Prólogo al libro «Comprender Venezuela, pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales» de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero
Hace unos días tuve ocasión de ver una vieja y extraordinaria película, Sierra de Teruel, rodada durante la guerra civil española en los escenarios mismos de las batallas que una parte del mundo seguía entonces con la respiración suspendida. Basada en una novela de André Malraux y dirigida por él mismo, narra en un tono casi documental las dificultades de una escuadrilla de aviadores internacionalistas llegados a España desde todos los rincones de la tierra y la muerte heroica de algunos de ellos en una última acción que logra detener provisionalmente el avance fascista. Hay tres escenas particularmente elocuentes y conmovedoras. En la primera, las mujeres y viejitos de Teruel, ante la falta de armas de fuego para defender la ciudad, acarrean enseres domésticos -cisternas, botellas, cajas y latas- que puedan ser rellenados de dinamita y convertidos en bombas. En la segunda, un campesino republicano que ha localizado la base aérea del enemigo y que no sabe interpretar un mapa, decide acompañar en el avión al comandante de la escuadrilla para señalarle desde el aire su ubicación; atónito y un poco mareado, esa visión desde lo alto de los campos en los que siempre ha vivido se le presenta como un jeroglifo o un enigma, de manera que, cuando el comandante le indica en un tono casi filosófico a través de la ventanilla «ésa es la tierra», el campesino no acaba de creérselo: «¿la nuestra?», perplejidad apoyada en un pronombre ambiguo que saca de pronto al aviador de su ensoñación metafísica y le devuelve al solar de la confrontación política: «no, la suya«, responde refiriéndose ahora, no ya a la casa un poco abstracta de la Humanidad, sino a las tierras concretas que los fascistas se quieren apropiar. En la tercera escena, homenaje épico a la solidaridad internacionalista, cientos y cientos de campesinos acuden a la vera del camino por el que trasladan montaña abajo, en ataúdes o en parihuelas, a los aviadores caídos en combate; las viejitas quieren saber de dónde son esos hombres que han venido desde tan lejos a defenderlas (un árabe, un italiano, un alemán) y los serranos, cocidos al sol, se quitan la boina y levantan el puño cerrado al paso de la comitiva. Rodada en 1939, cuando las últimas esperanzas españolas adelgazaban rápidamente, Sierra de Teruel se estrenó en Francia en 1945, cuando las esperanzas de victoria mundial sobre el fascismo parecían mejor fundadas, y quizás por eso la película de Malraux recibió el título con el que desde entonces se la conoce, el mismo que la famosa novela que la inspiró, L’espoir, la esperanza, un nombre que, sesenta años después, sólo sirve para agravar la melancolía del que la contempla y la insatisfacción del que no se contenta.
He dicho muchas veces que lo que llamamos «transición democrática» en España es en realidad el paradójico y obsceno proceso en virtud del cual, tras un golpe de Estado fascista, una guerra civil que restó brutalmente un millón de vivos y una dictadura de cuarenta años -con sus cadáveres enterrados en las cunetas, sus desaparecidos, sus represaliados, sus miles de exiliados y torturados- los vencedores condescendieron por fin a perdonar a los vencidos, los verdugos se avinieron a ser generosos con sus víctimas. Por contraste con otras latitudes, donde las víctimas son obligadas a perdonar a los verdugos, el caso de España es particularmente ejemplar y quizás por eso se propone una y otra vez como artículo de exportación: los españoles aceptamos mansa y alborozadamente el perdón de Franco y su sucesores y, a cambio, se nos permitió tener la vida nocturna más alocada de Europa, hacer el cine más irreverente y comprar el mayor número de automóviles. No digo esto contra mí mismo y mis compatriotas -o no sólo- sino para iluminar la violencia terrible que los pueblos de España soportaron durante cuarenta años, una cifra que tiene algo al mismo tiempo simbólico y reglamentario. Durante cuarenta años vagaron los judíos por el desierto tras su salida de Egipto y el gran historiador árabe Ibn Jaldún, muerto a principios del siglo XV, atribuía esta concreta duración a una estrategia de Dios, el cual habría querido eliminar de esta forma la generación más vieja a fin de que en la tierra nueva entrase también un pueblo enteramente nuevo, liberado del recuerdo de la esclavitud. En España, de la misma manera pero al contrario, fueron necesarios cuarenta años de dictadura para que los sucesores de Franco gobernasen un pueblo enteramente nuevo que había olvidado -o aprendido a temer- la libertad. Hubo que matar a los viejitos de Teruel que acarreaban sus latas de aceite y enterrar a sus hijos valientes en las cunetas de los caminos y expulsar, encarcelar y aterrorizar a sus nietos para que finalmente, tras hacer de España un desierto, los sucesores de Franco pudiesen permitirse convocar elecciones, a sabiendas de que los españoles habían aprendido ya a votar correctamente; y legalizar incluso al Partido Comunista, con la certeza de que la pluralidad de partidos no iba a poner en peligro la soberanía natural del capitalismo y la gestión del imperialismo estadounidense.
Porque lo que no se explica en nuestras escuelas es que la «transición democrática» comenzó en España el 18 de julio de 1936, cinco meses después de la victoria electoral del Frente Popular, y que la guerra civil española no fue, como se dice, un «ensayo de la Segunda Guerra Mundial» sino más bien un episodio más, dificultado por la resistencia democrática de los pueblos, en la colosal e inescrupulosa obra ortopédica del capitalismo, en su minuciosa, versátil y finalmente sangrienta iniciativa pedagógica destinada a enseñar a votar juiciosamente; es decir, destinada a ajustar la voluntad de los ciudadanos a la reproducción automática de los grandes intereses económicos. Es comprensible, y desgraciadamente inevitable, que en un mundo en el que la Democracia invade países, bombardea ciudades y construye campos de concentración, el sistema mismo de elecciones nos parezca solamente una trampa concebida y fabricada por los poderosos. Pero olvidamos que el derecho al voto, extendido muy recientemente a las mujeres, fue una conquista popular duramente arrancada a los gobernantes; y que la democracia, incluso en su modelo representativo y sufragista, fue ganada en una lucha a muerte con un altísimo coste en vidas humanas; y que el capitalismo, como demuestra el helenista italiano Luciano Canfora, se limita a manejarla mediante una estrategia pedagógica que no excluye ningún método, según las circunstancias y los países: manipulación legal, propaganda, soborno y, llegado el caso, fascismo. Si de algo fue un «ensayo» la guerra civil española fue de las intervenciones estadounidenses en Latinoamérica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, según un principio que ya he enunciado en otras ocasiones: cada treinta años se mata a casi todo el mundo y después se deja votar a los supervivientes. Cien años de levantamientos y revoluciones en Francia acabaron en 1871 con el establecimiento de una república democrática: los 30.000 fusilados de la Comuna de París constituyen el modelo «democratizador» que sesenta años más tarde dará al traste con la República española y que todavía hoy se sigue aplicando en muchas regiones del globo.
La «guerra civil» española, pues, no fue sino una manifestación más de esa «pedagogía del voto» capitalista que la recurrencia estadística ha acabado por asociar a América Latina. No está de más, por tanto, recordar algunos datos de todos conocidos.
En Argentina, entre 1976 y 1983, la dictadura militar produce 30,000 muertos y desaparecidos, como consecuencia del principio establecido en 1977 por el general de brigada Manuel Saint Jean, gobernador de Buenos Aires: «Primero vamos a matar a todos los subversivos, después a sus colaboradores; después a los simpatizantes; después a los indiferentes, y por último, a los tímidos«.
En Chile, entre 1973 y 1988, Pinochet hace desaparecer al menos a 3197 personas y tortura a más de 35.000. Los propósitos «pedagógicos» del dictador, y los límites de la democracia restaurada por él mismo, fueron explícitamente expresados en una famosa declaración en vísperas de las elecciones de 1989: «Estoy dispuesto a aceptar el resultado de las elecciones, con tal de que no gane ninguna opción de izquierdas».
En El Salvador, entre 1980 y 1991, la guerra civil ocasiona 75.000 muertos y desaparecidos.
Al régimen del general Strossner, que zapateó Paraguay entre 1954 y 1989, se le imputan alrededor de 11 mil desaparecidos y asesinados, además de centenares de presos políticos y exilios forzados.
Según el informe de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación, entre 1980 y el año 2000 el balance en Perú es de 70.000 muertos y 4.000 desaparecidos. El general Luis Cisneros Vizquerra, presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas declara en octubre de 1983: «Para que las Fuerzas policiales puedan tener éxito, tienen que comenzar a matar senderistas y no senderistas. Matan a 60 personas y a lo mejor entre ellos hay tres senderistas. Esta es la única forma de ganar a la subversión».
En Guatemala, entre 1960 y 1996 se registran 50.000 desaparecidos y 200.000 muertos, según la comisión de Esclarecimiento Histórico de 1999, que atribuye el 93% de las víctimas a los militares.
En Uruguay, entre Junio de 1973 a Febrero de 1985, uno de cada cinco ciudadanos pasó por las cárcel; uno de cada diez fue torturado; una quinta parte de la poblacion (unas 600.000 personas) se vio obligada a emigrar, cientos desaparecieron; otros sencillamente fueron asesinados.
En Haití, bajo la dinastía de los Duvalier entre 1957 y 1986, son asesinadas más de 200.000 personas, a las que hay que añadir las miles de víctimas del golpe de Estado de Raoul Cedras contra Aristide y las que se han producido en los dos últimos años tras el nuevo derrocamiento violento del presidente electo y antes de la victoria electoral de René Preval.
En Nicaragua, la dictadura de los Somoza produce al menos 50.000 muertos, a los que hay que sumar otras 38.000 víctimas mortales como consecuencia de la guerra de baja intensidad sostenida en la década de los 80, con el apoyo y financiamiento estadounidense, contra el gobierno democrático sandinista.
El caso de Colombia adquiere dimensiones casi dantescas. La magnitud del exterminio es tal que no hay cifras totales, ni siquiera aproximadas, para los últimos 40 años de «pedagogía del voto» capitalista. A partir de los años 80 se calcula en torno a los 20.000 muertos todos los años, 4.000 de ellos relacionados con la violencia política (lo que, extrapolando abusivamente los datos, daría un cómputo global de unos 200.000 muertos desde 1965). Sólo en los últimos años, las Asociaciones de Familiares Desaparecidos han denunciado 7.000 desapariciones; el número de desplazados internos en los últimos 20 años es de 3.500.000. Colombia registra el único caso conocido de un verdadero y sistemático «genocidio» político ejecutado contra una fuerza legal, la Unión Patriótica, 5.000 de cuyos miembros -diputados, senadores, afiliados- fueron asesinados en 10 años, haciendo ciertas las declaraciones de un miembro del ELN, según el cual en Colombia «es mucho más peligroso hacer política que luchar en la guerrilla».
A los muertos de la «pedagogía del voto» capitalista en los países mencionados, habría que añadir las miles de víctimas en la República Dominicana, Honduras, Brasil, México, Bolivia o la propia Venezuela, ortopédicamente dirigida durante décadas por las dos tenazas del cangrejo adeco-copeyano y cuyo último episodio sangriento fue el llamado «caracazo» de 1989 con sus entre 400 y 2000 civiles asesinados, según las fuentes.
La «pedagogía del voto» capitalista, con sus millones de muertos, ha pretendido que los latinoamericanos supervivientes acudiesen a las urnas, cuando eso se les ha permitido, bajo la amenaza oligárquica de esta alternativa terrible: el voto o la vida. Pero precisamente Venezuela ha demostrado que se puede votar libremente y, del mismo modo que el miedo es contagioso, también lo es la audacia. Los latinoamericanos, a pesar de los muertos, los torturados y los desaparecidos, a pesar del desierto inducido en el que sólo crecen el olvido y el terror, ha perdido el miedo a votar incorrectamente. Es decir, democráticamente. La nueva democracia latinoamericana, como nos lo recuerdan las jornadas de abril del 2002 en Venezuela, expone a un peligro adicional a sus pueblos: cuanto más incorrectamente voten más recurrirán los EEUU (y sus aliados europeos) a «pedagogías» clásicas y extremas. Cuanto más aislados estén sus pueblos, más tentados se sentirán los EEUU (y sus aliados europeos) de recurrir a la violencia «educativa». Por eso la defensa de Venezuela debe ser epidémica; es decir, bolivariana; es decir, depende del contagio irresistible de la audacia -que ya se anuncia- al mayor número de países, de manera que, como quería Bolívar, una vasta confederación latinoamericana sea capaz, mediante ALBAS o auroras, de disuadir de momento (a la espera del despertar de su propio pueblo) al imperialismo estadounidense y a las fuerzas que lo apoyan.
Pero la «pedagogía del voto» capitalista, con sus horribles cifras de cadáveres, debe ser evocada también a favor de Cuba, obstinada anomalía que se sustrajo al siniestro balance de «la educación para el capitalismo». El pueblo de Cuba se autodeterminó mediante una revolución armada y desde entonces se ha defendido sola, con las dificultades y deformaciones que de un milagro semejante se derivan. En comparación con lo que ha sido la situación del resto de Latinoamérica, podemos no tener en cuenta, si despreciamos la humanidad, las vidas que ha salvado la revolución gracias a su medicina pública, la eliminación de la desnutrición o la desaparición de la marginalidad y la violencia mafiosa -por citar apenas tres factores de letal eficacia en todo el mundo. De hecho, estos logros inapreciables son habitualmente silenciados o menospreciados, desde los medios de comunicación, por los que consideran que el riesgo (para los otros) es inseparable de la (propia) libertad; y que más vale que se mueran de hambre (o de gripe o baleados) los demás a morir uno mismo de aburrimiento. Pero lo que no se puede de ninguna manera menospreciar, y sin embargo nunca lo mencionamos, ni siquiera desde la izquierda, es que la revolución cubana, durante más de cuarenta años, ha mantenido al pueblo cubano protegido de la «pedagogía del voto» capitalista que ha devastado, con la regularidad de una marea y la precisión de un esquema, uno por uno y todos a la vez, todos los países de América Latina. Si nos atenemos a los datos citados y hacemos una media ajustada hacia abajo, podemos concluir muy prudentemente que, cuarenta años después, la revolución cubana ha salvado por lo menos a 30.000 personas de morir brutalmente asesinadas. En este mismo período, digámoslo así, en Cuba no sólo se ha vivido mejor que en el resto de Latinoamérica sino que han vivido muchas más personas, todos esos miles de ciudadanos que habrían sido torturados y asesinados por ejércitos, paramilitares, escuadrones de la muerte, dictadores y demócratas afascistados a fin de que los supervivientes votasen al candidato de los EEUU en las intermitencias electorales. Cuba se ha ahorrado 30.000 muertos y sólo por esto valdría la pena apoyarse en su revolución y seguir su ejemplo; y porque este incalculable ahorro de violencia y de cadáveres, después de cuarenta años, ha constituido para los cubanos una verdadera pedagogía cotidiana que, después de cuarenta años y con un resultado exactamente contrario al de España, ha fecundado un pueblo nuevo liberado de la esclavitud mental y material. Por eso Cuba es, al mismo tiempo, fuerte e ingenua; por eso Cuba no ha cedido y difícilmente cederá. Fidel Castro advertía recientemente sobre los peligros de un fracaso endógeno de la revolución; pero entre la reversibilidad desde dentro de la revolución cubana y la irreversibilidad desde dentro del capitalismo español, la diferencia sigue siendo enorme y es la diferencia de dos pedagogías y dos pueblos diferentes, productos respectivamente de una victoria y una derrota: la victoria de la Cuba socialista, con sus límites y sus deformaciones, y la derrota de la España republicana, con sus viejitos firmes, sus campesinos valientes y sus intelectuales despiertos enterrados en las cunetas.
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