La más antigua querella, fuente de toda violencia humana, se remonta -según una tradición común a tres religiones- al litigio entre Caín y Abel, los famosos hermanos rivales. Pero hay una más antigua y más inquietante, fuente de la humanidad misma, y es la que sus padres, expulsados del Paraíso, establecieron con los animales, esos […]
La más antigua querella, fuente de toda violencia humana, se remonta -según una tradición común a tres religiones- al litigio entre Caín y Abel, los famosos hermanos rivales. Pero hay una más antigua y más inquietante, fuente de la humanidad misma, y es la que sus padres, expulsados del Paraíso, establecieron con los animales, esos primeros hermanos, ahora irreconocibles, a los que el castigo divino -el trabajo y la conciencia- convirtió de pronto en enemigos de los hombres. ¡Pobres animales que acudían alegres y confiados, ignorantes de la ruptura, para recibir una cuchillada de oreja a oreja! ¡Pobres hombres obligados a comerse a sus cuadrúpedos gemelos y a negar civilizadamente el parentesco que los habría vuelto incomestibles! Esta agonística y muy sofisticada negación de la propia familia -porque ha construido pirámides, elaborado alfabetos y fabricado aviones- es lo que llamamos cultura , cuya íntima tensión oscila, pared contra pared, entre el rechazo y la tentación de la animalidad: si la separación de la naturaleza conduce a la cólera armada de Caín, recaída paradójica en la animalidad negada por ese gesto, la actualidad social del gesto del asesino induce la nostalgia de la condición animal como lo único propiamente humano del hombre. En una época en todo semejante a la nuestra, en la que la negación del parentesco había reactivado las peores formas de animalidad, Kafka exploró esta antigua querella para encerrarnos en un nauseabundo callejón sin salida: si en el Informe para una academia un mono se ve obligado a evolucionar con asco bajo la crueldad de los hombres, convirtiéndose en uno de ellos, en la Metamorfosis , al revés y con el mismo resultado, el asco de toda una sociedad expulsa a un hombre fuera de ella, transformándolo en un monstruoso insecto.
En un mundo en el que los hombres se matan entre sí para negar salvajemente su parentesco con los animales, hay algo piadosamente humano en reivindicar la animalidad edénica. En el siglo I de nuestra era, el escritor griego Plutarco abordó la querella en una obrita curiosa, Los animales son racionales o Grilo, en la que Ulises se queda perplejo ante la respuesta de Circe a su petición de desencantar a sus compañeros: «Me estás considerando sin más una fiera», dice el héroe, «si crees que me vas a convencer de que es una desgracia dejar de ser un animal para convertirse en un ser humano». En esta primera versión del Informe para una academia -mucho más optimista, porque los animales resisten– el cerdo Grilo, portavoz de la filosofía cínica, rechaza recuperar su condición original, asociada a la maldición de la violencia, la codicia, la vanidad y el deseo. Privados de la magia de Circe y condenados a la humanidad, los hombres somos -en cualquier caso- una involución a partir de los corderos, las abejas e incluso los lobos.
Algo de esta denuncia abstractamente moralista de la humanidad podemos encontrarlo en La disputa entre los animales y el hombre (Siruela 2006), un tratado polemista redactado en el siglo IX por una corriente ilustrada y cosmopolita del Islam chií, los Ijwan Al-Safa’ o Hermanos de la Pureza, lo que de entrada demuestra el intercambio de besos impuros entre civilizaciones hoy reputadas antagónicas y el refinamiento filosófico de una cultura juzgada supersticiosamente irracional. En La disputa, los seres humanos, que han conquistado el mundo, llegan a la isla de Balasagun, reino edénico de los genios gobernada por Sah Mardan, y tratan de someter y poner a su servicio a los animales que allí viven libre, mansa y amistosamente. Celosos de su independencia, cada especie manda un representante para defender su causa ante el rey y denunciar a esas criaturas invasoras que, durante el juicio convocado para resolver el litigio, van a reivindicar su superioridad racial y, en consecuencia, su derecho absoluto sobre la naturaleza. Frente a estas pretensiones, la condena abstractamente moralista del hombre recurre a los estándares de la crítica plutarquiana: la vanidad, la guerra, la ambición de riquezas, la hipocresía, la crueldad. Pero la oposición política de los Ijwan al poder material que los excluía y sojuzgaba en su época tiñe toda la obra de una nítida coloración social, también muy cosmopolita (pues desafía por igual a musulmanes, judíos y cristianos). ¿Por qué el lector toma partido desde el principio y con pasión militante por la causa de los animales? ¿Por qué el artificioso, adventicio y tautológico argumento teológico que, contra toda lógica y manteniendo incólumes los razonamientos del chacal y de la abeja, viene a dar la razón a los hombres en el último momento nos deja con una amarga sensación de derrota? Nos identificamos con los animales porque denuncian una sociedad concreta caracterizada por la tiranía política, el poder religioso y la explotación laboral (vuestros trabajadores, dice el delegado de las aves, «están cansados de cuerpo, tristes de alma y apesadumbrados de espíritu: construyen lo que no van a habitar, plantan lo que no cosecharán, recogen lo que no van a comer»). Nos identificamos con los animales porque, frente a estos tres abusos, constituyen -en la ficción de los Ijwan- un colectivo sin jerarquías, guiado por una razón más pura, en el que ni el alimento ni los vestidos ni los placeres son arrebatados violentamente a otras criaturas. En La disputa, en realidad, la asamblea zoológica subroga al pueblo humilde y laborioso sometido al jactancioso despotismo de los gobernantes (que los tratan como a animales); en La disputa el animal no define una condición ontológica añorada y sin retorno ni tampoco -o no solamente- el espejo negativo de una humanidad inmutable: el animal de los Ijwuan es el hombre verdadero, utópico pero posible, enfrentado a una sociedad cuyo conflicto no es humano sino político y de clases. En esta primera versión de la Metamorfosis de Kafka, los insectos despreciados salen de la obscuridad para reivindicar su dignidad auténticamente humana frente a la hybris asqueada de los poderosos; y su palmaria superioridad racional sólo puede ser desmentida por la decisión arbitraria de un dios que no existe. La humanidad debe evolucionar hacia el pueblo: ésta es una de las lecciones -entre otras- que un libro cosmopolita del siglo IX debe seguir dando hoy a musulmanes, cristianos y judíos por igual.