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La opinión pública está en contra de la guerra

Fuentes: Rebelión

ABC ha publicado el fin de semana pasado una encuesta sobre la opinión de los españoles acerca de la guerra de Libia, realizada por el Instituto DYM de Barcelona. Puede resultar aleccionador comparar los resultados de la encuesta con la actitud de los representantes de la ciudadanía: mientras que el 99% de los parlamentarios votaba […]

ABC ha publicado el fin de semana pasado una encuesta sobre la opinión de los españoles acerca de la guerra de Libia, realizada por el Instituto DYM de Barcelona. Puede resultar aleccionador comparar los resultados de la encuesta con la actitud de los representantes de la ciudadanía: mientras que el 99% de los parlamentarios votaba a favor de que España participase en la guerra, sólo un 38% se declara totalmente a favor; y sólo un 34% piensa que ahora hay más motivos que hace ocho años para invadir Irak. La disparidad de criterios entre la gente de a pie y los políticos resulta, por tanto, abrumadora.

Lo primero que se observa es que la población española no quiere esta guerra en un porcentaje muy alto, 35%, y que ese pacifismo no está bien representado por la clase política. Los diputados que han votado en contra de la guerra, han sido, por un lado, el único que tiene IU -con un millón y medio de votos-, y por otro, los dos de un partido nacionalista, el BNG (Bloque Nacionalista Galego). Resulta sorprendente que aquellos personajes que se han propuesto para hacer valer la opinión del pueblo en los asuntos de gobierno, ignoren de forma tan supina la auténtica voluntad de los españoles.

Además de eso, la mayoría opina que esta guerra no está más justificada que la de Irak; como consecuencia de eso, resultaría que si nos fuimos de aquella guerra, no tenemos por qué estar metidos en ésta. Creo que esa opinión mayoritaria es fundamentalmente correcta. Si echamos mano de los libros de historia o las hemerotecas de la prensa, nos damos cuenta de que la mayoría de la población española está bien informada: no parece muy distinto el manejo del Estado por Muammar el-Gadafi, respecto del que hizo en su tiempo Sadam Hussein. Y no solo eso: la guerra de Libia parece una continuación de la guerra de Irak, cuyo objetivo es apoderarse del petróleo.

En realidad, un estratega del Pentágono -el centro de decisiones del Ejército de los EE.UU.-, Samuel Huntington, estableció en los años 80 la ‘guerra de civilizaciones’, como hoja de ruta de la política norteamericana, que viene dirigiendo las decisiones políticas de ese país desde entonces. Lo que significa esa expresión es la intención de una guerra contra el Islam, que luego se prolongará contra China. Esa guerra no es pues, fruto de situaciones coyunturales, sino el resultado de una política planificada desde hace tiempo.

Estoy seguro de que si se hiciera una encuesta sobre la guerra de civilizaciones, los españoles la rechazarían sin mucha vacilación. De hecho el propio primer ministro, Sr. Rodríguez Zapatero, y su partido, hablaron en su día de ‘alianza de civilizaciones’, hasta el punto de parecer que su ‘talante’ era pacifista, motivo por el que se podía suponer que era apreciado por esa ciudadanía que le aupó al gobierno de la nación.

Resulta que no es así: el oportunismo de Zapatero ha quedado perfectamente claro. Y eso quiere decir, en definitiva, que en nuestro país la voluntad pública queda mal representada por el sistema político. Como si los ciudadanos no supiéramos lo que nos conviene, tenemos que resignarnos a aceptar las decisiones de nuestros representantes, lo cuales en verdad solo representan al poder político y los intereses de Estado. El sistema político español trata a la ciudadanía como una muchedumbre infantil sobre la ejercer el paternalismo de la administración.

Pero lo peor es que una parte de la ciudadanía se identifica gustosa con esa minoría de edad en que nos mantiene el orden social paternalista. En efecto, cuando se presenta esa objeción a nuestro sistema democrático, por sus fallas en la expresión de la auténtica voz ciudadana, es corriente escuchar el siguiente argumento: cuando el electorado vota, lo hace por un programa completo y no por un aspecto parcial. Se nos reduce nuestra capacidad de decisión política a votar cada cuatro años, y después tenemos que callar y dejar las manos libres a los especialistas en los asuntos públicos. Hasta tal punto falta un espíritu democrático en nuestro pueblo, que ese razonamiento es asumido como la esencia de la representación política.

Por el contrario es exigible a los representantes públicos que presten más atención a lo que quieren los ciudadanos y las ciudadanas, y sean capaces de plasmarlo en sus decisiones. Si se hubiera hecho un referéndum sobre la guerra de Libia, quizás hubiera ganado el ‘Sí’. Pero no habría sido por una abrumadora unanimidad, como en el caso del Parlamento español. Y es más: ni siquiera habría tenido una mayoría absoluta; por lo cual sería poco razonable -o al menos sería muy discutible- participar en la guerra sin el apoyo expreso de más del 60% de la población.

Miguel Manzanera es profesor de filosofía y activista político

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.