resistiría un desarrollo convencional moderno. Las estrategias de enclave, con sus sorprendentes avances tecnológicos, demuestran su viabilidad sólo en la transformación radical del paisaje ecológico y cultural. Las nuevas propuestas de desarrollo para tales regiones deben abrir el espacio a la autodeterminación de los pueblos. El carácter multiétnico y multicultural que ahora reconocemos en la nación, demanda una nueva concepción del desarrollo como un impulso desde las culturas, los intereses y las maneras de hacer de las comunidades; una redefinición de los roles de los diferentes actores en los escenarios locales, nacionales e internacionales, así como condiciones de seguridad sobre los recursos, democracia en las decisiones y justicia en la distribución, es decir, lo que las organizaciones étnico-territoriales vienen planteando desde su propio concepto de autonomía.
Esta autodeterminación debe conducir a que los mismos pueblos analicen, revalúen y planteen alternativas en el marco de sus sistemas de gestión territorial, de modo que, después de 500 años se permita que dichos sistemas continúen su proceso de evolución y superen la prolongada era de la resistencia. Lo que se debe buscar es decidir sobre proyectos de vida personales y de construcción social, sobre proyectos de economía para la conservación cultural y territorial, ya que tal como lo plantea René Passet, en un momento de triunfo del neoliberalismo, en un momento en que el pensamiento se reduce al pensamiento único, tenemos que volver al sistema de valores y a las opciones políticas. De hecho, lo que se tiene que palpar es que la gente es la finalidad de la economía y no al revés. La Ley Forestal es una idea al revés.
Bibliografía citada
BONFIL BATALLA, G. (1982) «El etnodesarrollo: sus premisas jurídicas, políticas y de organización», en F. ROJAS ARAVENA (Ed.): América Latina: etnodesarrollo y etnocidio. San José de Costa Rica, FLACSO, pp. 131-145.
Este artículo ha sido publicado en Ecoportal.