La discreta y gris alianza entre el PSOE, los partidos herederos del 15M y del procés puede tener más significado estratégico del que parece y, a la vez, menos recorrido del que querrían o buscarían sus promotores.
Es conocida la expresión que acuñó Manuel Vázquez Montalbán para definir como “correlación de debilidades” el proceso de construcción de lo que hoy denominamos como régimen del 78. La misma ironía puede aplicarse al encadenamiento de acuerdos presupuestarios, primero en las cortes españolas, después en el Parlament catalán y finalmente en el Ajuntament de Barcelona, durante las últimas semanas. Todos fruto de una suma de debilidades de la que ha surgido un interés compartido de supervivencia institucional y presentados como acuerdos puntuales y tácticos por fuerza mayor. Pero la hipótesis que plantearé aquí es que esta discreta y gris alianza puede tener más significado estratégico del que parece y, a la vez, menos recorrido del que querrían o buscarían sus promotores.
Pese a que casi ninguno de los actores de estos pactos quiere aparecer como sujeto de un compromiso histórico con los demás, la debilidad subjetiva de cada uno de ellos es estructural y, conscientemente o no, lo que estamos presenciado es la construcción de un pacto de estabilidad entre el Partido del 78 (PSOE), el Partido del Procés (Esquerra + Junts) y el Partido post15m (Podemos + Comuns y el resto de islas de su archipiélago). Una alianza sin ninguna solemnidad, pero mediante la que el guardián de las esencias del 78 certifica la integración —que comenzó con la formalización de la actual coalición de Gobierno presidida por Pedro Sánchez— de las nuevas elites surgidas de los dos movimientos que removieron los cimientos de la arquitectura institucional durante la fase anterior de la crisis, y por la que estas se comprometen con la estabilidad institucional. Eso no es totalmente nuevo pero si lo es la articulación multinivel y sincronizada de los pactos presupuestarios, difícil de concebir sin el establecimiento de un acuerdo global entre cúpulas dirigentes para ejecutar una estrategia compartida.
A pesar de su estilo discreto y casi funcionarial, o precisamente por eso, estos acuerdos en apariencia aburridos e insípidos, quizás nos muestran a la vez que nos lo ocultan un movimiento más estratégico que táctico, que por otra parte nadie está en condiciones propagandísticas para reivindicarlo. Frente a una derecha nacionalista en la que hoy todo es búnker (siguiendo con las metáforas transicionales) y deseo de lawfare, el Partido del régimen se ha visto empujado, a regañadientes, a reconstituir los consensos de estabilidad precisamente con los actores que supuestamente vendrían representar su impugnación. Estos, por su parte, inmersos en una crisis de autorreproducción en el caso del espectro post15m, de desorientación estratégica en el área procesista, y de guerra fraticida en ambos espacios, han elegido, por encima de cualquier otra prioridad, apuntalar su buen encaje institucional.
Pero quizás lo más importante es el marco de relaciones, el contenido y los rasgos compartidos de configuraciones tan diferentes como el Gobierno PSOE-UP en Madrid, el de ERC-Junts en la Generalitat y el de Comuns-PSC en el Ajuntament de Barcelona. En las tres coaliciones, hay una suerte de especialización por defecto que hace que el área económica recaiga siempre en el sector más neoliberal y en una figura especialmente significada: en el caso del gabinete Sánchez, no solo en el PSOE sino en alguien de indudables credenciales lobistas como Nadia Calviño; en el caso de la Generalitat, es Junts y concretamente Jaume Giró (ejecutivo en diferentes etapas de Catalana de Gas, Gas Natural, Repsol YPF, Petronor, Petrocat y CaixaBank) y en el caso del consistorio liderado por Ada Colau, es el PSC y concretamente Jaume Collboni, un lobista empotrado en la corporación municipal, quién lleva la Regiduria d’Economia, Treball, Competitivitat i Hisenda.
Lo más sintomático es que esto es así desde antes de cualquier acuerdo estratégico y que sin importar cuál sea la configuración de mayorías el resultado de la ecuación es siempre el mismo: una visión compartida sobre cuál es el papel de cada cuál en este momento histórico. De esta especialización también se deriva una relación asimétrica entre lo que hoy se denominan “políticas sociales” (un término que reduce a un imaginario asistencial las cuestiones relativas a derechos sociales y desigualdades) y las políticas económicas de efectos estructurales. Estas últimas, por ejemplo las relacionadas con los fondos europeos, mantienen un perfil claramente neoliberal: transferencia de recursos al sector privado, protección de las estructuras del modelo productivo y desarrollismo tecnológico en sincronía con las líneas maestras del capitalismo verde.
Al contrario, las políticas relacionadas con derechos sociales están reducidas a una especie de competición anual por el incremento del gasto, pero siempre en términos paliativos y sin alcance estructural. Tendremos que escuchar durante años, cada año, eso de “los presupuestos más sociales de la historia”, pero el incremento cuantitativo en pensiones, vivienda, educación, sanidad o servicios sociales municipales o autonómicos, nunca viene acompañado de una modificación cualitativa de los cimientos que reproducen las relaciones de desigualdad y poder: el sistema fiscal, el rentismo como unidad de destino en lo universal, la concepción empresarial (o, en los peores casos, la privatización) de los servicios públicos, las legislaciones de privación de derechos como la de extranjería, o los servicios sociales como mecanismos de disciplinamiento de las clases expropiadas. Este reparto de tareas y configuración del gasto está alineada con la disciplina del diktat europeo para esta fase de la crisis: mantener las lógicas de crecimiento neoliberal acompañadas de unas “políticas sociales” que no confundan compensación de la pobreza (ingreso mísero vital, ERTES…) con redistribución de la riqueza.
Todo este conjunto de coincidencias en coincidencia con el mandato de la autoridad competente europea, muestra el espíritu que, por debajo y por encima del ruido y las retóricas de confrontación en el teatro institucional, atraviesa un pacto que responde a las tesis de Pablo Iglesias de articular una “nueva dirección de Estado”. Una tentativa frágil y camuflada de segunda transición. Eso, que en las décadas de 1980 y 1990 hubiese contado con la promesa de un recorrido largo con un reparto estable de zonas de poder e influencia, hoy es en realidad un pacto de continuidad agónica de la estructura del 78, con un futuro cuestionable. La situación de crisis crónica de la economía tanto en relación con los mecanismos de subsistencia social de las clases subalternas como con la quiebra de las clases medias y su rueda de consumo, hacen que las cuentas de cualquier pacto de “nueva normalidad“ o de “estabilidad” sean irremediablemente una cuenta atrás.
Mientras tanto, el búnker trabaja sobre las posibilidades de una ofensiva autoritaria, probablemente con dos esquemas posibles para estructurar una extrema derecha plural: la unificación total o el escenario de dos partidos pero con una candidata. Pero lo que puede parecer un dilema entre una “nueva estabilidad” como mal menor en el marco de lo que podrían denominar como un tardo78 y la amenaza de un ciclo involutivo y autoritario por parte del nuevo búnker, ahora mismo pueden ser marcos complementarios. En la medida en que el mantenimiento de la normalidad y la estabilidad dentro del estricto corsé neoliberal solo alimenta la miseria y la guerra entre pobres en la que busca apoyo la solución autoritaria, en términos históricos el antagonismo es aparente y el dilema hay que resolverlo en otros términos: frente a la normalidad que nos lleva a la involución, la construcción de los espacios de la alternativa emancipatoria, capaces de generar otros lugares de encuentro, otros climas, otras relaciones y otros ciclos.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/laplaza/regimen-78-normalidad-camino-hacia-involucion