En España -y en esto sí que existe un parecido con la opinión mayoritaria de Estados Unidos- hay una tendencia social que consiste en valorar el peso democrático de un país por la cantidad de veces que se repite y se presume de que lo es, no por cómo […]
En España -y en esto sí que existe un parecido con la opinión mayoritaria de Estados Unidos- hay una tendencia social que consiste en valorar el peso democrático de un país por la cantidad de veces que se repite y se presume de que lo es, no por cómo se vive en realidad en ese país. Puedes ver un país pretendidamente democrático con millones de muertos de hambre y otro pretendidamente antidemocrático en el que todo el mundo tiene comida y una vivienda. Lo que importa es la etiqueta que impone la opinión pública de los países ricos, incapaz de hacerse una idea del sufrimiento y la escasez con la que se despiertan cada día millones de seres humanos (los que pueden leer Rebelión tienen, tenemos, que hacer un esfuerzo diario para asumir que, a pesar de nuestras buenas intenciones, nuestra posición ideológica y nuestros ejercicios de auteridad, formamos parte de una minoría del planeta que vive rodeada de opulencia y consumo desorbitado, y que estamos pervertidos para no volvernos locos al compartir el mundo con otros humanos que, teniendo los mismos derechos que yo, no tienen nada). Nunca he visto un informativo general que explique con argumentos rigurosos por qué determinado país es más democrático que otro y nunca he comprendido cómo puede hablarse de democracia en países o en situaciones de miseria, como si la miseria fuera una elección libérrima, voluntaria y ‘democrática’. Lo que se hace es poner unos adjetivos previos y predisponer al público contra unos o a favor de otros, porque sí, por eso no se llama ‘régimen tiránico’ al modo de vida en Arabia o al de un barrio marginal de Estados Unidos o de la propia España, o a la favela de Río o la chabola colombiana.
Hasta hace un tiempo, el criterio empleado -un argumento corto, infantil y superficial- era el de la existencia de elecciones, pero ahora cuela menos porque en los países criticados se vota igual y con bastante más limpieza que en otros lugares más presuntuosos (en España, los jueces acaban interviniendo hasta en las elecciones del club de fútbol más importante del país, unas elecciones que han recibido más atención que las celebradas en México o en Bolivia). Algunos presidentes, aun siendo votados una y otra vez, seguirán siendo tachados de tiranos «porque sí» aunque el reparto del PIB por habitante sea puesto como ejemplo de solidaridad por sucesivos informes de la ONU. Ante este argumento, el de las elecciones, me suele venir a la mente una imagen de Aznar en caricatura gritando a un boskimano y acusándole a él y a toda su tribu de antidemocráticos -y, a la postre, de terroristas- porque su organización social en el Kalahari no cumple su etnocéntrica visión de la ‘democracia económica’ y porque tienen un concepto muy particular de la propiedad privada (en realidad, es un concepto muy público de que todo es público, como explica con entusiasmo el antropólogo Richard Leakey).
Con la información que nos llega a diario de forma masiva sucede lo mismo; pensamos que lo que nos dan los medios es una representación real y proporcional de lo que acontece en el mundo. Pero deberíamos aprender a vivir en la sociedad que nos toca y a tomar ciertas cautelas ante la prensa ‘independiente’ que nunca es tal. Los medios -privados y ‘públicos’- están sometidos a enormes presiones e intereses, lo que nos obliga a aprender a leerlos. Para no irnos lejos, veamos con más detalle dos ejemplos recientes que han tenido lugar en Galicia pero que podían haber sucedido en cualquier otro lugar de España o del mundo.
Ejemplo 1. Nadie tiene dudas de que Galicia es un país con una relación única y extraordinaria con el mar, tanto desde el punto de vista socioeconómico como el cultural e incluso el científico (cuántos gallegos saben que aquí está la mayor concentración mundial de científicos relacionados con el mar y/o la pesca). Los periodistas que hicimos información marítima y pesquera durante años sabemos cuál es la situación de los trabajadores y cuántas páginas nos exigían las empresas de comunicación cuando había un naufragio y el mar se llevaba a media docena de paisanos. Querían una cobertura que rozaba el morbo, de las que no ayudan a nadie. Hasta se iba al funeral.
Pues estos días se celebró en Vigo un congreso que, de entrada, merecía un trato de primera: se trata de la primera vez en la historia -la primera, puede creerlo el lector- que la Administración de Trabajo se emplea a fondo para atajar el gravísimo problema de la siniestralidad en la pesca, el sector más peligroso y de más difícil regulación del país. El día a día a bordo de un pesquero es de una dureza incomprensible para un ‘terrestre’ -ni la mina, ni la construcción, ni gaitas- y las bajas laborales se cuentan por miles pero son eclipsadas por noticias de trágicos naufragios o se desconocen porque la mayoría de los trabajadores del mar -que son de bajura y artesanal- son autónomos. Haga la cuenta el lector de cuántos miles de marineros han perdido, al menos, una o dos falanges de sus dedos, cuántas mariscadoras tienen hernia de disco o cuántos – en este caso, ninguno- cobran por horas de trabajo el equivalente a un trabajador de tierra. En este ambicioso programa, llamado Plan Vixía, participarán inspectores de Trabajo especializados, inspectores de buques y expertos en prevención laboral y salvamento marítimo, que juntos deben poner fin al mayor fraude que se produce en España en cuanto a normas de seguridad e higiene laboral (por eso se harán inspecciones en alta mar y no en puerto, que es como visitar una empresa el día de descanso).
La noticia, de entrada, debería ser de un alcance monumental, pues hasta ahora eran varios departamentos dispersos y descoordinados -Pesca por un lado, Capitanía Marítima por otro, Fomento e Industria por aquí, Salvamento y los puertos por allá- los que trataban de capear el temporal generado por las pésimas condiciones a bordo de los buques, en los que no se cumple ningún tipo de normativa en comparación con cualquier otro sector terrestre, incluida la propia construcción.
Sin embargo, la noticia que recibió más atención -páginas y páginas y portadas- de los medios gallegos durante esos días fue el hasta entonces director general de Caixanova, el directivo de la Caja de Ahorros del sur de Galicia que sorteó los estatutos a los 65 años para seguir en el cargo hasta los 70; que a los 70 los volvió a escamotear para seguir hasta los 75 y hoy vuelve a reformar los reglamentos para poder seguir como presidente pero con más competencias que las que tenía este puesto hasta el momento (no sé que imagen da todo esto de Galicia, o sí). Las noticias -el ciento por ciento- han sido exclusivamente de alabanzas al ‘imprescindible’ directivo que no acaba de jubilarse de la caja de ahorros, una entidad que, en su fundación, se inspiró en que debía ser un organismo público al servicio de lo público.
No se trata ahora de criticar a esta persona ciertamente criticable; el asunto es preguntarse qué noticia era más importante para la sociedad gallega y qué intereses o presiones llevaron a los medios a actuar de este modo. Ninguno dirá que hubo censura de ningún tipo -ni es preciso ejercerla- pero cualquier periodista novato sabe qué es lo más importante para la sociedad y cuál sería la información más profesional. Cuando tenga que volver a escribir sobre un naufragio -la práctica totalidad de los naufragios se producen, dicen los expertos, porque no se cumplen las normas de seguridad a bordo ¡fíjense qué crimen!- me acordaré de cómo nos informaron los medios de este Plan Vixía y tendremos que soportar, otra vez, que los directores de los periódicos exijan que se gaste en entierros y funerales las páginas que debimos dar a la gente del mar unas semanas antes. Es más interesante la noticia de unos ahogados que la de cómo evitarlos. Ese es el servicio público del que se jactan los medios con arrogancia. Cuando un banco (las cajas son como bancos) estornuda, los medios cogen una gripe.
Ejemplo 2. Este es un tema que también está ocupando numerosas portadas esta temporada. Las empresas de energía eólica que operan en Galicia pagan, de entrada, un alquiler a los propietarios del monte (en ocasiones estos propietarios son beneficiarios privados de monte público, aunque suene extraño) e impuestos al Estado, que se suman además al coste de los riesgos de su inversión. Sin embargo, los paisanos arrendadores del terreno -que han visto los enormes beneficios (así es cómo salta la llamada ‘tiña’ gallega, cuando ven que a otro le va bien, aunque a ellos no les vaya mal)- piden ahora más dinero a los empresarios, al tiempo que la Xunta reclama a mayores un canon propio para beneficiar directamente a la Hacienda gallega al margen de los euros que ya recibe por esta actividad el fisco con sede en Madrid. Hay que recordar, además, que estas empresas no se llevan ningún bien físico limitado o finito a otra parte, como sucede con la explotación de los hidrocarburos. Las compañías aprovechan el viento pero no se llevan ningún bien físico autóctono.
También se habla estos días de Noruega, donde el Estado constituyó hace años una empresa mixta, Statoil, que controla y fiscaliza toda la riqueza autóctona -petróleo fundamentalmente- que las grandes multinacionales de los hidrocarburos se llevan fuera del país. La intención del moderno y democrático gobierno noruego es tratar de que la actividad de las empresas que se llevan el petróleo beneficie a toda la sociedad, pues el ejecutivo nórdico tiene muy claro que las riquezas naturales de un país pertenecen a su soberana ciudadanía. La capacidad de la empresa pública noruega es enorme, incluso participa en acuerdos para intervenir en los yacimientos de gas de Argelia o en otros negocios energéticos con Venezuela o la también estatal mexicana Pemex.
Todo el mundo civilizado considera un ejemplo la gestión de los recursos naturales de Noruega, y a todo el mundo en Galicia le parecen muy bien las reclamaciones de los vecinos y de la Xunta a las empresas eólicas. Todos los medios de comunicación han estado de acuerdo en respaldar un mayor reparto de los beneficios de las eólicas para la sociedad gallega. La campaña contra estas empresas era mayor si estas empresas eran de fuera de Galicia, aunque fuesen del mismo Estado.
Con todo este panorama, pido al lector que se pregunte por qué esos mismo periódicos que alaban a Noruega y a los intereses gallegos y vecinales ante las eólicas, en cambio, lanzan ataques durísimos -verdaderas campañas de difamación e insultos- contra el Gobierno del Estado de Bolivia porque trata de hacer lo propio -incluso mucho menos que Noruega o los gallegos con las eólicas- con las multinacionales de hidrocarburos que llevan años vaciando la riqueza finita y limitada del subsuelo del país. Por cierto, en el país andino miles de paisanos fueron desplazados sin indemnización por el suelo que les fue expropiado. Pueblos enteros fueron desplazados a la fuerza para beneficio de las multinacionales, ¿alguien se imagina lo mismo en La Coruña o en Vigo? El gobierno boliviano, además, representa a un único Estado, no a una segunda Administración pública -la de la Comunidad autónoma- que, nos guste o no, recibe fondos de otro Estado, el español. Hay un poso racista -racista contra lo latinoamericano- que se suma a la presión ideológica que soportan los medios y que provoca contradicciones informativas como esta.
Ejemplos como estos se repiten a diario en todos los medios de información general. No se trata de condenarlos sino de aprender a leerlos. Ellos no son especialmente culpables sino al revés: son un reflejo del modelo de sociedad de intereses privados en el que vivimos. No se trata de pensar que todos mienten con todo y que hay un complot que acabamos tomando como un asunto personal. Se trata de aprender a leer y a interpretar los intereses puntuales de quienes nos informan, como hacemos con cualquier otra fuente de información a lo largo de nuestra vida. Todo el mundo tiene sus intereses; lo que no podemos hacer es pensar que los medios no los tienen, y menos aún que su interés es público.