La impresión es que Podemos no podrá. Probablemente, no conseguirá los escaños que necesita para formar gobierno. Puede incluso que esa impresión sea una percepción inducida por la campaña masiva de desinformación impulsada por los grandes medios. Desde hace tiempo han tomado partido. La toma de partido se inclina, una vez más, para los que […]
La impresión es que Podemos no podrá. Probablemente, no conseguirá los escaños que necesita para formar gobierno. Puede incluso que esa impresión sea una percepción inducida por la campaña masiva de desinformación impulsada por los grandes medios. Desde hace tiempo han tomado partido. La toma de partido se inclina, una vez más, para los que siempre tienen más probabilidades de ganar, dadas sus posiciones privilegiadas de poder.
Las estrategias gubernamentales y mediáticas dominantes han surtido efecto: en unos meses, han intentado pulverizar la imagen de los fundadores de Podemos, basándose prioritariamente en la difamación pública, con el objetivo de reinstalar el sofisma de que no hay diferencia sustantiva entre lo «nuevo» y lo «viejo», la «casta» y lo que se opone a ella. En suma: el propósito no ha sido otro que reforzar el «sentido común» que señala que «las cosas siempre fueron así» y que así seguirán siendo (negando, sin más, la posibilidad de un cambio estructural). El empeño desmesurado con que han procurado mostrar que fuerzas políticas como Podemos son equivalentes a los partidos tradicionales ya es de por sí indicativo del grado de movilización de los portavoces del establishment: la auténtica cruzada emprendida contra esta fuerza pone en evidencia las prerrogativas que temen perder.
La difamación ha logrado parcialmente su cometido. Lo sabemos por la variación en la estimación de voto. Incluso si la «cocina» de las estadísticas circulantes estuviera sesgada -lo que parece ser el caso-, es innegable que Podemos ha pasado de ser primera fuerza electoral en términos de intención directa de voto a ser la cuarta fuerza. En menos de un año, la maquinaria propagandística de las elites económicas, políticas y financieras ha disparado su artillería para desacreditar esta opción política. Sólo el aprendizaje acelerado de los líderes de este partido -al que fuerzan circunstancias tan adversas- ha evitado que el desastre sea aun mayor, a pesar de algunos fallos notables (entre otros, la gestión comunicacional del «caso Monedero»).
Dicho lo cual, resulta clave constatar que las estrategias de difamación al uso son eficaces en tanto cuentan con la aquiescencia -más o menos tácita- de una mayoría social que, movida por el miedo a perder lo (poco) que tiene, se asegura perderlo. La paradoja de esa mayoría subalterna es que se identifica con un amo que ya la ha condenado, de forma reiterada, a vivir en riesgo permanente de perderlo todo. La economía política del sacrificio hace tiempo ha decidido que su valor político -como masa de electores- y su valor económico -como masa de consumidores- es puramente instrumental: ser objetos o blancos para nuevas ofrendas alzadas tanto a la Comisión Europea como a los mercados financieros. Dicho en otras palabras: constituyen la masa marginal sobre la que seguirán operando las políticas de recorte, como signo de una «voluntad de austeridad» que no ha hecho más que ensanchar las periferias interiores de Europa.
La impresión, entonces, es que la maldita «sensatez» -el himno generalizado al sentido común, alzado al unísono- hace ir por otros caminos: cambiar alguna figura partidaria para que, políticamente, no haya cambio relevante. Reincidir en lo mismo, entonces, con la cosmética necesaria: entre otras cuestiones, ahondar en la política de austeridad mientras se garantiza la impunidad de los responsables del peor saqueo sistémico de la historia del capitalismo, multiplicar los recortes públicos en nombre de la eficiencia, consolidar el olvido histórico a las víctimas, preservar los privilegios de la iglesia católica y de la monarquía, dar vía libre al crecimiento de la banca y las grandes corporaciones en nombre de una presunta recuperación económica de la que las clases trabajadoras no tienen noticias, seguir desgravando las rentas de propiedad mientras se gravan más las rentas de trabajo (en un proceso interminable de precarización económico-existencial reafirmada en términos de «competencia»), dar carta de ciudadanía a la privatería y un revoque de honestidad al negociado de lo público gerenciado por el poder económico concentrado, incrementar el control mediático y ahondar en las marcas de una política cultural tradicionalista y autoritaria, reestructurar el sistema sanitario y educativo de forma excluyente, favorecer los grandes capitales y la desregulación de los mercados laborales, criminalizar a los grupos disidentes y desproteger tanto a las víctimas de violencia de género como a diferentes colectivos sociales, incluyendo inmigrantes y refugiados. En suma, no sólo garantizar la continuidad de la actual política de transferencia de riqueza a las elites dominantes y de empobrecimiento de las clases medias y populares sino, en general, seguir profundizando en un modelo de sociedad radicalmente injusta y desigual.
La cuestión rebasa una dimensión económica. Semejante ofensiva neoconservadora sólo es posible, al menos en cierta medida, por las dificultades para articular resistencias organizadas y sistemáticas por parte de los colectivos damnificados. Ninguna de estas políticas podría prosperar de forma efectiva en un contexto social radicalmente antagónico. Si el gobierno ha tenido que rectificar en ocasiones específicas, ha sido ante todo por presiones externas, producto de una movilización ciudadana fragmentaria pero relevante, así como de la irrupción de fuerzas partidarias como Podemos, que han reinstalado en la agenda pública cuestiones tan básicas y centrales como la deuda externa, la renta mínima universal, el acceso igualitario a los servicios públicos o el derecho a la vivienda.
Doble apunte entonces: por un lado, la estimación de voto actual sigue liderada por el bipartidismo; por otro lado, a pesar de una cierta erosión de la alternancia bipartidista, partidos como Ciudadanos operan como bisagras o recambios que no pueden más que bloquear un cambio ideológico significativo con respecto a lo que llama la «vieja política». La lectura no es entonces de mera continuidad o simple ruptura, sino de coexistencia entre lo dominante y lo emergente: si bien algunos partidos (comenzando por Podemos) han irrumpido como fuerzas desniveladoras o disruptivas, el movimiento de restauración conservadora parece estar ganando el pulso. La propensión (neo)conservadora del sentido común (como «inconsciente» de la ideología dominante al decir de Stuart Hall) inclina la balanza hacia la continuidad. De ahí que los discursos hegemónicos no han hecho sino acentuar como incuestionable ese «sentido común» que custodia de forma implícita el establishment y reproduce de forma irreflexiva desigualdades sociales ya consolidadas.
El presunto «centrismo» de Rivera juega, en este contexto, con cartas marcadas: en su juego no baraja, entre otras cuestiones claves, promover una política de la memoria histórica, revisar las exenciones fiscales al clero, modificar las exclusiones de personas en situación irregular del sistema sanitario implantadas por el PP, transformar el carácter regresivo del sistema tributario, auditar la deuda pública, reimpulsar la educación pública para facilitar su acceso igualitario, derogar la ley de seguridad ciudadana en su conjunto o la reforma laboral en un sentido progresivo, desarrollar políticas económicas que activen la inversión pública y políticas crediticias que favorezcan la creación de empleo de calidad por parte de las Pymes o activar políticas sociales que permitan una mejor redistribución de la riqueza y permitan revertir de forma decidida la escandalosa escalada de pobreza de la última década a nivel nacional.
Dicho de otra manera: el centrismo de Rivera plantea una «estrategia de silencio» ante aquellos asuntos fundamentales que hacen no tanto a la recuperación de una presunta salud perdida, sino más bien al desarrollo de otra fisonomía política y social, ligada a un proyecto si no socialista sí al menos popular. Una estrategia del silencio no significa, sin más, que se desconozca esas problemáticas o no se haga ninguna referencia al respecto. Refiere más bien a la opción deliberada de mantenerse en un guión tan genérico como esquemático, ligado al «cambio tranquilo», esto es, a la continuidad político-ideológica que evite cualquier alarma en la gran burguesía económico-financiera. En este ejercicio de equilibrio retórico, se trata de pasar por los problemas decisivos de puntillas, sin más argumentación que un puñado de tópicos que tengan a la vez máxima resonancia social y reduzcan al mínimo cualquier referencia a puntos sensibles del electorado. Su estrategia es así básicamente elusiva: ninguna sorpresa que «asuste» a votantes ávidos de conservar algunos privilegios que desde hace tiempo ya han perdido o que «reviva» heridas o traumas de un pasado nunca más activo. El recuerdo mítico de una «calidad de vida» pretérita impide pensar las actuales condiciones de existencia de franjas sociales cada vez más amplias, en una descontrolada fábrica de riesgos (de exclusión social).
En este sentido, el «discurso de la sensatez» de Ciudadanos hace trampa: parte del giro hegemónico hacia la derecha. En una escena política derechizada, estar al «centro» significa que la posibilidad misma de plantear una sociedad diferente queda conjurada. Se trata de eludir los fantasmas que sobrevuelan el presente que bien podría traer a la memoria de los vivos la génesis de la actual fractura social: no sólo una dictadura impune sino una transición que ha obstruido tanto una política de justicia con respecto al genocidio producido por el franquismo como la posibilidad de que su «botín de guerra» sea recuperado en términos de una distribución más justa de la riqueza. Que en el último período se haya triplicado la pobreza y duplicado la casta de multimillonarios es indicio de este pésimo legado que el «sentido común» quiere eludir; a saber, que no es posible construir un porvenir de la democracia sin la apertura de los archivos que sostienen lo presente. Archivos no sólo desarchivados: aquellos que no existen más que en el soporte inatestiguado de las cunetas.
El «sentido común» -como cristalización irreflexiva de la ideología dominante- arrastra sus sedimentos: ante todo, que sea quien sea el que gobierne, no ponga bajo debate los principios constituyentes del actual estado español, como garante de la economía de mercado (y el pago de la deuda soberana), de la continuidad del tradicionalismo cultural (y la hegemonía del nacional-catolicismo) y la reproducción de ciertos imperativos sistémicos (especialmente, la construcción de un orden social planteado como ineludible, incluso si se admiten «mejoras» posibles).
La apelación retórica al sentido común es la perogrullada del centrismo: dar por legítimo aquello que hay que legitimar, esto es, la posibilidad misma de integrar izquierda y derecha sin incurrir en incompatibilidades (ideo)lógicas y políticas. Así por ejemplo, ¿cómo garantizar la atención sanitaria básica para inmigrantes en situación irregular sin vulnerar los DDHH? ¿cómo proteger a los más desfavorecidos promoviendo la desregulación económica? ¿cómo abogar por la reforma institucional y la renovación de los partidos a la vez que se promueven alianzas políticas con aquellos que las impiden? ¿cómo favorecer el cambio a la vez que se recurre al más común de los conservadurismos, que es aquel que elude las herencias ligadas al franquismo, el catolicismo o la monarquía? La respuesta la podemos inferir: las dos formas posibles de integrar propuestas antagónicas es i) apelando a un eclecticismo indiferente a la contradicción o bien ii) negociando con grupos políticos adversarios -situados en diferentes posiciones del arco político- una postura intermedia entre todas las planteadas.
El problema es que la negociación política de Ciudadanos con la izquierda es poco menos que nula. La interlocución que le reconoce se limita al PSOE que, en las actuales condiciones, dista de encarnar de forma creíble una alternativa propiamente de izquierdas. Por tanto, la opción centrista de Ciudadanos no puede ser más que producto del eclecticismo. El «centro» así concebido no es nada diferente a la apropiación de medidas de derecha e izquierda, según su grado de aceptación social. Ahora bien, atender demandas múltiples incompatibles entre sí, tarde o temprano, obliga a tomar partido. Y la toma de partido de Ciudadanos es inequívoca: la defensa de los intereses corporativos de las multinacionales y la banca privada. Ciudadanos saluda con la mano izquierda y golpea con la derecha.
En síntesis, del mismo modo en que el «sentido común» naturaliza el orden existente -en tanto ha interiorizado lo habitual como «normal»-, el «centrismo» de Ciudadanos está escorado hacia la derecha. Constituye una coartada ideológica que encubre su clara toma de partido para que todo siga igual. La «sensatez» del discurso de Rivera no puede significar nada distinto que la renuncia deliberada a cuestionar el régimen de prerrogativas de los grandes grupos económicos. Todo lo que pueda haber de controvertido en una apuesta política de izquierda queda abolido. Su pragmatismo ideológico consiste ante todo en reafirmar un sentido común que no quiere saber nada de transformaciones sociales de raíz.
Dicho lo cual, resulta claro que uno de los desafíos fundamentales de la izquierda no puede ser otro que sacar del guión de hierro a los portavoces de Ciudadanos. Sólo un desnivelamiento crítico de esas «propuestas de sentido común» podría desarmar su estrategia electoral y producir un giro político posible e incierto. De esa operación depende que nuestras impresiones más o menos inducidas y probables no se hagan realidad. La apuesta por lo improbable siempre ha sido la apuesta de quienes no se contentan con sobrevivir en un mundo social escombrado.
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