Una muestra realizada en el curso 2013-2014 entre un centenar de estudiantes madrileños de Magisterio revela estos datos: el 30% desconocía los años que Franco detentó el poder; el 45% no sabía en qué consistió la resistencia del maquis (la página Web de la Guardia Civil destacaba en 2004, con motivo de una exposición itinerante […]
Una muestra realizada en el curso 2013-2014 entre un centenar de estudiantes madrileños de Magisterio revela estos datos: el 30% desconocía los años que Franco detentó el poder; el 45% no sabía en qué consistió la resistencia del maquis (la página Web de la Guardia Civil destacaba en 2004, con motivo de una exposición itinerante de la institución armada, sus «valiosos servicios en la lucha contra la delincuencia», entre los que incluía al maquis de posguerra); el 47% de los alumnos ignoraba cuándo se aprobó el actual texto constitucional y el 71,6% qué fue el Proceso 1001, por el que los tribunales franquistas condenaron en 1973 a penas de hasta 20 años de prisión a la dirección de Comisiones Obreras. Recoge esta encuesta el historiador Fernando Hernández Sánchez, autor de «El bulldozer negro del general Franco» (Pasado y Presente, 2016).
¿Y en cuanto a la violencia fascista durante la guerra civil y la posguerra? El investigador Francisco Moreno Gómez, autor de «Los desaparecidos de Franco» (Alpuerto, 2016), utiliza la expresión «genocidio» en una entrevista a Cuarto Poder, y cifra las víctimas mortales en 150.000. En una polémica con autores «revisionistas», el historiador José Luis Ledesma menciona otras prácticas represivas, como los campos de concentración (por los que pasaron cerca de 500.000 republicanos), la explotación económica de los prisioneros, las cárceles, los juicios militares, las depuraciones profesionales, la violencia específica contra las mujeres y el robo de niños («Franco y las violencias de la guerra civil», revista Hispania Nova, 2015). Ya en 1939 el Estado franquista promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, en 1941 la Ley sobre Seguridad Interior del Estado y antes, en julio de 1936, el Bando del Estado de Guerra, que no se derogó hasta 1948.
Tal vez la represión durante la guerra y la posguerra sea más conocida, pero «la violencia de la dictadura tuvo un carácter estructural y se prolongó hasta el final», recuerda el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz Heras. El historiador ha impartido el seminario «El pasado incómodo: ¿Cómo abordar ahora la violencia franquista?», organizado por el Institut Interuniversitari López Piñero de la Universitat de València. En septiembre de 1975 se produjeron los últimos fusilamientos de la dictadura, que tuvieron como víctimas a tres militantes del FRAP y dos de ETA. Ortiz Heras, que coordina el Seminario de Estudios de Franquismo y la Transición (SEFT) de la Universidad de Castilla-La Mancha, inicia el recorrido por la represión del franquismo unos años antes, en 1962; en abril comenzó, con un paro en el pozo «Nicolasa» de la sociedad Fábrica de Mieres, la huelga en la minería asturiana que se extendió por la región (participaron en el movimiento más de 60.000 obreros asturianos de diferentes sectores) y el estado español; la dictadura respondió con detenciones, encarcelamientos y el estado de excepción.
En diciembre de 1962 una Orden firmada en el BOE por el ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, constituyó la Oficina de Enlace adscrita a este ministerio, destaca el catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha. Se trataba de coordinar «aspectos concretos de la información política» que se recibieran en la Administración; de la Oficina dependía «un departamento de investigación sobre comunismo y otras actividades subversivas», según el artículo tercero. En abril de 1963 fue fusilado el dirigente del PCE Julián Grimau, a quien se atribuyó el delito de «rebelión militar continuada» supuestamente cometido durante la guerra civil. Detenido, torturado y condenado en Consejo de Guerra, contra la ejecución de Grimau se organizaron manifestaciones de protesta en París, Roma y Londres, entre otras capitales. Otros casos fueron menos difundidos. En agosto de 1963 la dictadura aplicó el «garrote vil» en la prisión de Carabanchel (Madrid) a los militantes libertarios Joaquín Delgado y Francisco Granado, condenados en Consejo de Guerra sumarísimo por unos atentados que no cometieron.
Manuel Ortiz Heras apunta que el año 1963 fue también el de la creación del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista, una instancia judicial especial para reprimir a la oposición política; «las sentencias del TOP se basaban fundamentalmente en los atestados policiales de la Brigada Político-Social, con declaraciones obtenidas en la mayoría de las ocasiones con torturas y malos tratos», escribe en su blog («Justicia y Dictadura») Juan José del Águila, magistrado jubilado y autor del libro «El TOP. La represión de la libertad (1963-1977)» (Planeta, 2001); en su tesis doctoral del Águila recoge 3.798 sentencias entre 1964 y 1976, de las que el 75% resultaron condenatorias. Del análisis de las sentencias, se desprende que los principales delitos fueron los de asociación ilícita, propaganda ilegal y relacionados con reuniones y manifestaciones; el total de las penas sumaban 11.800 años de prisión; así, hubo 6.158 personas condenadas por el TOP. En cuanto a la categoría socio-profesional de los inculpados, destacan los obreros (49%), administrativos (19%) y estudiantes (22%); entre los primeros condenados -en marzo de 1964- figura Timoteo Buendía, a diez años de reclusión por un delito de injurias graves al Jefe del Estado (gritó en un bar «¡Me cago en Franco!»).
«En Zamora hubo una cárcel especial para curas disidentes», destaca Ortiz Heras, autor de «La insoportable banalidad del mal. La violencia política en la dictadura franquista 1939-1977. Albacete» (Bomarzo, 2013). Entre 1968 y 1975 decenas de religiosos que lucharon contra la dictadura cumplieron condena en la Cárcel Concordataria, que consistía en un pabellón separado dentro de la Prisión Provincial de Zamora; algunos de estos sacerdotes -detenidos, torturados y sometidos a juicios sumarísimos- han respaldado décadas después la querella argentina por los crímenes de la dictadura. El historiador continúa el recorrido con la figura del estudiante de 21 años Enrique Ruano, militante del Frente de Liberación Popular (FLP); el joven murió en 1969 al «caer» de un séptimo piso cuando se hallaba bajo custodia policial; otro ejemplo fue Salvador Puig Antich, activista libertario al que la dictadura ejecutó en 1974 mediante «garrote vil»; el militante del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) fue juzgado y condenado previamente por un tribunal militar.
Además de las víctimas, Manuel Ortiz Heras hace mención a personajes de pasado siniestro. Entre quienes han tenido relevancia mediática figura Antonio González Pacheco («Billy el niño»), expolicía de la Brigada Político-Social franquista y acusado de presuntas torturas (la Audiencia Provincial de Madrid ha archivado este mes de octubre la querella de una de las víctimas, al considerar que los delitos de vejaciones y malos tratos han prescrito); en junio de 1977 el entonces ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, otorgó al inspector González Pacheco la medalla de plata al mérito policial para premiar, según detalló el BOE, «servicios de carácter extraordinario». La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica denunció que esta condecoración implica un aumento del 15% en la pensión; además, «Billy el niño» se benefició de la Ley de Amnistía aprobada en octubre de 1977. También «en atención a los méritos» policiales Martín Villa otorgó la medalla de oro al comisario Roberto Conesa, exjefe de la Brigada Político-Social y uno de los superiores de «Billy el niño».
En el libro titulado «La carta. Historia de un comisario franquista» (Debate, 2010), el periodista y escritor Antoni Batista reproduce la misiva que el comisario Antonio Juan Creix remitió a Martín Villa en 1974: «Durante muchos años fui jefe del grupo Anticomunista sustituyendo al Sr. Polo y en el año 1963 fui nombrado, sin ser todavía comisario, jefe de la Brigada Político-Social de Barcelona, desempeñando el cargo durante cinco años (…); la ciudad vivió con tranquilidad, tanto política, como laboral y estudiantil». El policía resaltaba además los «importantes servicios» con que contribuyó a la pacificación. ¿Tiene conocimiento la ciudadanía española de esta parte del pasado? Ortiz Heras coordina la investigación Víctimas de la Dictadura en Castilla-La Mancha, que incluye una base de datos sobre los represaliados. «Creo que los historiadores hemos investigado adecuadamente el periodo, pero no hemos sabido divulgar; muchas veces escribimos para los compañeros de la academia, es decir, no hace falta -si te diriges a un público amplio- escribir enciclopedias de mil páginas; quizá tendríamos que aprender de los anglosajones, cuyos textos son mucho más asequibles sin por ello perder el rigor».
En cuanto a la Transición, Manuel Ortiz considera que hubo hechos que modificaron el guión oficialmente establecido. Entre otros, la conflictividad laboral. Los historiadores Pere Ysàs y Carme Molinero apuntan que en 1975 se perdieron 10 millones de horas de trabajo por las huelgas, en las que participaron medio millón de trabajadores; las cifras se dispararon en 1976: 110 millones de horas no trabajadas y 3,5 millones de obreros implicados en los paros.
Tal vez la preocupación pudiera entreverse en unas declaraciones del presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, a Televisión Española en febrero de 1975: «Yo quiero llevar la seguridad a todos los españoles de que el Gobierno a través de las Fuerzas Seguridad dispone de elementos más que suficientes para aplastar inexorablemente cualquier intento de subvertir o alterar la vida del país». En una ponencia titulada «Las otras víctimas de una transición nada pacífica» (2012), el historiador Gonzalo Wilhelmi cifró en 245 las víctimas mortales causadas por la violencia estatal entre 1975 y 1982; de estas muertes, 163 son responsabilidad de los cuerpos policiales mientras que 82 lo son de la extrema derecha y el terrorismo de Estado (entre 1975 y 1980 el total de víctimas por la violencia estatal se sitúa en las 35-40 anuales).
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