Si te hablan del país que corre por tus venas, y no lo reconoces, ¿perdiste la patria?
A veces pienso que me fui. Pero no me he ido. Al menos no del todo. Me he quedado, por ratos íntegramente. Y a veces solo en cuerpo, mientras el resto de mí está en otros lugares. O he tenido el cuerpo por cualquier sitio, pero he estado aquí. Algunas partes mías sí se han ido y no han regresado más.
Le pasa a mucha gente. No solo a nacidos en Cuba. Les pasa a nueve de cada diez personas que son o han sido migrantes; así sea por un tiempo, así no se sientan del todo migrantes, así hayan soñado con migrar o así estén convencidos que ese fue el mejor camino, o el único posible.
Lo que no le pasa a cualquiera es el extrañamiento respecto al punto de partida. Si te hablan del país que corre por tus venas y no lo reconoces, ¿perdiste la patria?
La mirada sobre Cuba está capturada por el fatalismo de los polos. Odias o amas, amigo o enemigo, dentro o fuera, conmigo o contra mí, Cuba inmaculada o Cuba podrida.
Ese esquema polar es políticamente interesado, y esto no es necesariamente evitable o indeseable. La política nos atraviesa, nos constituye a todos, a todas. La ilusión de ser apolítico es el mejor logro de la política anti-democrática.
Entonces, sí, la polarización sobre Cuba es política. Tanto como la -falsamente antipolítica- ilusión del sueño americano, o que Europa es algún punto de llegada y que en América Latina no hemos trabajado lo suficiente para merecerlo. Y, en más ocasiones de las que una quisiera, la política se construye como una cuestión polar. Cuando cada polo se narra como si fuera toda la realidad, resulta una ficción: la novela-Cuba, por ejemplo.
La realidad de Cuba no es polar, las novelas-Cuba sí lo son. La realidad es torcida, compleja, imposible de atrapar en una tesis única. Cuba es real. Pero la novela-Cuba no, o no del todo.
La primera novela-Cuba que conocí fue la del Noticiero Nacional de la televisión estatal. Pero la mayor conciencia al respecto llegó luego. Mi interlocutor era un hombre muy joven, como yo. Tenía la mirada límpida y era políticamente honesto. Nos conocimos en otro lugar de América Latina. Él había estado en Cuba, en una brigada de solidaridad. Había hecho trabajo voluntario en un policlínico y en un círculo infantil. Casi no conocía La Habana, porque prefería la Cuba profunda. Me hablaba de mi país con una fascinación que llegué a envidiarle. Yo, que creía que era la que más amaba, no podía entender aquel amor sublime, incondicional. Y, a la vez, no podía ni suscribir ni desmentir lo que me decía aquella persona sobre mi propio suelo.
Cuando la novela-Cuba la narra alguien cuyas visiones políticas no comparto, el extrañamiento se explica con facilidad: obviamente no me reconozco en su novela, miramos países distintos; esta persona piensa que el mundo cabe en su biografía; no tiene en cuenta que para que ella tenga lo que tiene, hace falta que muchos no tengan absolutamente nada; cree que América Latina es violenta porque la gente es pobre, o que es pobre porque la gente es violenta; piensa que la libertad es poder hacer lo que cada quien quiera; entiende que el machismo es culpa de las mujeres y que el racismo es culpa de los negros. Yo no. Entonces vemos Cubas distintas, como veríamos puestas de sol distintas aunque estuviéramos rozando los codos.
Pero si con quien habla comparto visión del mundo, aspiraciones de futuro, sentido de justicia, entonces mi extrañamiento de su novela-Cuba es más difícil de procesar.
Una parte de las izquierdas honestas del mundo (dejo fuera a quienes se disfrazan de eso para provecho propio) construyen otra novela-Cuba. En ella, Cuba es impoluta, solo ilumina, solo enseña, solo esperanza, solo celebra, solo padece lo que otros la hacen padecer, pero nunca se autolacera. En esa Cuba solo se respira aire limpio y el «vicio» es exterior y quien lo asuma, huye o se le expulsa.
Esa Cuba yo no la reconozco. Nunca he vivido allí. Nunca la he visto, ni tengo registro de que exista. La narran para mí, pero no soy parte.
¿Qué hago con esa narración?
Me tomó algo de vida entender que toda lucha necesita un horizonte y que, en la madeja, siempre es mejor tener brújula. Si esa brújula tiene nombre propio, es más cierto el horizonte. Y optar por un horizonte supone elegir equivocarse con él, hasta las últimas consecuencias. Para una parte de las izquierdas -honestas- del mundo, esa brújula se llama Cuba.
Una vez comprendido eso, una se pregunta si es sabio arrancarle alguna página a esa novela o hacerle alguna tachadura. ¿Quién soy yo, después de todo, para destrozar un referente, catalizar una duda cuando ya hay tanto por hacer en el mundo? ¿Tengo ese derecho?
Sí, tengo ese derecho.
La Cuba narrada por quienes necesitan una brújula de justicia, puede ser el abismo de la Cuba real. Y puede serlo porque no permite ver que en la Cuba real también hay injusticia y no solo viene de fuera. No solo acoge, también expulsa. Necesita sacudidas, zarandeos. La Cuba real tiene su propia fábrica de poluciones y ahoga a veces. Es un memorando de lo difícil de encontrar una brújula y un horizonte, y sobrevive a su propia crisis y a las impuestas.
La Cuba real también es la de su gente, dentro y fuera: la que inspiró a tantos. Es el coro, tan diverso como en todos los países. La Cuba real no es tan excepcional como nos narran en las novelas-Cuba. Es la que estamos escribiendo, todos, todas, con caligrafía imperfecta, la que a veces no dejan escribir desde los poderes de dentro y de fuera, la que persistimos en escribir.
La brújula de la Cuba impoluta es mi perdición; es la imposibilidad de construir una distinta, a muchas voces. Una Cuba que pertenece a todas las personas que, estando en cualquier sitio, permanecen dentro. Si no lo hacemos, perdemos la patria.