La revolución egipcia es, ya, una revolución triunfante, más allá de lo que suceda con Mubarak, cuya permanencia en el poder tiene los días contados: o se termina de desplomar ahora, arrastrado por la fuerza centrífuga de las protestas, o encuentra una salida negociada para dejar el poder en unos meses. De una u otra […]
La revolución egipcia es, ya, una revolución triunfante, más allá de lo que suceda con Mubarak, cuya permanencia en el poder tiene los días contados: o se termina de desplomar ahora, arrastrado por la fuerza centrífuga de las protestas, o encuentra una salida negociada para dejar el poder en unos meses. De una u otra forma, la posibilidad de perpetuarse en el poder ya está sellada y sus planes -alentados desde la Casa Blanca- de entregar el mando a su hijo menor, Gamal, tienen escasas posibilidades de éxito.
Por otro lado, es un secreto a voces que el faraón -seudónimo despectivo con el que discretamente se nombra al tambaleante gobernante egipcio- está gravemente enfermo, y con sus 82 años a cuestas no parece en condiciones de librar muchas batallas. Por consiguiente, el problema para quienes aspiraban a mantener las cosas en Medio Oriente como lo estuvieron por décadas, no es la desaparición de Hosni Mubarak, a quien ya daban por perdido, sino su legado. Aunque los regímenes dictatoriales son ampliamente productivos para sus aliados, suelen tener vencimiento a plazo fijo: por la propia naturaleza de estos regímenes, que no suelen alentar el crecimiento de figuras sustitutas, es difícil que puedan garantizar su continuidad política. Eso explica que las sucesiones, en estos casos, sean muchas veces hereditarias. El fuego se extingue en las propias llamas.
Gamal Mubarak, de 47 años, es un financista multimillonario que amasó gran parte de su fortuna en Londres, donde hizo crecer los negocios de la familia a resguardo de eventualidades como la que hoy vive su país. Aunque no aparece directamente comprometido con los numerosos casos de corrupción que se le atribuyen al gobierno de su padre, nadie ignora que forma parte de esa generación de empresarios amigos del poder que hicieron su fortuna a caballo de la política de privatizaciones iniciada por Anwar el Sadat y acelerada por Mubarak padre con los auspicios y tutela del Fondo Monetario Internacional. A la par de los negocios, el menor de los hermanos Mubarak ocupa la vicepresidencia del Partido Nacional Democrático (PND).
Al igual que en el caso de Túnez, el vertiginoso ritmo de los acontecimientos ha tomado por sorpresa a muchos de quienes siguen la política regional, incapaces de comprender la dinámica del mundo árabe y especialmente el papel de la religión en ella. Tal vez el caso más notable haya sido el de Benjamin Ben-Eliezer, principal experto en política egipcia de Israel, quien dos o tres días antes de la revuelta aseguró que Mubarak era fuerte y que nada de lo que estaba sucediendo en Túnez ocurriría en El Cairo (1). Para desgracia del gobierno Israelí -que alguna vez debería explicar por qué suele amar gobiernos que son despreciados por sus pueblos-, las cosas no se dieron de ese modo.
Israel tiene mucho que agradecer a Mubarak por el papel que le hizo jugar a Egipto en la región, lealtad que le fue recompensada con la segunda mayor ayuda económica militar de los Estados Unidos (la primera, por cierto, es para Israel). El tratado de paz egipcio-israelí de 1979 les permitió a los primeros la recuperación de la península del Sinaí, capturada por Israel durante la guerra de 1967, y a Israel el establecimiento de una zona segura en el Sur, así como la libre circulación de sus naves por el Canal de Suez. La paz fría con Egipto, por supuesto, también fue un alivio presupuestario para Tel Aviv, que pudo, al mismo tiempo, destinar sus recursos militares para hacer frente a otros objetivos, especialmente el proceso de colonización de los territorios palestinos.
Para Israel, la importancia estratégica de este Egipto ha sido crucial. Porque si bien el Egipto de Mubarak no libraba a Israel de la eventualidad de alguna otra futura guerra regional, sin el Egipto de Mubarak -o de un gobernante afín- se le cierra a Israel cualquier posibilidad de sellar una paz en la zona en los términos en que pretende hacerla. La significación de Mubarak para Israel es como la que se le atribuye a Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Somoza: «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta» (2). El último gran servicio de Mubarak al gobierno israelí fue su contribución al bloqueo de Gaza con el cierre de la frontera que separa a Egipto con ese territorio palestino. La impermeabilización de la frontera, con la excusa de detener el tráfico de armas destinado a las milicias de Hamas, contribuyó a la asfixia de la población gazatí.
Una revolución moderna
Hay varias características novedosas en los fenómenos que se están viviendo en la región (Túnez, Argelia, Egipto, Yemen, Jordania, entre otros). Entre ellas, una que no tiene significación menor es la irrupción de la calle árabe (a menudo caracterizada como ignorante y abiertamente opositora a los valores occidentales) a través de dos métodos insignia de la democracia de estos lados: Facebook y Twitter. Los jóvenes egipcios, como antes lo hicieron los tunecinos, se apropiaron de esas herramientas para encontrar la voz que se les silenciaba. Salvando las distancias, recuerda los viejos «cassettes» que circulaban clandestinamente en el Irán del shah Reza Pahlevi con las arengas del ayatollah Khomeini instando a deponer al dictador, que por esas casualidades también era otro dilecto amigo de los Estados Unidos.
Obviamente, estas herramientas solo pueden ser efectivas porque hay un sustrato fértil: pueblos sin derechos y sumidos en la pobreza y una juventud hastiada de la falta de horizontes. En Argelia se los denomina «hitiste», término derivado de la palabra árabe «hit» (pared) que podría traducirse como «apoyaparedes», es decir, jóvenes que no hacen otra cosas con sus vidas que ver cómo transcurre apoyados en alguna pared. La escenografía urbana de los «apoyaparedes» está muy extendida: un informe reciente indica que en la fuerza laboral del mundo árabe, de 115 millones de personas, hay 25 millones de desocupados -casi el 22 por ciento del total-, pero es la juventud la que aporta el 53 por ciento de esa masa de ciudadanos sin trabajo (3). En sociedades con alta natalidad, las edades medias son necesariamente bajas. En Egipto, según datos que pueden encontrarse en la página oficial de la CIA, alcanza los 24 años.
Por estas horas, tanto los Estados Unidos como Israel, así como varios regímenes árabes proclives a Occidente, están pidiendo a gritos una salida «ordenada», lo cual quiere decir una salida que no altere el equilibrio de fuerzas en la región. Y para reforzar el reclamo, nada mejor que introducir el fantasma acostumbrado: el «terrorismo islámico», ecuación por cierto verdaderamente falaz. El terrorismo es terrorismo y el islamismo es islamismo, lo cual, por supuesto, no excluye la existencia de musulmanes que adhieran al terrorismo. La simplificación entre «moderados» y «terroristas» ignora, deliberadamente, el abanico de análisis diversos representativo del pensamiento islámico de hoy.
El mensaje de lo que está ocurriendo ya llegó a destino en Jordania, donde el rey Abdullah decidió tomar al toro por sus cuernos (los del toro) y decidió un higiénico cambio de gobierno.
El paralelismo que se pretende instalar entre el Irán de 1979 y el Egipto de 2011 suena desmesurado. El islamismo político que terminó triunfando en Irán fue una interpretación mucho más autoritaria del Islam y alcanzó la cima del poder en otro momento histórico. El islamismo iraní abrazó el poder político y predicó una narrativa de la resistencia que, paradójicamente, a pesar de su fortaleza en Irán, acabó con la posibilidad de triunfar en otros lugares, en parte porque no supo contener a las elites ni a las fuerzas no religiosas, en especial a jóvenes y mujeres. Los intentos por establecer regímenes de carácter religioso en Tadjikistán, Argelia y Túnez, entre otros, fueron reprimidos con singular violencia a pesar de que persiguieron sus objetivos por carriles democráticos. Y eso también dejó enseñanzas.
La historia y la singularidad de la experiencia iraní no pueden extrapolarse literalmente a lo que sucede en Túnez y en Egipto. Los chiítas que gobiernan Irán tienen un clero más organizado y poderoso que los sunnitas, mayoritarios en Egipto. La Hermandad Musulmana, la organización religiosa más importante de Egipto, creció al calor de años de represión, tortura y proscripciones, pero sus esfuerzos estuvieron más centrados en la búsqueda de una moral personal rigurosa antes que en el desarrollo de una experiencia política. Si bien trata de cambiar los valores de la sociedad, no persigue una agenda explícitamente política y ciertamente no tiene un programa en tal sentido. Por lo contrario, considera que una política ideal se logrará cuando la sociedad incorpore los valores musulmanes en la cultura popular y la sociedad simplemente comience a reformarse, impregnando en ese proceso al propio Estado.
La revolución de Egipto no tiene por qué ser islámica porque el Islam no está en el corazón del problema, ni ha sufrido proscripciones de ningún tipo. De hecho, el proceso político en Egipto ha contribuido a islamizar los valores culturales de la sociedad. El 95 por ciento de la población egipcia es musulmana sunnita y no necesita de ninguna revolución para recuperar sus tradiciones, que jamás fueron puestas en tela de juicio. Ha sido sintomático en tal sentido la organización de la gran marcha del viernes último, después de la última oración, en la que participaron personalidades laicas, como Mohamed El Baradei, el dirigente que quiere conducir el proceso que se abre tras el fin de Mubarak. Las consignas que se corean en las calles egipcias no son para afirmar que «Dios es grande» sino, simplemente, por el fin de las proscripciones y por empleo. Los egipcios saben que su identidad religiosa no está bajo amenaza, como ocurrió en el Irán de 1979. Porque la brecha en Egipto no es de carácter religioso sino económico. Allí está la madre de los descontentos. Aunque traumática, la muerte de este régimen, tal como lo conocimos, parece un hecho irreversible. Habrá que ver qué nueva realidad alumbra.
Notas:
(1) Ver Las masas de Egipto no jugarán a aliarse con Israel, por Gideón Levy. (2) La frase que se le atribuye a Roosevelt en realidad fue pronunciada por Cordel Hull, secretario de Estado de EE.UU. entre 1933 y 1944. (3) Ver Hay 25 millones de desempleados en el mundo árabe, por Ulises Canale.
Ricardo López Dusil es el director periodístico de elcorresponsal.com.