Thomas Mann comenzó a escribir «La Montaña Mágica» en 1911 y lo terminó en 1923, doce años de trabajo que revelan que ya nadie escribe así porque el mercado editorial no permite demorarse en el tiempo lento de la reflexión y exige la producción acelerada a la que denomina progreso. Publicado en 1924 constituye una […]
El jesuítico personaje que representa Leo Naphta, vibrante crítico de la Ilustración, enfrentado en duelo dialéctico a lo largo de toda la obra con el humanista y progresista Ludovico Settembrini, representantes de dos corrientes de pensamiento vigentes hasta nuestros días; encuadran el apartamiento del mundo que constituye la Montaña, el refugio para los enfermos que no pueden respirar el mefítico aire moderno en el que se esconde Hans Castorp, protagonista de la novela.
Al final del libro se cierne la tendencia a la discordia violenta que llevará a la Primera Guerra Mundial, de modo que también los dos intelectuales antedichos se ven afectados por el espíritu embrutecedor del demonio de crispación que invade el Berghof y que se cierne sobre Europa. Y será la Europa progresista creada sobre la limpieza étnica y enfrentada a los detentadores de pretensiones absolutas la que saldrá vencedora de las dos grandes carnicerías del siglo XX, instalando a los tenderos como nuevos verdugos del Capital y absorbiendo para el nuevo absoluto del dios mercado a quienes fueron sus antagonistas en nombre de otros dioses únicos.
Y es que entre otros posibles, como Lukács, el personaje Leo Naphta es para Thomas Mann, como el Leverkhün de su «Dr.Faustus» un trasunto de Nietzsche, en cuanto que «ha percibido de antemano, con su filosofema del poder, el imperialismo ascendente y ha anunciado, como una aguja trémula y vibrátil, la época fascista de Occidente, en la cual estamos viviendo y en la cual seguiremos viviendo largo tiempo, a pesar de la victoria militar sobre el fascismo» (Thomas Mann Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Pág.157-158. Editorial Plaza&Janés. Barcelona 1986).
Hans Castorp se obsesiona con los solitarios así como el resto de los pensionistas con otras actividades pueriles del mismo modo que hoy ven la TV millones de personas. Este clima es el precedente de «la Gran Irritación», de la violencia y la ira desatadas que tratará Thomas Mann más adelante; tras el intermedio que supone el interés más noble, por la música, suscitado por la novedad de un fonógrafo y experimentado por Hans Castorp, que le prepara para no verse arrastrado por la violencia que está por surgir y resistir a su hechizo. Mann lo narra de la siguiente manera: «El italiano calló. Hans Castorp sintió sus ojos negros, la mirada profundamente entristecida de la razón y el sentido moral…. Después de haberse quedado solo, el joven permaneció todavía algún tiempo con la mejilla apoyada en la mano, sentado ante la mesa, en medio de la habitación blanca, sin echar cartas, y en el fondo de sí mismo presa de espanto ante ese estado siniestro e incierto en que veía al mundo, ante la sonrisa del demonio, de ese dios simiesco, bajo cuyo poder insensato y desenfrenado se hallaba y cuyo nombre era el gran embrutecimiento». Nada que no sepa quien haya dado clase en la ESO.
Así, el personaje que representa la anti-ilustración, que no ve en el progreso y en la educación de las masas el motor del bien en la Historia, sino la más perfecta máquina de destrucción creada por el hombre para escarnio de la tierra, de lo divino y lo sagrado, trata de que el italiano ilustrado aprenda que no tiene el progresismo solamente efectos perversos sino una esencia más diabólica de la que presuntamente quiere escapar.
Y al hablar Naphta en diálogo con Settembrini, lo que trata de hacerle comprender son muchas veces algunas cosas que éste omite como pequeñeces sin importancia o cuestiones que es mejor tapar a la juventud:
«-¿Me lo pregunta? ¿Escapa al manchesterianismo de usted la existencia de una doctrina de la sociedad que signifique la victoria del hombre sobre el economicismo y cuyos principios y objetivos coinciden exactamente con los del reino cristiano de Dios? Los padres de la Iglesia han llamado al -mío- y -tuyo- palabras funestas y han dicho que la propiedad privada era la usurpación y el robo. Han condenado la propiedad porque, según el derecho natural y divino, la tierra es común a todos los hombres y, por consiguiente, produce sus frutos para el uso general de todos. Han enseñado que únicamente la avidez, fruto del pecado original, invoca los derechos de propiedad y ha creado la propiedad privada. Han sido bastante humanos, bastante enemigos del negocio para considerar toda actividad económica en general como un peligro para la salvación del alma, es decir, para la Humanidad. Han odiado el dinero y los asuntos de dinero y han llamado a la riqueza capitalista aliento de llama infernal. El principio fundamental de la doctrina económica, a saber: que el precio resulta del equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sido despreciado por ellos de todo corazón, y han condenado los actos de los que sacan partido de las circunstancias como una explotación cínica de la miseria del prójimo. Ha habido una explotación todavía más criminal a sus ojos: la del tiempo, ese delito que consiste en hacerse pagar una prima por el sencillo transcurso del tiempo; dicho de otra manera: el interés, y abusar así, para su propia ventaja y a consta del prójimo, de una manera, de una institución divina, valedera para todos: el tiempo».
Y desde luego que en tal diatriba anticapitalista habría que separar al Opus Dei (los que cogen la vía del por el dinero hacia Dios) de franciscanos o teólogos de la liberación, pero el punto del negocio con el tiempo, con esos once años para escribir la obra que leemos y que ya nadie tiene; nos conduce directamente a cuestionar la explotación más criminal que ha existido nunca, la que se alimenta del tiempo ajeno.
Ante objeciones como la antecedente y otras ciertamente del Antiguo Régimen es precisamente Settembrini quien al final de la monumental obra, acusando a Naphta de dirigirse a la juventud a la manera del Sócrates escéptico, haciéndola dudar de la bonita moralidad ilustrada, acaba retando a duelo a su oponente dialéctico. Y aunque como humanista el italiano había manifestado que lo rechazaba teóricamente, acaba indicando que en la práctica es otra cosa, por lo que más adelante dice:
«El duelo no es una institución como cualquier otra. Es un último recurso, es la vuelta al estado de la naturaleza primitiva, apenas atenuado por ciertas reglas de carácter caballeresco que son muy superficiales. Lo esencial de esta situación es su elemento netamente primitivo, el cuerpo a cuerpo, y todos debemos estar dispuestos para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno. Y se trata de ser un hombre, por espiritualista que se sea».
Eso indica el personaje humanista progresista del que Fernando Savater dice, contra los desesperados suicidas del Islam, que: «Settembrini es un ilustrado, un progresista: su arma es la razón, y su objetivo la felicidad terrenal humana» (F.Savater «La montaña y Mahoma» El País 16 de agosto de 2005). Pero Savater, al que no le sirve el trabajo de catedrático de filosofía para poder leerse el libro de Mann fuera de sus cuantiosas vacaciones, no narra el desenlace del duelo, ya que lo que ocurre es que Settembrini dispara al aire y, Naphta, llamándole «cobarde», se pega un tiro en la cabeza, suicidándose.
Aprendiendo de la Montaña mágica para hoy día, vemos que cabe refugiarse en el jardín de Epicuro, decidiendo que la disputa del poder la ocupen otros, pues no compensa su alto precio, que sean los que lo quieran quienes se maten entre sí y nos dejen en una Torre de Marfil, como enfermos, leyendo y disfrutando de la música y la gozosa conversación con los amigos, del amor y de los hijos, fuera del mundo del trabajo, de la explotación y de la avidez por el poder; permanecer fuera del mundo. Pero dentro del mundo parece que sólo caben tres posturas: Cinismo, hipocresía o Teología, que serían son los tres extremos de un mismo mal, ya que en una época de crispación y de nihilismo, el cínico bombardea sin escrúpulos y dice que los que reciben las bombas son asesinos y terroristas, cucarachas fracasadas que hay que exterminar, como lo fueron los judíos y hoy lo son los palestinos (o los iraquíes o los afganos); el hipócrita es el que bombardea con escrúpulos y dice que esa justicia tiene que estar respaldada con el derecho, solicitando por tanto bombardeos humanitarios en lugar de bombardeos inhumanos. Y frente a los cínicos anti-humanistas de la administración Bush y los hipócritas moralistas y humanitaristas de la progresía sólo resta el suicida como el único ser honesto y capaz de seguir la consigna de los duelistas que el propio Settembrini declarará pero no cumplirá: «Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno». Y dice con su vida y con su sangre, ojo, no con la de los demás, ya que los presidentes y generales raramente encabezan las tropas que mandan a morir por la salvación de una humanidad en la que no creen.
En realidad estamos dentro y fuera del mundo del tiempo extenso, si nos engulle del todo nos envilecemos, si nos salimos del todo nos suicidamos (pues no hay Montañas Mágicas a las que acudir para atender tan sólo a la virtud excepto el propio jardín) y si nos metemos a negociar, pero sin cesiones, nos condenan al ostracismo. Ahora bien, es manteniendo el tiempo intenso del Berghof, un tiempo para el que ya no hay espacio pero que no necesita más espacio que el de un punto infinitesimal para existir y volver a brotar; es accediendo al tiempo profundo que está en el afuera del poder, que se podrá, quizás, apoyándose en él, poner el otro pié dentro del mundo e intervenir en la expansión de un nuevo espacio habitable.
Hans Castorp es el único héroe de esta novela de Thomas Mann que logra sustraerse a las potencias que lo envuelven. ¿Por qué?. Porque también es el único protagonista de Thomas Mann al que los acontecimientos vividos sacan de su simplicidad elevándole en lugar de hundirle. Hans Castorp es un hombre común que termina dejando de serlo y abandonando el sanatorio, donde dedica siete años a erradicar una enfermedad inexistente, liberándose y creciendo espiritualmente para ir finalmente a morir en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: «Las aventuras de la carne y del espíritu, que han elevado tu simplicidad, te han permitido vencer con el espíritu lo que no podrás sobrevivir con la carne» -le dice el narrador (o sea Thomas Mann) a su personaje Castorp, cuando nos cuenta su final y termina el relato.