A lo largo de la legislatura que se extingue, una constante típica del PP ha sido la terca firmeza con que, frecuentemente, se ha mantenido, encerrado en sus opiniones, sin que le importare quedarse aislado, frente al resto del Parlamento, o contrariar las opiniones mayoritarias recogidas en las encuestas. Es la actitud que hemos podido […]
A lo largo de la legislatura que se extingue, una constante típica del PP ha sido la terca firmeza con que, frecuentemente, se ha mantenido, encerrado en sus opiniones, sin que le importare quedarse aislado, frente al resto del Parlamento, o contrariar las opiniones mayoritarias recogidas en las encuestas. Es la actitud que hemos podido apreciar, en diversos momentos cruciales, así en el radical rechazo, no a los detalles, sino a la idea misma de una ley de conciencia histórica, que replanteara nuestro inmediato pasado, o en su repulsa de la «educación para la ciudadanía», o en la versión largamente mantenida del 11-M. Una actitud que nos recuerda la del torero, cuando clama: «Dejarme zolo que voy a lidiar la fiera».
Pero no se ha quedado tan solo, porque semejante desplante encuentra su parangón en la conducta de los obispos, cuando adoctrinan a una población que mayoritariamente se ha alejado del redil, pensando únicamente en su propia clientela. Podría sorprender este desprecio por las opiniones ajenas. La verdad es que a mí no me asombra en modo alguno. Responde a una lógica muy clara.
En efecto, la profunda convicción de la jerarquía eclesiástica es que posee el poder exclusivo de fijar las reglas de la moral, y la de la derecha política es que sólo a ella le corresponde gobernar. Por derecho divino para los más religiosos, por derecho natural -aquella arcaica asignatura que la dictadura introdujo en el plan de estudios de las facultades jurídicas- de acuerdo a los que poseen una comunicación menos directa con la Divinidad. Una sociedad para que funcione debidamente debe estar regida jerárquicamente: es decir, por los mejores. Y éstos, aunque han venido siendo clásicamente los aristócratas de sangre azul, hoy día están representados por los miembros de buenas familias. No tienen las manos encallecidas, sino que han recibido adecuada instrucción en los colegios religiosos, sin renegar de ella, como hemos hecho bastantes descarriados que pasamos por aulas dirigidas por frailes y monjas, para convertirnos en descreídos. En los últimos tiempos han podido hacer un costoso máster o pasar por las nuevas universidades privadas, que no son ciertamente mejores que las públicas, pero se hallan más a tono con la privatización, que está salvando al mundo de las intervenciones perturbadoras del Estado, las cuales tienden a crear, aunque sea muy modestamente en las políticas socialdemócratas, una sociedad algo más igualitaria, y en que peligran las naturales diferencias jerárquicas propias de un orden social fructífero
para todos.
Estas sanas diferencias, más aún que en la educación, se traducen en la potencia económica, en la riqueza. A los pobres los tendréis siempre con vosotros, decía el Evangelio. Y los propietarios del capital son los grandes benefactores de la sociedad, cuya filantrópica acción, hoy, se extiende a todo el planeta, gracias a la globalización. Y si se cierran empresas, para trasladarlas a nuevas latitudes, es por ayudar al proletariado más pobre. Ya no hay que conocerlos como «empresarios», sino con el laudatorio término de emprendedores. Darles todas las facilidades posibles, aunque sea a base de la contención de salarios y la precariedad en el empleo, es la misión de un buen gobierno. Supone racionalizar la economía.
Claro que semejante política, propia de la derecha, desgraciadamente no ha dejado de ser asumida por una claudicante socialdemocracia en gran parte del mundo. En nuestro país, durante la etapa de gobierno de Felipe González, pudimos oírle gloriarse de lo bien que se llevaba con los empresarios, mientras tenía que afrontar huelgas laborales. O tuvimos ocasión de escuchar a Solchaga, como insólita alabanza, que España era el país en que resultaba más fácil hacerse rico.
Pero, por más esfuerzos que haga una pretendida izquierda, intentando congraciarse con los grandes poderes económicos, semejante oportunismo no la convierte en apta para gobernar, cuando enfrente está una derecha mucho más coherente y carente de veleidades que pueden romper el orden tradicional. Si tal derecha es desplazada, ello se debe a turbias maniobras que han extraviado el voto del electorado. Es lo que ocurrió el 11 de marzo, montando un atentado dirigido a arrebatarles el poder. O, en más lejanas fechas, llevó el caos a España en el 36, con las elecciones que ganó el Frente Popular.
¿Cómo van a gobernar los trabajadores «impreparados», según un divertido poema de Rafael Alberti? Necesitan por su propio bien ser dirigidos. Hace siglos con su clarividente inspiración anticipó la crítica de semejante convicción de la derecha el gran Cervantes. No otra cosa, hoy leída, se nos antoja su parábola de la Ínsula Barataria. ¿Qué burla más divertida para duques que hacer de un labriego, como Sancho, un gobernador? ¿Qué mayor disparate? Concedámosle un territorio que regir, por supuesto imaginario. Y los resultados no podrán ser más regocijantes.
La realidad es que, sin embargo, el bueno de Sancho resulta un hábil juez y regidor. Pero el absurdo de su gobierno habrá de ser además de ficticio, efímero. Y aquí preludia el texto quijotesco las sucesivas ofensivas que contra gobiernos populares se producirán en la historia. Primero el hambre, el bloqueo alimenticio a que Don Pedro Recio de Tirteafuera somete a Sancho. Después los rumores de la conspiración exterior. Y, finalmente, la ofensiva militar, si aquí burlesca, bien real en el ataque bélico, que han tenido que afrontar todos los gobiernos que, con impulso revolucionario, han roto el viejo orden y elevado el pueblo trabajador al poder.
Carlos París es filósofo y escritor. Su último libro es ‘Memorias sobre medio siglo’