A propósito del inicio de la discusión en ámbitos parlamentarios sobre la despenalización del aborto y de las manifestaciones que en distintas ciudades del país reclamaron sobre el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, una revisión histórica de cómo el acceso al aborto se fue configurando como una de las principales reivindicaciones del movimiento […]
A propósito del inicio de la discusión en ámbitos parlamentarios sobre la despenalización del aborto y de las manifestaciones que en distintas ciudades del país reclamaron sobre el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, una revisión histórica de cómo el acceso al aborto se fue configurando como una de las principales reivindicaciones del movimiento de mujeres allá por los años ’60, cuando el mundo era otro mundo. Aunque algunas demandas no han perdido actualidad.
Hacia 1960, el mundo era otro mundo. Estados Unidos irrumpió de una maraña de tendencias animales como fue la Segunda Guerra Mundial con el fin de perpetuarse como la potencia imperialista del planeta. Así, desde sus entrañas se vivieron luchas contra la opresión colonial, manifestaciones de los negros, estudiantiles, de las mujeres y de los homosexuales junto al movimiento contra la guerra colonialista sobre Vietnam. Dentro de esa coyuntura turbulenta, se acuñó el término «revolución sexual» que invitaba al varón y a la mujer a experimentar los placeres por fuera de la coalición «matrimonio-amor-maternidad».
En ese contexto, surgió como un conejo de la galera el Movimiento de Liberación de la Mujer (Women’s Liberation Movement, conocido también con la abreviatura Women’s Lib) -encargado de posicionar políticamente la demanda de mujeres organizadas en torno del derecho al aborto-. La historiadora Marysa Navarro recuerda que, recién, en la década del ochenta fue bautizado Feminismo de la Segunda Ola.
Hacia fines de 1963, la aparición de la píldora anticonceptiva, su comercialización y su uso se generalizaron en Estados Unidos. Estaba destinada especialmente a las señoras casadas, amas de casa y con un número suficiente de hijos más que a las solteras tentadas a incursionar en una aventura amorosa. La pastilla representó «el mal menor» ante la complicación del aborto clandestino y la numerosa cadena de partos. No obstante, la anticoncepción oral no fue una consecuencia directa de la revolución sexual predicada por el pensador Wilhelm Reich, sino que hubo un interés biopolítico para su desarrollo.
Con anterioridad, las formas más difundidas para evitar una gestación pasaban por el uso del condón, el coitus interruptus, la abstinencia periódica y el aborto, como solución de emergencia. Sin más vueltas, la ensayista Germaine Greer, en su libro Sexo y destino, lo incluía como parte de la práctica anticonceptiva.
Sin embargo, en ciertas feministas asomó un resquemor a la hora de reivindicar el uso de la píldora cuando se hizo público que los testeos implementados por los laboratorios norteamericanos empleaban cuerpos femeninos como conejillos de Indias. Si bien con la píldora no se atravesaban el peligro de muerte o la amenaza concreta de la cárcel como con el aborto ilegal, igualmente, las mujeres acudían a este método difundido puertas para adentro y, a la vez, clandestino puertas para afuera. Por consiguiente, el aborto era tanto hablado en el orden cotidiano como castigado en el orden público. Asimismo, la pastilla, en sus comienzos, al estar destinada para una minoría con privilegios más la exigencia de un compromiso regular de su uso, atentó contra su aceptación generalizada; tampoco aseguraba evitar el riesgo de una posible fecundación, mientras que el aborto significaba lo opuesto, es decir, una solución de hecho frente al hecho consumado. Así, este último se convierte en el medio más eficaz para concluir con un embarazo no deseado en la medida en que haya certeza de no exponer la vida o de ir presa.
Otro dato para no soslayar: en los años sesenta existían generaciones precedentes de mujeres que habían abortado y que, de alguna manera, lo verbalizaban dentro de su entorno. En líneas generales, era cuasi familiar su acogida. En cambio, la anticoncepción oral carecía de trayectoria. Y como todo lo nuevo, por un lado, generaba incertidumbres y, por el otro, se ignoraban sus efectos potenciales. No olvidemos que aún requería de mejoras técnicas adicionales, que había dificultad en el acceso y la poca información que circulaba no era tranquilizadora.
De un modo u otro, a las mujeres se les presentaba la ocasión de escoger en primera persona entre un método conocido y otro por conocer.
CRITICONAS CON GANAS
Pero la píldora no fue lo único innovador en 1963. Hubo un indicador de que algo nuevo salía del cascarón: fue el surgimiento de la obra La Mística Femenina (The Femenine Mystique), de Betty Friedan. Este texto contribuyó a formatear ese malestar de miles de mujeres de mediana edad, de clase media, casadas y con hijos, en el cumplimiento de los roles claves en el reino del hogar. A pesar de ello, Friedan no pudo registrar otras incomodidades también devenidas de la esfera íntima, es decir, los límites a una maternidad no deseada. Tanto la anticoncepción como el aborto no asomaron en su contrapunto entre una realidad idealizada y la vida de sus pares. Quizás, resultaba prematuro escupir tantas verdades sin freno alguno.
Ahora bien, la generación de las casadas a las que Friedan les hablaba se cruzó con las mujeres que luchaban contra la guerra imperial, más el colegiado que hacía lo suyo.
Con la precipitación de las urgencias políticas por la radicalidad de la población negra que bregaba por sus derechos civiles, las integrantes del Women’s Lib entendieron su propia discriminación al profundizar el fenómeno del racismo. A ello se sumó la resistencia contra la guerra en Vietnam que impulsó a jóvenes a usurpar las calles de Nueva York, Chicago, Washington y California, bajo la emblemática consigna «Hagamos el amor, no la guerra», tal como lo recuerda Marysa Navarro. En cuanto al mundo universitario, estudiantes junto con docentes encarnaban las voces provocadoras. Así, el Movimiento de Liberación de la Mujer quedó configurado en numerosas corrientes.
Entre tanto, las activistas de izquierda cristalizaban un feminismo más heterodoxo y plural por el cruce de clase y etnia que distinguía el salto de las transformaciones que estalló entre los estratos más bajos de la sociedad estadounidense: los negros, los latinoamericanos, los indios y los blancos pobres. Hasta que llegó el momento en que las militantes formadas en las calles y en las universidades y relacionadas con las formas clásicas del debate político, se corrieron de las filas partidarias para generar sus cuartos propios, y dar paso a un enfoque de autonomía sexual. Dentro de esa mirada antipatriarcal, la reapropiación del cuerpo y de la sexualidad femenina desde todos sus rincones ocupó un espacio destacado. Al punto de que la exigencia del aborto voluntario mantuvo su lugar central en la lista de reivindicaciones de estas activistas. Por caso, en los diversos manifiestos feministas que proliferaban en la época, siempre estuvo presente.
La escritora Mildred Adams Kenyon en su artículo «El nuevo feminismo» comentaba que tanto para la prensa amarilla como para la del establishment, Nueva York era la capital del aborto. En esa misma dirección, la escritora María Rosa Oliver, en su texto La Salida, de 1970, relataba haber presenciado una movilización feminista que marchaba por las calles de esa ciudad, bajo el lema «500 dólares el aborto equivale a su prohibición». Además, denunciaba que en Harlem, dentro de la comunidad puertorriqueña, aumentaba el número de muertes por abortos baratos e inseguros. Mientras la ensayista María Arias en su obra La Liberación de la Mujer, de 1973, identificaba al colectivo New York Radical Women como la punta de lanza en la cuestión del aborto legal. Pero si las activistas no lograban su objetivo, guardaban un plan B bajo la manga. Para Arias se planeaba ya en esos años, cual relato de ciencia ficción, un anticipo de lo que es hoy «Women on Waves»: «fondear un barcohospital en aguas extraterritoriales con médicos y enfermeras voluntarios».
De esta manera, hacia los años setenta, el Movimiento de Liberación de la Mujer, con una complejidad que fue acrecentándose, percibió un rasgo unificador de convergencia que fue «la política del cuerpo». Fueron ellas las que tornaron al aborto no como un hecho personal y privado sino como uno político y público. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa puede leerse en ese lema provocativo de la época «un hijo, si quiero y cuando quiera» que no sea la reapropiación de su sexualidad y de su función reproductora?, pregunta ingeniosa, por cierto, que se hicieron Georges Duby y Michelle Perrot en Historia de las Mujeres.
Mabel Bellucci es Activista feminista queer. Integrante de la Campaña Nacional argentina por Aborto Legal, Seguro y Gratuito.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-6848-2011-11-05.html