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Reseña de “Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo”, de Xavier Domènech

La lucha de clases, motor de la historia

Fuentes: Rebelión

Huelgas generales en Ferrol y Vigo (1972), en Cerdanyola y Ripollet (en la comarca barcelonesa del Vallés), en 1974; otras dos en la comarca catalana del Baix Llobregat (1974); en Navarra y el País Vasco por la amnistía (diciembre de 1974); los obreros de Bazán en Galicia; de nuevo Navarra, en enero de 1975… La […]

Huelgas generales en Ferrol y Vigo (1972), en Cerdanyola y Ripollet (en la comarca barcelonesa del Vallés), en 1974; otras dos en la comarca catalana del Baix Llobregat (1974); en Navarra y el País Vasco por la amnistía (diciembre de 1974); los obreros de Bazán en Galicia; de nuevo Navarra, en enero de 1975… La batalla en la fábrica, pero asimismo en sectores como la sanidad, la banca o la educación y conflictos en los que participaban militantes del movimiento juvenil y estudiantil- también las asociaciones vecinales-, todos ellos asumieron la plenitud de las luchas, que se extendían a lo largo del territorio español; incluso a zonas en las que la conflictividad no había sido frecuente hasta entonces.

A esta fotografía de la protesta, el historiador y activista Xavier Domènech (Sabadell, 1974) añade el triunfo de las candidaturas de oposición obrera en las elecciones sindicales de junio de 2015; éste hecho le lleva a realizar la siguiente afirmación: «El movimiento obrero consiguió ser el único sujeto social, antes de la muerte del dictador, que produjo una ruptura política y social en un ámbito tan básico como el sindical». De hecho, se resquebrajaba un elemento capital para la consolidación de la dictadura durante cuatro décadas: la sujeción y encuadramiento de la clase trabajadora en el Sindicato Vertical, bajo la designación concreta de «productores».

Se trata de la parte final del libro «Cambio Político y movimiento obrero bajo el franquismo. Lucha de clases, dictadura y democracia» (1939-1977), de Xavier Domènech, actual coordinador general de Catalunya en Comú y portavoz de En Comú Podem en el Congreso de los Diputados. Fueron años de reivindicación y batalla, en el barrio y en la fábrica, como resalta el libro publicado en 2012 por Icaria. En su día los historiadores Pere Ysàs y Carme Molinero («Productores disciplinados, minorías subversivas», libro de 1998) publicaron algunas cifras que ilustran los hechos. En 1975 se «perdieron» 10 millones de horas de trabajo por la conflictividad laboral, que se elevó a 110 millones en 1976. Y del medio millón de trabajadores implicados en 1975, se pasó a los 3,5 millones al año siguiente. Es una imagen que, a día de hoy, podría parecer antañona, pero resulta muy reciente en el tiempo «histórico»: sólo cuatro décadas. Domènech se refiere a una «explosión de la conflictividad», con epicentros en Barcelona, el País Vasco, Navarra, Madrid y Asturias; aunque también en capitales como Valladolid o Badajoz. En Vizcaya se produjeron 13 huelgas generales en 1976 (en la del 27 de septiembre, cuyo origen fue la muerte de un trabajador, participaron 250.000 obreros).

Uno de los elementos que caracterizaban estas huelgas fue la amplitud de perspectiva. Xavier Domènech Sampere recuerda que, la mencionada de Vizcaya, incluía -además de trabajo y salarios justos- reivindicaciones políticas: amnistía, la apertura de un proceso constituyente y la legalización de los partidos políticos. Otro tanto ocurrió tras los «sucesos» de Vitoria (cinco muertos como consecuencia de la represión policial), que movilizaron de manera solidaria a 150.000 obreros en Vizcaya, una cifra similar en Guipúzcoa y con eco en ciudades como Pamplona.

También se trascendieron las visiones fragmentarias, por ejemplo en Navarra, cuando en los primeros meses de 1976 las luchas obreras planteaban un Convenio Provincial, más allá de empresas y sectores. La ristra de ejemplos podría alargarse sin dificultades para ilustrar un cuadro de otra época. Conflictos como el de las empresas Duro Felguera y Endesa, que pararon Avilés (Asturias) o los nuevos episodios de lucha en Hunosa. «Sin declararse una huelga general abiertamente, 300.000 obreros de diferentes sectores -algunos tan importantes como el metro- paralizaron Madrid en enero de 1976», subraya el investigador del Centre d’Estudis sobre Franquisme i Democràcia (CEFID) de la Universitat Autònoma de Barcelona.

Bomberos y funcionarios del Ayuntamiento se declararon en huelga en Barcelona; también el conflicto en SEAT cristalizó en una marcha de 30.000 personas en la capital catalana. Frente a estos procesos, el historiador apunta de qué modo procedía la dictadura, de acuerdo con la documentación de los años 70 del Archivo Histórico del Gobierno Civil de Barcelona: «Un conflicto laboral siempre es un problema político y de Orden Público, incluso cuando aparentemente tiene una naturaleza estrictamente laboral». Además, un informe de 1973 del Ministerio de Trabajo consideraba la solidaridad como «la manifestación más inequívoca de la politización de un conflicto laboral». Xavier Doménech es autor de «Hegemonías, crisis, movimientos de resistencia y procesos políticos (2010-2013)», «Quan plovien bombes. Els bombardeigs i la guerra civil» y «Temps d’interseccions. Una historia de les Joventuts comunistes, 1970-1980». Rebate la tesis de que fuera a partir de los años 60, cuando la dictadura tuvo que afrontar los primeros embates importantes del movimiento obrero. Así, Domènech referencia los hitos de 1945-1947, 1951, 1956 y 1958.

El historiador inserta la lucha de clases en las estructuras económicas de la época. En la primera mitad de los años 60 el PIB industrial registraba aumentos del 7% y del 10% anual, tras el Plan de Estabilización de 1959. Domènech señala la emergencia del movimiento obrero como «la otra cara del ‘milagro económico’ español», cuando los trabajadores rurales pasaron del 48,5% de la población activa en 1950 a un 10% en 1975; Este año, el de la muerte del dictador, los obreros de la industria ya representaban el 48,5% de la población activa asalariada. Chabolismo, barrios de autoconstrucción y nueva planta, suburbios homogéneos y vinculados a dinámicas especulativas conformaban el hábitat, segregado, de la ascendente clase obrera.

Si se toman en consideración las estadísticas, afirman los historiadores José María Marín, Pere Ysàs y Carme Molinero en «Historia Política. 1939-2000», la denominada sociedad de consumo no se instaló en España hasta 1969. Muy lejos de esta realidad, en los nuevos suburbios construidos por el franquismo no intervenía el Estado. El apoyo mutuo y las redes familiares, que ofrecían apoyo al recién llegado, fueron la vía para la búsqueda de vivienda y empleo. La relación «cada vez más fuerte» entre el barrio y la fábrica favorecerá la acumulación de energías para el momento en que estallara el conflicto. Los nuevos sistemas organizativos, el fordismo, se comenzaron a implantar a finales de los años 50 y principios de los 60 en las grandes fábricas de Barcelona, Madrid y Vizcaya, resalta el autor de «Cambio Político y movimiento obrero durante el franquismo». A mediados de los 60 los cambios alcanzaron a las empresas de tamaño medio, y en servicios como la banca y el transporte. Precisamente en todos estos sectores se desplegará la nueva conflictividad obrera.

El historiador marca un renacimiento de la conflictividad obrera en 1956, «por oleadas» y sostenido hasta 1962. Un Decreto franquista de 1956 había establecido un aumento en los salarios del 16%, cuando estos todavía no habían recuperado las cotas previas a la guerra de 1936. Las huelgas de 1956, que movilizaron a 150.000 personas en el norte del estado español y Cataluña, fueron la respuesta ante la insuficiencia del incremento en las remuneraciones planteado por el decreto franquista. La lucha hizo posible que, en octubre de 1956, el ejecutivo cediera y aprobara un aumento de los salarios del 30%.

Pero ¿en qué consistía el conflicto «por oleadas» característico de aquellos años? Se trataba de que las huelgas excedieran la dimensión de la fábrica, de modo que se pasaran a convertirse en un «problema político» para la dictadura. Para frenar el contagio en las huelgas, los empresarios se vieron obligados a llegar a pactos, que después el gobierno avaló legalmente. Después de 1956, Xavier Domènech sitúa otro punto de inflexión en abril de 1962, cuando los mineros asturianos dieron inicio a la «oleada» de mayor potencia; cerca de 300.000 obreros tomaron parte en un proceso de huelgas, que se extendió por 28 provincias. La historiografía ha sostenido tradicionalmente que los convenios colectivos fueron el elemento catalizador de la conflictividad en 1962.

La respuesta consistió en la declaración del Estado de Excepción en Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa y Castilla y León. Pero el proceso de huelgas no se contuvo hasta que se negoció con los mineros asturianos, «y el franquismo asumió sus demandas», subraya Xavier Domènech; la clave para desactivar el movimiento radica en que, al negociar en Asturias, «la dictadura pudo ‘liberar’ las fuerzas de coerción para restablecer la ‘normalidad’ en el resto de provincias». El autor también da cuenta de los mecanismos de articulación sindical durante los conflictos laborales en el periodo 1956-1962, una explicación que reviste importancia para comprender la evolución posterior del modelo; así, «los trabajadores se organizaban en comisiones obreras de fábrica que, fuera de los canales oficiales de representación en el Sindicato Vertical, negociaban los pactos con las empresas; para desaparecer una vez terminado el conflicto». Asturias constituyó, en el año 1962, una de las excepciones a esta tendencia general.

Y la batalla continuó. El libro penetra en detalle en las luchas proletarias y sus motivos. El decreto sobre el salario mínimo, de 1963, estipulaba la citada retribución en 60 pesetas. El objetivo del Régimen era, primero, bajar por ley el salario base; además se pretendía aumentar la parte vinculada a primas por productividad (en los nuevos convenios), así como implantar en las empresas sistemas de cronometraje. El decreto fue recibido con 144 conflictos el mismo año de su aprobación, según fuentes oficiales. Y así, hasta las elecciones sindicales de 1966, el movimiento obrero de las principales zonas industriales del estado español fue madurando una nueva forma de organización, que ya no sería la característica del conflicto «por oleada».

Xavier Domènech explica el nuevo modelo como fruto de un proceso de confluencia entre las organizaciones de oposición al franquismo y los trabajadores militantes. Es el caso de las Comisiones Obreras de Barcelona, que celebraron sus asambleas fundacionales en las parroquias (por ejemplo la de Sant Medir, en noviembre de 1964). Las nuevas formas de organización obrera, que comenzaron su implantación en ciudades como Madrid, Barcelona y Sevilla, tenían entre sus objetivos coordinar a obreros de diferentes tipos de empresa (grandes factorías pero también pequeñas y medianas empresas), sin que la cuestión principal fuera el origen ideológico o la condición (o no) de enlace sindical. Se pretendía una acción «integrada», expresión del conjunto del movimiento obrero, con apoyo en redes comunitarias que aportaban espacios de reunión y solidaridad para la proyección del conflicto.

Este nuevo modelo de organización fue objeto de una severa represión, pero se expandió -por todas las zonas industriales, y del metal a otros sectores- en el contexto de las elecciones sindicales de 1966. El autor apunta que la madurez adquirida se percibe en la «supervivencia» durante el periodo 1967-1969; en esa época la dictadura procedió a través de diferentes métodos de represión: la ilegalización de las nuevas organizaciones, «congelar» la negociación colectiva y, en otros casos, el estado de excepción. Pero las organizaciones obreras resistieron, de modo que su desarrollo fue ya notable en la década de los 70, remata Xavier Domènech.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.