En aquella árida plaza, aquel fragmento desgajado de la calurosa África, tan burdamente soldado a la ingeniosa Europa W.H. Auden, España, 1937 A una lectora de Novalis Cuando una sociedad carece de tensión política, cuando las fricciones entre clases sociales -el roce entre el capital financiero y las organizaciones políticas provenientes del trabajo precario, paradigma […]
En aquella árida plaza, aquel fragmento desgajado de la calurosa
África, tan burdamente soldado a la ingeniosa Europa
W.H. Auden, España, 1937
A una lectora de Novalis
Cuando una sociedad carece de tensión política, cuando las fricciones entre clases sociales -el roce entre el capital financiero y las organizaciones políticas provenientes del trabajo precario, paradigma de los estertores del estado de bienestar- han sido sustituidas por el contacto virtual, las hipotecas emocionales e inmobiliarias y el culto al yo (cuerpo), reaparece el protocolo: la forma de la forma. Temerosa del regreso marcial de la derecha de cartón y, quizá, de la pérdida de prebendas e intereses que conlleva su condición de casta intelectual dominante, el ala izquierda de la socialdemocracia -esa que concibe la subjetividad creativa y espontánea cada mañana desde los miradores de su cultura reformista- está construyendo mitos con apariencia de realidad -de logos– sobre los viejos iconos -improvisados- de la resistencia antifascista. Pese a la aparente bondad de la causa, es preciso destacar que esta reivindicación de los valores republicanos (tolerancia, igualdad, justicia, solidaridad, etc.) y de su bandera como eje de esta concepción -llevada a cabo una parte del PSOE- está anulando el debate central sobre el contenido transformador de la República y por extensión, la crucial discusión sobre el problema de la lucha de clases durante el período 1931-1939.
Esta laica santificación del período republicano, convertido -por el propio presidente del gobierno- en referente ético-político y arma arrojadiza frente a los herederos del nacional-catolicismo, más la inofensiva reivindicación de la Tricolor como la imagen prístina de la (inexistente) conciencia colectiva de la derrota, ha obligado a la derecha -su torpeza dialéctica es infinita- a pelear en un espacio ideológico contrario a sus fuerzas: el lugar de la memoria. Una trampa astuta ya que, parece obvio, las bases sociales y electorales del PP, provenientes de la victoria militar y el tardofranquismo, no parecen dispuestas a aceptar una revisión forzada de su relato histórico constitutivo (la república anticlerical generaba caos, desgobierno y corrupción y se impuso la lógica de una solución militar). Mientras esta idea coge vuelo impulsada por los medios de transmisión afines y la derecha maneja argumentos -harían sonrojar a un bachiller- para justificar su posición política en lugar de alejarse de ese territorio buscando la confrontación, por ejemplo, en la gestión técnica de los recursos (único argumento admitido por la tecnocracia y las clases medias urbanas), los reformistas ensayan -frente al espejo de su propia decadencia intelectual- las muecas necesarias para dotar a la simbología del componente trágico que requiere: desgarradores testimonios orales (historia humana no política) y retazos de «memoria histórica».
Alimentado, por tanto, desde la cúpula y puesta en marcha por sus cortesanos, este aggiornamento de la identidad republicana, una lectura progresista del régimen de libertades burguesas plasmada en la Constitución de 1931, ha eliminado el giro socializante del gobierno frentepopulista, en aras, una vez más, de una propuesta integradora -llámese patriotismo constitucional o extensión de las libertades cívicas- que, plagado de carga intensa sentimental, aparenta entrelazar los invisibles hilos de la historia (estableciendo una continuidad entre el presente y la República) que oculta, en realidad, el principio de cohesión de la conciencia de clase que se fraguó durante los tres años de guerra y el fraude que supuso la Transición. De la misma manera que en Francia, durante el bicentenario de la Revolución, se reivindicó -como consenso- el acuerdo entre la burguesía y la monarquía plasmado en la constitución de 1789 en detrimento de la radicalidad de 1792 con la llegada de los jacobinos al poder, en esta cuarteada pell de brau, desgarrada (poco importa) desde el título VIII de la constitución de 1978, cualquier atisbo de ruptura del panorama diseñado en la Transición queda anulado bajo el palio progresista de la bandera tricolor: el símbolo de una nueva y venidera unidad patriótica convertido, por su potencia, en argumento mayor.
Que Izquierda Unida, desde las instituciones, se haya sumado con entusiasmo de novicia a este juego de la mercadotecnia orquestado por del PSOE y que el PCE también se apunte al carro nacional tricolor -dejando al margen su legendaria tradición roja y sin cuestionar -pelillos a la mar- su aceptación de la monarquía franquista y la sumisión a bandera rojigualda desde su legalización- sólo prueba el oportunismo de unos y el despiste histórico-teórico de otros. Parece preferible, en este caso, el error por falta de capacidad analítica que la atolondrada y renacida desvergüenza republicana. Parece.