La crispación y la polarización política promovida por las derechas en España (principalmente PP y VOX) pretenden eludir sus responsabilidades históricas e institucionales y aprovechar la confusión y la inseguridad existentes para traspasarlas al nuevo Gobierno progresista de coalición y derribarlo, cosa que se va demostrando ilusa. Su estrategia destructiva está agotada y tiene poco recorrido para la gobernabilidad, una vez aprobados los presupuestos generales y asegurar una mayoría parlamentaria de progreso.
Sin embargo, afecta a la vida social, favoreciendo la intranquilidad y la desconfianza en la gestión institucional actual, con el objetivo de crear una alternancia gubernamental cueste lo que cueste, es decir, con pocos escrúpulos democráticos y ningún aprecio por el bienestar social y la convivencia de la ciudadanía. Ello les encamina a una dinámica autoritaria y ultraconservadora, con el abuso de manipulaciones discursivas, que apenas pueden disimular con algunas llamadas retóricas a la moderación.
Sus reservas ideológicas y socioculturales (reaccionarismo autoritario, españolismo excluyente y antipluralista, conservadurismo cultural y machista, segregación xenófoba antinmigrante, elitismo neoliberal antipopular…) son significativas todavía en el ámbito mediático e institucional; y no son desdeñables sus apoyos sociales y electorales. Pero a pesar de la reafirmación ultraderechista de VOX, sus bases sociales se están agotando lo suficiente para impedir que consigan mayorías ciudadanas y capacidad para ofrecer una referencia modernizadora ganadora. Es el dilema del Partido Popular, dependiente de su estrecho posibilismo para ser alternativa gubernamental (al igual que en varias Comunidades Autónomas) de la mano de VOX y contemporizar con su proyecto, pero incapaz de ensanchar una base electoral centrista.
La derrota de Trump, la contención de las ultraderechas en los países europeos y la hegemonía liberal-moderada del eje Merkel-Macrón no les ayuda en su estrategia de confrontación política visceral, acuerdo con la ultraderecha y generación de miedo y segregación en la sociedad. Esa estrategia reaccionaria, conservadora y autoritaria no tiene futuro político-institucional, aunque hay que frenarla y derrotarla por su carácter destructivo en la sociedad.
Se abre una dislocación entre grupos de poder (económico-financiero, aparatos del estado, control mediático-ideológico…), con la pugna en su interior, y representación política entre las distintas derechas (también nacionalistas). Las políticas de Estado o el llamado interés general, interpretados como sinónimo de su gestión política, los consideran subordinados a la búsqueda de la hegemonía política del bloque derechista estatal, con la pugna por el papel determinante en el liderazgo de la derecha, frente a un bloque progresista, cada vez más compacto.
No obstante, esos grupos de poder, económico e institucional, tienen esa responsabilidad histórica y, difícilmente, van a poder encabezar la imprescindible modernización económica, el refuerzo del Estado social y la democratización política que la sociedad necesita.
Además, hay que valorar su composición. Un dato significativo es que la mayoría del capital de las grandes empresas del IBEX 35 (por no hablar de grandes empresas industriales, principalmente de automóvil, totalmente en manos extranjeras), así como la mayor parte de su actividad económica, inversora y comercial de ellas se desarrolla fuera de nuestras fronteras. Es decir, el grueso de las grandes empresas, concentradas en las finanzas, la energía, la construcción y algunos servicios, no van a primar un supuesto interés nacional de modernización, es difícil de que sean patriotas. La mayoría está inserta en la globalización económica y financiera, depende más de sus intereses, beneficios y proyectos externos o globales, no de país, y arrastra por su papel preponderante a gran parte de la economía y el mundo empresarial. No se puede confiar mucho en ello. Supone que hay que reforzar la capacidad del propio Estado y su gestión reguladora, dirigente e intervencionista para que, con suficiente legitimidad social, sea factor de impulso transformador.
Pero ahí hemos topado, con el diseño el propio plan modernizador que conlleva líneas rojas para esos grupos de poder, claramente expresadas por la patronal de la CEOE, y que hay que abordar: ensanchamiento progresivo de la base fiscal del Estado; fortalecimiento de los derechos sociales y laborales y la protección pública, y protagonismo de las fuerzas de izquierda y movimientos sociales cívicos.
El conflicto de fondo no es menor. Por ejemplo, simplemente con una homologación de la presión fiscal similar a la europea (siete puntos del PIB, más de 70.000 millones de euros anuales), en dos años se podrían conseguir similar volumen al recibido por los fondos europeos (140.000 millones, menos si se descuenta nuestra aportación), tal necesarios y alabados como la palanca modernizadora imprescindible, y que la mitad habrá que devolver. O sea, aparte de la justicia social y con efectos a medio plazo, una reforma fiscal homologable a los principales y más avanzados países europeos y en igualdad con ellos, reportaría una capacidad autónoma como país para implementar los dos ejes imprescindibles: el proceso modernizador, económico y de empleo; el refuerzo del nuestro débil Estado de bienestar y los correspondientes servicios públicos, prestaciones sociales e inversión educativa y cultural. Todo ello con criterios igualitarios: sociales, culturales, étnico-nacionales, territoriales, medioambientales y de género.
Pero, claro, frente a las derechas y esos grupos de poder, con su continuismo adaptativo, su beneficio corporativo y cortoplacista y su inercia conservadora-autoritaria, esta orientación progresista son palabras mayores: necesitan el fortalecimiento y la determinación de las izquierdas, con un bloque común progresista, y dentro de él con mayor peso político que el actual de las fuerzas del cambio de progreso. Esos son los cálculos estratégicos de los distintos actores y élites, para activar o desactivar.
Llevamos una década de deslegitimación y recomposición de la clase política (bipartidista) anterior. El proceso continúa y el estatus actual es modificable. Todas las persistentes estrategias para evitar una salida progresista y neutralizar las fuerzas del cambio de progreso no han conseguido sus objetivos. Pero no paran en el empeño para cerrar esa oportunidad costosamente formada por una década de activación popular progresista y de izquierdas, abanderada tras la justicia social y la democracia.
La opción centrista, bajo hegemonía socialista, en sus diversas versiones, también ha fracasado en las urnas, es decir, bajo la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. Los últimos intentos de reavivarla tras la pandemia, con fuertes apoyos político-económicos, para separar al Partido Socialista de su alianza con Unidas Podemos y nacionalistas vascos y catalanes, han fracasado. La ruptura del Gobierno de coalición y de la mayoría parlamentaria de la investidura no ha tenido éxito y no tienen repuesto. El proyecto de fondo, una modernización económica y verde con justicia social y la democratización institucional y la regulación territorial son ineludibles. Es el viejo y nuevo reto para el actual Ejecutivo y el conjunto de fuerzas sociales y políticas progresistas.
La aventura ultraderechista de condicionar el mapa político-institucional, con todo su potencial destructivo y de crispación, no garantiza una alternativa gubernamental de las derechas y menos un proyecto de país democrático. La vía de un autoritarismo reaccionario-conservador (neofranquista) está fracasada.
Por otro lado, aunque lejos de la ilusión de una transformación rápida y profunda, no se ha cerrado la posibilidad de un giro social hacia la izquierda, aunque sea limitado. lento y consensuado entre las izquierdas (incluidas las nacionalistas) y otros grupos sociales y políticos de progreso. Ello afecta a cierta desestabilización de los privilegios institucionales y estructurales y de los equilibrios de los propios grupos de poder y las derechas. Eso sería ya un gran paso hacia la transformación de las dinámicas sociopolíticas, culturales y de las relaciones de poder: es el desafío a medio plazo para un cambio sustantivo de progreso.
Es la perspectiva que temen esas fuerzas reaccionarias y que tienen que asumir: mantenerse en la oposición durante toda la legislatura, sin capacidad de influencia para impedir el grueso de las políticas públicas de progreso y la consolidación de su representación política e institucional. Así, a través de la crispación, expresan su impotencia para frenar una gestión progresista, aunque sea lenta y limitada. Y, además, manifiestan su incapacidad para impedir el fortalecimiento de una política y una alianza de progreso más firme, que se pueda prolongar a otra legislatura y abrir una dinámica de cambio sustantivo en España que, a su vez, condicione el modelo de país y el de la construcción europea.
El riesgo es que la aplicación de solo medidas parciales muy insuficientes no frene la consolidación de todos los efectos negativos de las dinámicas estructurales desiguales y las políticas regresivas precedentes que siguen en vigor. El peligro es la generación de frustración social y desafección política hacia las izquierdas, vistas como contemporizadoras o impotentes para impulsar un cambio satisfactorio para las mayorías populares, cuestión más o menos manipulada y expandida por el poder establecido y las derechas que aparece en su guion demagógico.
Al mismo tiempo, resurge una y otra vez, la oportunidad para los poderosos de otra estrategia ‘centrista’, para atraer al Partido Socialista, romper el Gobierno de coalición y aislar a Unidas Podemos y sus convergencias, considerado el factor de empuje del cambio. Pretenden representar los intereses de esos grupos de poder y defender el continuismo estratégico y similar política económica y sociolaboral.
El presidente Sánchez y el sanchismo lo tuvo claro desde la misma noche electoral del 10-N: solo era posible una alianza de progreso de ambas formaciones con la cobertura de, al menos, parte de los nacionalismos periféricos, vasco y catalán. Ello define los tres grandes retos entrelazados: justicia social y modernización económica, junto con la democratización institucional, la regulación territorial y el modelo de Estado. Con otros dos desafíos adicionales de gran valor social y cultural y, también, estructural y de poder: la igualdad de género y la sostenibilidad medioambiental.
Tal es la reforma que necesita este país, cuyo futuro está abierto y con grandes dificultades, pero que depende en gran medida de la determinación y unidad del campo progresista.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
@antonioantonUAM