Lo decisivo en la quiebra del PSOE es la crisis del régimen pero también el fatalismo del partido. El pulso entre el ex secretario general y la institución ha derivado en un bucle teatral que sólo podía ser interrumpido por un golpe de Estado. En uno de sus más conocidos «pensamientos», el filósofo Blaise Pascal […]
Lo decisivo en la quiebra del PSOE es la crisis del régimen pero también el fatalismo del partido. El pulso entre el ex secretario general y la institución ha derivado en un bucle teatral que sólo podía ser interrumpido por un golpe de Estado.
En uno de sus más conocidos «pensamientos», el filósofo Blaise Pascal (1623-1662) afirmaba que «si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, la historia del mundo habría cambiado completamente». Pascal se refería al famosísimo apéndice nasal de la reina ptolemaica, cifra de su belleza, como a una fuente de poder capaz de decidir batallas, romper o anudar alianzas y eventualmente determinar la relación –de independencia o vasallaje- entre Egipto y Roma. Cleopatra apoyó en su nariz la pompa de su debilitado poder real para multiplicarlo a través de César y Marco Antonio; y si perdió ante Octavio Augusto fue porque las narices, al contrario que los cañones o las bombas, no causan en todas las víctimas el mismo tipo de heridas. En todo caso, Pascal acudió a un detalle muy pequeño, instalado en un pequeño cuerpo individual, para subrayar del modo más provocativo la desproporción entre las causas y los efectos y llamar la atención sobre el hecho de que los designios divinos –o la lucha de clases– se ven a menudo descabalados, o al menos desviados, por factores adventicios que no pueden ser directamente absorbidos en el seno de la Historia (ni en la voluntad de Dios). No son las narices las que hacen la historia, es verdad, pero se hace con ellas, y no se pueden dejar a un lado si se quiere comprender el margen de contingencia y de intervención individual que configura la esfera política.
Podríamos decir, en efecto, que la nariz pascaliana anticipa lo que el muy jansenista Gramsci llamaría tres siglos más tarde «la autonomía de lo político», a condición de incluir en este concepto, junto a las formas y las culturas, dos factores de muy distinta naturaleza. Por un lado, sí, la mencionada «nariz de Cleopatra»; es decir, los efectos colaterales del hecho de ser –los humanos– sujetos corporales y lingüísticos embargados por deseos socialmente combinados pero atravesados, como una espina, en las relaciones económicas y, desde luego, en los cálculos racionales y sus ambiciones de transparencia. Esta opacidad –la del tamaño y el carácter, inseparables, como recuerdan Jorge Alemán y Carlos Fernández Liria, de la sexualidad y la neurosis– es la que ha permitido siempre hacer una lectura shakespeariana de las luchas por el poder. El «juego de tronos» que tanto fascina a algunos dirigentes podemitas es sobre todo el reconocimiento de un margen irreductible de tragedia clásica –al lado o frente a las «estructuras» y los «sistemas»– que habría que intentar, sin embargo, gestionar, aliviar y limitar. La «nariz de Cleopatra», obviamente, determina asimismo la condición relevante de los liderazgos individuales, sobre todo en periodos de crisis o de transición histórica (como lo fue el del paso de la República al Imperio en la antigua Roma).
Pero junto a la Nariz hay otro factor autónomo que atraviesa las relaciones de poder. Me refiero a las instituciones; al hecho –es decir– de que los marcos institucionales no sólo imponen sus propias reglas clasificatorias y organizativas sino que, como recuerda la antropóloga Mary Douglas, los seres humanos pensamos siempre, incluso cuando más libres y solos nos sentimos, a través de ellas. Un médico piensa a través del hospital (público o privado) en el que trabaja; un mafioso piensa a través de la familia a la que ha jurado fidelidad; y un político piensa a través del aparato del partido en el que milita. Pensar mejor o peor dependerá de las instituciones que dominen nuestras vidas; y por eso es tan importante cambiarlas. Asimismo, la posibilidad de intervenir mejor o peor (para alcanzar mejores instituciones) dependerá a su vez de los partidos políticos que tengamos, siempre amenazados, de entrada, por la conocida «ley de hierro» de Michel. La «autonomía de lo político», compuesta de narices e instituciones, reviste por eso mismo una dimensión literaria y fatalista que, al tiempo que hace apasionante y contingente el juego del poder, impone límites internos a toda esperanza de cambio radical. Sin esa «autonomía» no se podría intervenir sobre las «estructuras», pero esa autonomía dificulta, más que facilita, la intervención.
Todo esto para decir que, si lo decisivo en la crisis del PSOE es sin duda la crisis del régimen, no podemos entender sus peripecias sin introducir, más allá del Ibex, la nariz de Pedro Sánchez y el fatalismo institucional del Partido Socialista. Es la combinación de esos dos factores la que ha llevado a ese colofón teatral, el sábado pasado, cuya radical tragedia se agudizaba tanto más en la medida en que adoptaba la forma irreprimible de un sainete esperpéntico (del que se avergonzaban los propios actores). La evidencia que delataba la descomposición entrópica del PSOE el pasado sábado, en la reunión del Comité Federal en Ferraz, era justamente el hecho de que, a partir de cierto momento, ninguno de sus participantes, como ocurre en Homero y en Shakespeare, era ya dueño de sí mismo. Eran todos juguetes del destino. De hecho, para adueñarse del destino, los llamados «críticos» tuvieron que aceptarlo y precipitarlo (el destino), igual que en la historia de la muerte en Samarkanda, y reintroducir la «seriedad» que desdramatizaba la escena al coste de consumar violentamente la tragedia.
Es difícil que el PSOE se recupere de esa puesta en escena a la que estaba abocado desde hace dos años. ¿Por qué abocado? De un lado teníamos a un Pedro Sánchez de flato y plástico que, empujado desde dentro por Susana Díaz y la vieja guardia del partido, encabritado desde fuera por Podemos, había ido creyéndose poco a poco su «misión histórica» de mártir numantino del cambio. Es lo que el citado Pascal llamaba la máquina; lo que comenzó como una simple estrategia de supervivencia personal en condiciones extremas acabó –a fuerza de repetir ciertos gestos y ciertas palabras– apoderándose de su imaginación. Da toda la impresión de que Sańchez, siempre vacío, era sincero; y de que, hasta bien avanzada la jornada del sábado, se creyó paladín insobornable de la «nueva política» enfrentado a los poderes más oscuros de la tierra.
Del otro lado estaba la «institución» –el partido– que «pensaba» a través de todos sus miembros con las reglas que se habían normalizado desde Suresnes y que, como lo probaba el propio espectáculo del Comité Federal, impedían ver el exterior o, al menos, introducirlo en la sala. Una de las características de las instituciones, y sobre todo de los partidos políticos, es el hecho de que, cuando pensamos a través de ellos, nos parece estar pensando los límites del mundo. Este ensimismamiento –o visceración— institucional es más profundo allí donde la jerarquía y la opacidad son mayores; y donde la disciplina a la hora de aceptar estas reglas trapaceras se da por sentada. La «nariz» de Pedro Sánchez, como la del cuento de Gógol, se emancipó del cuerpo del partido, aunque se mantuvo atada a él por un hilo del que enseguida hablaremos. Sánchez tuvo narices para desobedecer, pero no para desobedecer del todo. Y este pulso –entre la nariz y la institución– había llegado tan lejos que, cuando comenzó la reunión del Comité Federal, todos sabíamos –lo sabían incluso los propios actores– que sus miembros se habían reunido para clavarse cuchillos en la espalda delante de toda España.
El gran talento teatral de Pedro Sánchez ha sido el de ceder en el último momento y de la manera en que más daño podía hacer al PSOE, ya muy magullado. ¿Por qué? Esto tiene que ver sin duda con el marco en el que se combinaban las dos «autonomías», la de la nariz de Sánchez y la de la institución llamada PSOE. Ese marco es, como han señalado algunos brillantes análisis, la crisis del régimen, que se hizo visible con el 15M y se materializó política e institucionalmente con la irrupción de Podemos. Al quebrarse, el bipartidismo, por así decirlo, se desdobló, segregando dos vástagos paralelos, pero es obvio que al PSOE, verdadero pilar del orden establecido, le tocó bailar con la más fea. Mientras el PP se ha disputado el terreno con C’s, que había nacido como su muleta y en el que, llegado el momento, se ha podido apoyar, el PSOE ha tenido que lidiar con Podemos, fuerza nacida fuera del sistema y que, en la medida en que amenazaba su existencia, la «institución» socialista sólo podía odiar. Es este odio a Podemos, y la batalla que ha librado contra la fuerza morada, la que ha consumido la vida del partido los dos últimos años, hasta el punto de que en las dos últimas elecciones generales el PSOE ya no se medía con el PP ni aspiraba a ganar los comicios; el resto de legitimidad que conservaba Sánchez tenía que ver con el hecho de que había conseguido evitar el sorpasso. El ex secretario general, por tanto, mientras se iba creyendo paladín del cambio y se enfrentaba a los barones de su partido, mientras metía su nariz en los entresijos del aparato, seguía «pensando» desde él, obsesionado como todos con Podemos y Pablo Iglesias y decidido, por tanto, a no hacer ninguna concesión en esa dirección. Encerrado en esos límites –los que imponía la existencia de Podemos– el pulso entre la nariz de Sánchez y la institución llamada PSOE sólo podía prolongarse agónicamente, en un bucle teatral completamente paralelo a la realidad, como así sucedió, y sólo podía ser interrumpido por un golpe de Estado que empeorase aún más las cosas. Así ha sucedido también. Tragedia shakespeariana y fatalismo institucional se han dado cita, una vez más, para cambiar la historia.
La sinceridad de Sánchez se ha revelado finalmente necia y suicida. La decisión de pelear hacia dentro sin hacer ninguna concesión hacia fuera para ceder en el último momento a un golpe que él mismo acabó justificando ha acelerado el final del PSOE, ya en descomposición, dañando al mismo tiempo las opciones reales de cambio, al menos a corto plazo. Inútil para la restauración, inútil contra la restauración, el PSOE ha quedado –no diremos definitivamente– fuera de juego. Sería una buena noticia si la «nariz» de Pedro Sánchez, además de alimentar las dinámicas entrópicas de su partido, no hubiera aupado al PP y, para felicidad del Ibex, retrasado las transformaciones que reclama nuestro país en una Europa en la que la justicia y la democracia no van ganando. Y si Podemos fuera –o volviera a ser– una fuerza capaz de representar realmente a esa mayoría social desarmada por la crisis y cansada de nuevo de la política y de los políticos…
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Leer con niños.
Fuente: http://ctxt.es/es/20161005/Firmas/8838/Poder-Alba-Rico-instituciones-PSOE-crisis.htm
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