La extensión del feminismo, su empeño en visibilizar la realidad de las mujeres y en nominarlas como sujetos de derechos ha logrado que cada vez sean más las que toman la palabra y expresan sus exigencias y propuestas. Esto sucede también en el caso de las mujeres que ejercen la prostitución. Las prostitutas se han […]
La extensión del feminismo, su empeño en visibilizar la realidad de las mujeres y en nominarlas como sujetos de derechos ha logrado que cada vez sean más las que toman la palabra y expresan sus exigencias y propuestas. Esto sucede también en el caso de las mujeres que ejercen la prostitución. Las prostitutas se han hecho presentes para hablar de su realidad y han devuelto una visión compleja de ésta, llena de matices y en ocasiones contradictoria, sobre las diferentes condiciones y circunstancias en las que ejercen su trabajo, sus vivencias y exigencias. Sus planteamientos,como su realidad, no son uniformes: existen mujeres que quieren dejar la prostitución y otras que quieren trabajar vendiendo servicios sexuales.
A lo largo de los más de treinta años de su reciente recorrido, el movimiento feminista ha profundizado en su análisis de unas realidades supuestamente simples y estereotipadas desentrañando su propia complejidad y dinámica interna. Esto, que sin duda supone un éxito, desde nuestro punto de vista cuestiona los discursos lineales que siguen planteando algunas corrientes feministas, que mantienen encerradas a las mujeres en categorías abstractas y cuyos planteamientos sobre la opresión y la sexualidad dejan fuera los procesos personales y propuestas de muchas de ellas, entre las que se encuentran las prostitutas. Por esto consideramos que, en este debate, escuchar a las prostitutas constituye un pre-requisito para conocer su realidad, entender las implicaciones del debate, formular alguna propuesta que pueda ser útil y actualizar un discurso que se enriquezca al incorporar las nuevas realidades que la propia actividad feminista y la sociedad han generado.
Las diversas realidades de la prostitución
El debate no es nuevo en el movimiento feminista; ya a finales de los 80, grupos de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas lo impulsaron y, de la mano de prostitutas italianas como Carla Corso y Pia Covre, se desarrolló la reflexión. Lo que sí es nuevo es la virulencia actual del mismo. Entre las posiciones, fuertemente encontradas, de quienes defendemos los derechos de las trabajadoras del sexo y quienes defienden el abolicionismo, existe un acuerdo básico en el decidido apoyo a las demandas de las mujeres que quieren dejar la prostitución y exigen a las administraciones públicas medidas de carácter laboral y social que lo haga posible.
También existe consenso sobre la denuncia y condena de las mafias de la prostitución que extorsionan y fuerzan a las mujeres, mediante engaño, coacción y violencia a trabajar a su servicio, manteniéndolas en muchos casos encerradas, privadas de libertad en condiciones prácticamente de esclavitud. Pero consideramos que hay que ir más allá: la exigencia de medidas eficaces y contundentes para perseguir a esas mafias, tiene que ir acompañada de reclamar, con la misma firmeza, que se atienda la demanda inicial de estas mujeres que no es otra que la de permanecer aquí para trabajar, ofreciéndoles su regularización, evitando así la aplicación de medidas policiales que acaban expulsándolas a sus países de origen.
Porque es evidente que el fenómeno de las mafias, tal y como se manifiesta hoy, tiene mucho que ver con las políticas de inmigración y sobre todo con la negativa de los países ricos a aceptar la presencia, de forma legal, de inmigrantes pobres en sus territorios. Y llama muchísimo la atención que sean precisamente los partidos que están gobernando hoy en Europa los que impulsan, al mismo tiempo, posturas cada vez más penalizadoras y abolicionistas respecto a la prostitución y medidas crecientemente restrictivas para la inmigración, por medio de leyes que recortan los derechos de las personas extranjeras.
Ahí acaba el consenso. El desencuentro entre las distintas posiciones no se produce por la caracterización de las mafias, sino por la caracterización de la prostitución, por la identificación que las posiciones abolicionistas realizan entre ésta y las mafias y, por lo tanto, la extrapolación de las características que concurren bajo las mafias a todo el ejercicio de la prostitución. Así de claro se recoge en el «Manifiesto por la abolición de la prostitución»: «Que la prostitución constituye, en todos los casos y circunstancias, una enérgica modalidad de explotación sexual de la personas prostituidas, y una de las formas más arraigadas en las que se manifiesta, ejerce y perpetua la violencia de género». Esta simplificación extrema de las diversas realidades que encierra la prostitución impide, por ejemplo, diferenciar entre la prostitución forzada y la no forzada; las distintas situaciones entre quienes realizan este trabajo: inmigrantes sin papeles, estudiantes, amas de casa, etc; las condiciones materiales en las que lo realizan: en la calle, en un piso, en clubes…
Por esa misma lógica, la relación que establecen entre prostitución e inmigración puede llevar a concluir que todas las mujeres que se dedican a la prostitución vienen desde otros países de la mano de las mafias que las obligan a prostituirse en contra de su voluntad. Todo esto supone una distorsión de la realidad que arrastra serios problemas en el plano ideológico y práctico.
Otras formas de abuso y explotación
Resulta por tanto pertinente señalar la existencia de otra formas de abuso y explotación de las prostitutas, obviamente condenables, pero no equiparables a las mafias esclavistas. Por ejemplo, se producen extorsiones a las trabajadoras del sexo inmigrantes, a partir de las redes «comerciales» e incluso familiares que las introducen ilegalmente en el país, cobrándoles enormes sumas de dinero que las dejan endeudadas durante años. Se trata sin duda de una extorsión execrable, pero no es lo mismo que las mafias. Aquí no hay engaño ni coacción, sino usura y utilización de una legislación que marginaliza, de hecho, tanto la prostitución como la inmigración realmente existente, y desde este prisma habría que tratarlo.
Por otro lado, también vemos necesario considerar que cuando el sexo se monetariza, y en mucha mayor medida si no existe ningún tipo de regularización y por tanto en ausencia de derechos reconocidos para las prostitutas, se puede manifestar la sobreexplotación de las mujeres por los dueños de clubes, los proxenetas, los clientes. Pero esto, contra lo que evidentemente manifiestan las propias trabajadoras del sexo, no es esclavitud sino explotación ¡que ya es decir mucho! La distancia entre unas realidades y otras es precisamente lo que requiere un mayor análisis, sobre todo cuando estas posturas llevan a criminalizar y deslegitimar aún más el ejercicio mismo de la prostitución haciendo que esta actividad funcione en los márgenes de la legalidad, donde las realmente indefensas e «ilegales» resultan ser las trabajadoras del sexo.
Reducir las distintas realidades de la prostitución a una definición ideológica previamente establecida en términos de agresión y esclavitud sexual no se ajusta a la complicada realidad, y por tanto no resuelve ninguno de los problemas. Sin reconocimiento de derechos para las prostitutas se acentúa su vulnerabilidad y se favorece la impunidad de quienes se benefician de ello. Desde este punto de vista hablar de abolir o erradicar la prostitución representa una posición ideológicamente más confortable para quienes la defienden, pero muy poco útil en la práctica para las mujeres directamente implicadas.
Pero el centro del debate aparece más claramente cuando se trata de atender las demandas de quienes, autodefiniéndose como trabajadoras del sexo, afirman que la prostitución no siempre es producto de la coacción, que no lo es en su caso y que quieren continuar trabajando como prostitutas. En esto nos vamos a detener en las siguientes líneas. La sola existencia de quienes así hablan cuestiona la argumentación ideológica central del abolicionismo que identifica prostitución con esclavitud, y además sitúa en primer plano muchos elementos, todos ellos complejos, que intervienen en el debate de la prostitución: la consideración, en tanto que actividad remunerada, como un trabajo; la libertad para realizar esta actividad, la cosificación de una persona por el hecho de practicar sexo mediante precio; la objetualización de una relación que se pretende afectiva y amorosa.
Es más, independientemente de lo que para cada persona represente la prostitución, abolirla resulta impracticable porque las causas de que exista están profundamente arraigadas en las estructuras sociales y construcciones ideológicas de esta sociedad patriarcal y capitalista. Las causas últimas de la prostitución hay que buscarlas en la confluencia que se produce en sociedades como las nuestras, entre el mercado y la progresiva mercantilización de aspectos de la vida y de las relaciones sociales, con un modelo sexual androcéntrico y heterosexista en el que se manifiestan las relaciones jerárquicas de género impulsada por instituciones y construcciones ideológicas que lo afianzan. Por lo tanto, habría que empezar por acabar con la hipocresía de considerar que este modelo de sociedad puede acabar con el tipo de sexualidad que favorece.
Las causas
Un modelo sexual atravesado por las relaciones de dominación de los hombres y subordinación de las mujeres que, entre otras características, sitúa en el centro la satisfacción del deseo sexual de los hombres al considerar que la sexualidad masculina está guiada por el objetivo de conseguir su placer sexual, como sea. Las mujeres por el contrario deberían controlar su propio deseo y expresión sexual (además del deseo del varón) por lo que la sexualidad femenina no debe ser explícita. Un modelo que, como ha señalado la socióloga e investigadora de la prostitución, Raquel Osborne, promueve, como parte de la masculinidad, la separación entre sexo y afecto entre los varones, mientras que su identificación se considera de la feminidad.
Tampoco hay que perder de vista que la familia manifiesta serias limitaciones como institución legitimadora de las relaciones erótico-afectivas produciendo relaciones sexuales profundamente insatisfactorias, que ha habido cambios en las relaciones familiares, que hay mujeres que han transgredido los limites establecidos por la moral sexual dominante y que el feminismo ha introducido importantes fisuras en los estereotipos de feminidad y masculinidad; aun teniendo todo esto en cuenta, lo señalado más arriba sigue operando para fijar las normas y pautas de comportamiento sexual.
Pero además, en el debate sobre prostitución resulta necesario analizar cuáles son las causas que mueve, aquí y ahora, a una mujer a trabajar vendiendo servicios sexuales.
Las causas pueden resultar muy variadas y fruto de un compendio de circunstancias personales y laborales, así como de múltiples condicionantes sociales, culturales y económicos. En muchos casos la razón resulta apremiante y obvia: la necesidad de ganarse la vida. Que aparezca como una opción de trabajo muestra también hasta qué punto son escasas y precarias las alternativas laborales que se les ofrece (servicio doméstico, hostelería), y explica la numerosa presencia, desde hace años, de mujeres inmigrantes en la prostitución que, en buena medida reemplazan a las mujeres autóctonas que se han desplazado a otros sectores laborales.
Pero no es la única razón pues hay mujeres que, teniendo otras opciones y sin aducir premuras económicas, hacen explícito su interés por trabajar como prostitutas, independientemente también de la mayor o menor temporalidad de su opción. Son todas ellas razones por las que se incorporan a este trabajo y por las que muchas permanecen voluntariamente en él.
En esta consideración de la prostitución como una opción de trabajo resulta clarificador establecer la comparación con otra de las ofertas laborales que se les presenta: la del servicio doméstico. La prostitución y el servicio doméstico y de cuidados (a personas ancianas y/o enfermas, a niñas y niños) constituyen los dos sectores donde hay una mayor presencia de mujeres inmigrantes. Curiosamente los dos incorporan servicios «de cuidados» a otra persona que obligan a atender sus reclamos, sus necesidades físicas, sexuales y afectivas. En los dos sectores hay una amplia demanda dirigida a mujeres inmigrantes.
Como empleadas de hogar, sus condiciones de trabajo son precarias, en algunos casos muy duras pues exigen disponibilidad horaria absoluta, control de movimientos, bajos salarios y menos derechos de los que disfruta el resto de trabajadoras y trabajadores. La causa es que el servicio doméstico todavía se rige por un régimen especial (no por el Régimen General de la Seguridad Social), lindando a veces los márgenes de la legalidad. No cuesta entender que, dado el panorama, muchas mujeres argumenten que puesto que han venido a ganar dinero, optan por la prostitución pues en este trabajo ganan más. Se puede concluir también que el reclamo para realizar este tipo de trabajos es bien sencillo: se buscan mujeres en condiciones de precariedad económica, sin derechos reconocidos, y el mercado ya se encargará de configurar cuál es este colectivo en cada caso.
La prostitución: un trabajo
La capacidad de todas las mujeres para formular sus necesidades y derechos, que el feminismo preconiza e impulsa, se niega por principio a las prostitutas desde las posiciones abolicionistas. Articulan un discurso en el que se hace desaparecer a las mujeres del ámbito de los derechos para reducirlas a la condición de víctimas, sujetos pasivos incapaces de expresar sus necesidades. Es tal la victimización que recae sobre ellas que incluso se las nombra con participios pasivos, como «prostituidas» y «traficadas». Por este procedimiento se otorga a los hombres más poder que el que tienen ¡y no es poco! y se niega la posibilidad que todas las mujeres tienen, aún en situaciones tan difíciles como las que afrontan muchas prostitutas, de tomar las riendas de su vida. Pero, a pesar de esa exclusión dogmática, algunas prostitutas activistas manifiestan que su profesionalidad reside en la capacidad de controlar sus servicios sexuales, y por tanto su cuerpo en esa relación comercial, negociando con el cliente y determinando ellas los servicios que quieren prestar.
La prostitución por tanto es un trabajo en el que las mujeres realizan una transacción económica vendiendo, no su cuerpo, sino servicios sexuales a cambio de dinero.
Y en una sociedad donde el trabajo es la principal vía de integración social, negarles su condición de trabajadoras no sólo las despoja de su condición de ciudadanas sino que refuerza hasta el límite su exclusión y marginación social: el estigma que lleva la prostitución.
Pero no es un trabajo como otro cualquiera. No lo es no sólo por la dureza que comporta en todos los sentidos: por los abusos económicos y sexuales, por el maltrato y menosprecio que tienen que aguantar de muchos clientes. Si fuera así no se explicaría el tratamiento sustancialmente distinto que se da respecto a algunas relaciones no comercializadas, puesto que las pautas de comportamiento no se alejan mucho unas de otras: las relaciones de algunos clientes con las prostitutas no se diferencian de aquellas, incluso institucionalizadas, en las que está presente la violencia, el acoso, incluso el asesinato. Desde el feminismo se lucha contra todas estas manifestaciones de violencia, pero difícilmente podrán hacerlo las prostitutas si no se les reconoce como sujetos de derechos.
Pero no es un trabajo como otro cualquiera ya que las mujeres, por ser trabajadoras precisamente del sexo, suman a todo ello los abusos y menosprecio de la propia sociedad debido a la doble moral que se practica. La doble vara que se utiliza para medir la sexualidad, la moral sexual, a las prostitutas y al resto de mujeres, tiene que ver con la desestabilización que las prostitutas introducen en el modelo tradicional de mujer (por más que afortunadamente ya esté maltrecho). La trabajadora sexual simboliza en el imaginario colectivo una figura que transgrede los límites impuestos a las «buenas mujeres». Representa a la mujer provocativa, promiscua, que manifiesta abiertamente su sexualidad, que transita la noche. Y por lo que supone de ruptura con el estereotipo femenino, y de denuncia de la hipocresía social, se las identifica como un grupo aparte de mujeres al que se estigmatiza, se marca. El ejemplo más claro de las negativas connotaciones que se atribuye a las prostitutas es que «hijo de puta» y «puta» se utiliza como el insulto más descalificativo y degradante que se puede proferir, y que además se proyecta a todas las mujeres que desafían la posición de subordinación asignada, muy particularmente en el campo de la sexualidad.
Combatir el estigma
El estigma se traduce en un rechazo social que aísla a las mujeres y por tanto las hace más vulnerables a la exclusión, discriminación y explotación, e impide la mejora de sus condiciones de trabajo. Pero también supone una desvalorización que se extiende a toda la vida de la mujer que queda así subsumida en la categoría de prostituta. Es decir no trabaja «de», sino «es» prostituta. Claramente lo expresan las siguientes palabras de Lidia Falcón «las mujeres víctimas de la prostitución no pueden saber, ni entender, ni comprender cómo se realiza una sexualidad placentera, voluntaria y gratuita». No se acepta su existencia más allá de cómo la sociedad las define, por tanto no existe diferencia entre su trabajo y su vida privada en la que también se les niega cualquier posición de sujeto, hasta el extremo de cerrar laposibilidad de relaciones sexuales elegidas y placenteras para ellas.
No es casual por tanto que esta estigmatización social sea lo que muchas identifican como el principal problema a combatir. Aspiramos a una sociedad donde las relaciones no estén mercantilizadas, no existan instituciones opresivas ni estereotipos adscritos a cada sexo, ni relaciones de poder entre hombres y mujeres, entre el Norte y el Sur; donde la sexualidad la ejerzamos desde relaciones libres.
Y como sucede con tantos otros problemas, no vemos factible avanzar, desde las múltiples dimensiones de la lucha feminista, sin abordar los problemas sociales tal y como hoy se plantean para distintos colectivos de mujeres. Así, contra el estigma y la discriminación defendemos el reconocimiento de las trabajadoras del sexo como sujetos de derechos de ciudadanía y, por tanto, sociales y laborales.
Quizás así se creen condiciones para que no se produzca la prostitución forzada y para que permitan su ejercicio en condiciones de legalidad y dignidad para las mujeres. Esto significa, en primer lugar, su derecho a ser escuchadas, a definir sus problemas en su propio lenguaje. Y por tanto apoyar a los colectivos con los que trabajan, como (entre otros) Hetaira en Madrid o Licit en Catalunya, en la línea por todas compartida de ir articulando alianzas entre las mujeres.
No sabemos qué será del sexo, del amor, ni de nosotras mismas, pero sí que lo que nos toque de ese camino queremos recorrerlo defendiendo la libertad y autonomía de las mujeres y por tanto combatiendo cualquier estigmatización patriarcal.
* Justa Montero es cofundadora y miembro de la Asamblea Feminista de Madrid. Begoña Zabala es cofundadora y miembro de Emakume Internationalistak (Nafarroa). Ambas forman parte del Consejo de Redacción de VIENTO SUR