Lunes, 13 de septiembre de 1971. Dolores Sancho, que por entonces contaba con 26 años, observa desde la cama cómo se prepara su marido. De un lado para otro, Pedro Patiño va agarrando poco a poco una camisa blanca, un jersey marrón de lana, unos pantalones color hueso y las sandalias. Con todo listo, y cuando el reloj acariciaba las siete de la mañana, el albañil abandona su domicilio en Getafe, uno de esos municipios obreros que acarician por el sur la capital. La semana acaba de comenzar, pero él no pone rumbo al tajo. Aquel lunes marca el inicio de una huelga en el sector de la construcción en Madrid. Y Patiño forma parte de uno de los piquetes informativos que se mueven por la zona del polígono industrial de Leganés. Durante casi un par de horas, el muchacho reparte octavillas invitando a los obreros a unirse al parón. Y lo hace hasta que una furgoneta de la Guardia Civil les da el alto y un disparo de fusil acaba con su vida. Nunca se depuraron responsabilidades. “No hubo ninguna justicia”, sostiene en la actualidad su compañera de militancia y vida.
La vida de Patiño jamás fue sencilla. Nació en plena Guerra Civil en la localidad manchega de La Puebla de Almoradiel. Y fue una de tantas víctimas de la represión. Su padre fue asesinado extrajudicialmente. Su madre, condenada a muerte, una pena que finalmente le fue conmutada. Quizá por eso militó en el Partido Comunista desde bien joven. Cuando apenas sobrepasaba la veintena, fue condenado a un año de cárcel por imprimir dos centenares de ejemplares de una hoja reivindicando una mejora de los derechos laborales bajo la leyenda “Por una vida más digna, por un salario mínimo vital de 100 pesetas con escala móvil”. Tres años después, se refugia en Francia para esquivar un procedimiento abierto contra él por pertenencia al Partido. Allí, en París, es donde conoce a Sancho, una madrileña que con apenas dieciocho años decide refugiarse también en el país vecino. “Hija y nieta de comunistas, yo también quería luchar contra la dictadura”, explica al otro lado del teléfono en conversación con infoLibre.
El albañil regresó en 1968 a una dictadura que trabajaba por impedir que las revoluciones sociales europeas –desde la Primavera de Praga al mayo francés– atravesasen las fronteras nacionales. A los meses, fue detenido por asociación ilícita en el marco de la misma causa que le obligó a refugiarse al otro lado de los Pirineos. Su abogada, una entonces jovencísima Manuela Carmena, consiguió la absolución del Tribunal de Orden Público. Pero la permanente persecución franquista no hizo que Patiño abandonase la lucha. Por eso no dudó en implicarse en las huelgas del sector de la construcción que se convocaron en la capital. La chispa que encendió “la hoguera” fue el convenio colectivo que se firmó en el verano de 1970, un texto que concedía 138 pesetas de salario mínimo, frente a las 350 que los representantes de los trabajadores habían reclamado durante su negociación. De ahí que más de 60.000 obreros decidieran sumarse al primer parón organizado en septiembre de aquel año.
En los meses siguientes, las mejoras fueron mínimas. Y las que se produjeron, quedaron superadas por el “aumento del coste de vida”, como recordaban por aquel entonces los Grupos Obreros Autónomos (GOA) en sus boletines. Por eso, CCOO, de la que formaba parte el albañil, decidió convocar una nueva huelga reivindicando 400 pesetas de salario mínimo –se calculaba entonces que el mantenimiento de un matrimonio con dos hijos podía alcanzar las 387 pesetas–, una jornada de 40 horas y la libertad de los “compañeros” procesados o detenidos, entre los que se encontraba el cura obrero Francisco García Salve, destacado miembro del PC y de Comisiones. El seguimiento de la ofensiva sindical –se estimó en su momento que se pararon cerca del millar de obras– fue especialmente intenso en barrios como Moratalaz, Entrevías, Manoteras, Vallecas, Carabanchel o Aluche. Y en municipios como San Fernando, Coslada, Parla, Torrejón, el Getafe en el que vivía Patiño o Leganés.
“Compañeros, se acerca la hora de la lucha”
Fue en el polígono industrial de este último pueblo donde el albañil y otros tantos sindicalistas comenzaron a repartir octavillas. “Compañeros, se acerca la hora de la lucha”, podía leerse en las hojas. Poco antes de las nueve de la mañana, en uno de los caminos junto a la carretera que unía Leganés y Villaverde, apareció un Citröen 2HP de la Guardia Civil. Se detuvo junto a los integrantes del piquete. No hizo falta ni un solo grito de alto. El ruido del cerrojo de los mosquetones fue suficiente. De pronto, se escuchó un golpe seco. El disparo de uno de los fusiles hirió de gravedad a Patiño, que murió en la furgoneta de la Benemérita. El resto de detenidos fueron llevados al cuartelillo de Leganés. Un par de años después, los sindicalistas Ángel López, Jesús González y Julio García serían condenados por el Tribunal de Orden Público a dos años de prisión y una multa de 10.000 pesetas por un delito de “propagandas ilegales”. Los “hechos probados”: arrojar y esparcir por obras y caminos “indeterminado número” de “hojas ciclostiladas” de CCOO y el PCE.
Cincuenta años después, Sancho no se olvida de aquella durísima jornada. “Al principio, otro grupo nos avisó de que les habían detenido”, relata. Hasta ahí, todo entraba dentro de lo previsible. Solo había que seguir el protocolo. En unas horas, iría hasta Gobernación a llevar algo de ropa y comida a su pareja. Con eso en la cabeza, puso rumbo al despacho de abogados laboralistas de la Calle de la Cruz, donde trabajaba. A primera hora de la tarde, todo se empezó a volver negro. “Recuerdo que yo estaba escribiendo una demanda que me dictaba Manuela Carmena mientras ella daba vueltas alrededor de una mesa. En un momento dado, sonó el teléfono. Ella lo descolgó y se lo acercó a la oreja. Era Nicolás Sartorius avisándola de que Informaciones estaba dando que una de las personas que ella había defendido había muerto”, cuenta Sancho. A partir de ahí, no recuerda nada de los momentos posteriores a la llamada. No sabe quién le trasladó a ella la noticia. No lo tiene registrado en la memoria. “Creo que Manuela no fue, quizá no sabía cómo hacerlo”, relata.
Luego fue todo una “locura”. La llevaron al cuartel de la Guardia Civil. De allí, a su casa, a la que se desplazaron varios agentes a efectuar un registro. “Miraron hasta en la tierra de los tiestos, pero no encontraron nada. La teníamos limpia de propaganda”, cuenta. Más tarde, tuvo que pasar el trago de ir al Hospital Gómez Ulla a reconocer el cadáver. Se acuerda de cada detalle de la escena. De cómo estaba colocada la mesa, de dónde se pusieron los dos policías de la Político Social que estaban en la habitación, de cómo retiró la sábana hasta abajo, de los ojos abiertos de su marido… No había ninguna duda de que era él. Sin embargo, tuvo que acudir en una segunda ocasión a reconocerle. “En la primera, los policías debían estar tan nerviosos que no nos hicieron firmar el reconocimiento”, sostiene. Pero esta vez, rememora, las autoridades solo permitieron que se le descubriera la cara. “Tenía una mosca en su ojo izquierdo”, señala. Medio siglo con esa imagen en la cabeza.
Un disparo por la espalda
Sancho explica que nunca permitieron a la familia hacer una segunda autopsia más allá de la oficial. También que las autoridades se deshicieron de las prendas –camisa y jersey– que dejaban constancia de la entrada y salida de la bala. Nunca se hizo justicia ni se depuraron responsabilidades. La causa fue sobreseída en abril de 1972, tal y como recoge el juez Ramón Sáez en “El homicidio del militante comunista Pedro Patiño y la actuación del abogado defensor Jaime Miralles. Un episodio de la represión y de la lucha por la justicia”. El capitán general de la Primera Región Militar dio por buena la versión oficial: el arma se disparó en un forcejeo con Patiño. Pero Sancho pone sobre la mesa la autopsia para negarlo: la bala, que se disparó a treinta centímetros, entró de izquierda a derecha y de abajo a arriba, por la espalda. “En mi casa no entraba ni pistolas de juguete de los niños. No entraba dentro de su filosofía la violencia, era una persona que podía aburrir a las ovejas solo con su oratoria”, recuerda.
La familia de Patiño, cuya muerte dejó huérfanos a dos nenes de tres y cuatro años, peleó todo lo que pudo para que se hiciera justicia. Su abogado, el jurista monárquico Jaime Miralles, interpuso varias querellas. Una de ellas por homicidio. Pero todas quedaron por el camino. “No cobró ni un duro e hizo todo lo que pudo”, cuenta Sancho, que solo tiene palabras de agradecimiento hacia su labor. Un letrado que, a la vista del trato que se estaba dando a la familia, no dudó en enviar una nota a los ministros de Justicia y Ejército y al Fiscal del Tribunal Supremo para “poner de manifiesto la gravedad” de los hechos. En ella, dejó constancia de los nombres de todos los agentes que iban aquel 13 de septiembre en aquella Citröen 2HP de la Guardia Civil, una información con la que se hizo aprovechando el descuido de un militar. Aquella nota fue copiada por el Partido Comunista y distribuida por todo Madrid. Por “redactar y cursar” un escrito con “evidente propósito de desprestigiar al Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil”, Miralles fue enviado a la cárcel durante casi una semana.
De aquellos meses durísimos, Sancho, que se niega a ser recordada exclusivamente como la viuda de Pedro Patiño, recuerda la gran cantidad de muestras de “solidaridad”. Hubo manifestaciones de apoyo en países como Reino Unido. Se recibieron cartas de todos los lugares del mundo. “Hasta desde Australia llegaron”, cuenta. Y fondos: “Nos llegaban ayudas económicas. Yo las iba apuntando en un papel para tenerlas todas registradas. Eran pesetas que, en ocasiones, dejaban en el buzón de mi casa”. Pero nunca llegó a hacerse justicia. Lo único, un reconocimiento, expedido por el Gobierno en 2009 en el marco de la Ley de Memoria Histórica, en el que se recogía que Patiño había sido una víctima de la violencia franquista. Una más de aquellas a las que la dictadura arrebató la vida por luchar por los derechos de los trabajadores.