En las últimas semanas, el culebrón de camarilla de la llamada negociación no ha dado tregua alguna. Los editoriales de los grandes periódicos nacionales alertan día y noche de la excepcionalidad de la situación, de lo urgente de una decisión firme, consciente y responsable. De la trascendencia del momento. Así es como apremian a las […]
En las últimas semanas, el culebrón de camarilla de la llamada negociación no ha dado tregua alguna. Los editoriales de los grandes periódicos nacionales alertan día y noche de la excepcionalidad de la situación, de lo urgente de una decisión firme, consciente y responsable. De la trascendencia del momento. Así es como apremian a las respectivas directivas de las formaciones en cuestión. Sánchez debe, Rajoy no debe. Rivera quiere, Iglesias puede, etc. Sin ningún género de escrúpulo ya -por si todavía quedaba duda alguna. Las directivas, por su parte, con un ojo en la abultada agenda y el otro en la impenitente prensa, caminan bizcas por la senda de esta umbrosa silva , rumbo a un aciago y común destino que los unos ignoran, los otros no quieren ver, y que sin embargo, tarde o temprano, a todos asiste por igual.
¿Y qué es? ¿No es la asimilación pactada, forzada o como se quiera, el destino de toda negociación de esta índole? Tal y como estaba anunciado. Entretanto, por cierto, el Leviatán catalán parece a la sazón varado a orillas del mediterráneo, acariciado por una pestilente brisa marina. El PNV, por su parte, se huelga en las aguas del cantábrico, de marea viva y siempre fresca. Y no es casual que callen. Es lo que toca. Pues no es a ellos a quienes compete mover ficha -por ahora. Suficiente tienen con contemplar desde la periferia -el primero, desde los márgenes de la legalidad impuesta; el segundo, desde su irónica, ufana distancia- el inquietante baile de máscaras, el mezquino espectáculo de masas y la zozobra, la inercia, la farsa de la negociación. Toda fiesta -incluso la de la democracia- tiene la resaca que se merece. Y ésta no es para menos.
Lo esperanzador para los unos (un pacto de centro-izquierda, la repetición de las elecciones) resulta ser catastrófico para los otros (inestabilidad gubernamental, presión de los mercados). Toda una retahíla de falacias y de sofismas al servicio de los intereses privados, por un lado, y una férrea confianza en el buen hacer de los gobiernos progresistas, por el otro. Y la solución, como siempre, el pacto, el consenso, en definitiva: la asimilación. Sobra decir que del orden de lo determinado de antemano, inevitable e incluso previsible. Pactado o forzado, como decimos, no hace al caso. Lo que nos preguntamos los impertinentes, los de intempestiva voz, ante tamaña expectación, es: «¿Qué hacer, Meneses?»
Y excelente pregunta, diríamos. Porque Meneses, quien acompañara a Mairena en sus curiosas disquisiciones filosóficas, no hacía sino inquirir lo esencial. En aquel entonces, en una disputa por la herencia de las escuelas del pensamiento clásico y moderno, el personaje inventado se preguntaba lo mismo que, a mediados del XIX, se preguntó Chernishevski y, aproximadamente medio siglo después, también Lenin. Pero lo que en el primero tenía tintes románticos, utópicos o ideales, en el segundo se convierte en una pieza de artillería ideológica. «Qué hacer», se pregunta. ¿Y la respuesta? La respuesta la dejamos al albur del lector.
Por el momento, lo más sensato parece ser no hacer nada. Basta con leer los titulares o, como quien dice, estar un poco al tanto, retozar en el barro de la actualidad, y gozar, gozar del devenir. Típico ambiente de entremés, dicho sea de paso. A todo esto, Janis Varoufakis y su cohorte de estrellas presentarán su estrategia de asalto a las urnas europeas a partir del 9 de febrero (Volksbühne de la Rosa-Luxembourg-Platz de Berlín, entradas agotadas). Pero todo hay que decirlo: las perspectivas de futuro son de todo menos alentadoras. Si Syriza ha mostrado ya a las claras las aporías inmediatas del populismo europeo de nuevo cuño y Portugal, al poco, su particular comedia, Podemos va camino de representar -como diría la propia Luxemburgo respecto del papel bolchevique en la guerra civil rusa- su tragedia.
Aunque aún está por ver el eje programático en torno al que girará esa propuesta democrática paneuropea. Porque es evidente que en Lisboa, en Atenas y en Lavapiés -c/ Zurita 21- aplauden la iniciativa. Pero en comparación con la jovial doctrina de la autonomía de lo político, de la hegemonía 3.0 y la asimilación pactada-forzada, la desazón de Luxemburgo nos parece poco menos que una visionaria bendición. Pues en los próximos años, toda tentativa de refundación democrática del socialismo tendrá que vérselas con un escenario reacio y hostil. Es más, todo apunta a que en los meses venideros la inestabilidad del mercado dará lugar al enésimo retorno de la reacción. El discurso de la recuperación será o no monopolio de la gran propiedad, del oportunismo y la opinión burguesas. Quién sabe. Caerán unas cabezas, llegarán otras. Pero puede que para entonces ya sea demasiado tarde.
En cualquiera de sus formas, no obstante, el mito de la recuperación resulta ser una verdadera rémora para la conciencia de clase -o para lo que la navaja de la postmodernidad haya dejado de ella. El éxito de los gobiernos del sur de Europa se deberá a dicho mito: sólo pueden alimentar la bestia, retomar el relato donde otros lo dejaron y hacerlo grande, vivificarlo, dotarlo de atributos nuevos. El paupérrimo relato del socialismo, por no decir su rol histórico, adolece, en resumidas cuentas, de una serie de trastornos fisiológicos donde la progresiva pérdida de la memoria económica del siglo XX se entrelaza con una anemia y una impotencia evidentes.
Los clásicos mecanismos de compensación: guerra, colonización, expansión del mercado, inversión estatal, sobreexplotación de la fuerza de trabajo, control de la tasa de natalidad, especulación financiera, etc. se alternan en nuestros días sin interrupción y, en este nuevo milenio, su infernal rueda no parece que vaya a dejar de girar. La crisis estructural, suma de todas las anteriores y síntesis del colapso global, no será una apoteosis del capitalismo, sino un intervalo necesario, época de agudos contrastes y de conflictos sin aparente solución. A la vista de lo cual, al movimiento político por la autonomía comunal, esto es, por la organización popular de la producción social y por una forma de vida en libertad y en común, le aguarda, mal que le pese a muchos, un prometedor porvenir.
Qué será de ello, no lo sabemos. Ustedes se preguntarán, más bien, qué hacer. O si hacer o no hacer nada. ¿Pero qué clase de libertad es ésta? ¿Qué necesidad tenemos de una libertad tal que conduce a la inacción, a la indecisión y a la asimilación? ¿No debería, más bien, tender a la utopía? ¿Y acaso no es una utopía necesaria, en definitiva, una realidad siempre posible? A decir verdad, no hay muchas más certezas en nuestra pequeña despensa. Nuestro momento aún no ha llegado, nuestra voz es intempestiva e intrascendente, y nuestra apuesta política no es una simple pieza de teatro. Pero tampoco quiere serlo.
Por eso, por eso mismo carecemos de certezas, porque estamos rebosantes de convicción. Y convencidos, sobre todo, de una cosa: de que para los asimilados, juiciosos y responsables gestores de la crisis, el margen de maniobra será escaso. Ya lo es, de hecho. Para nosotros, en cambio, no hay problema: los márgenes son nuestro hábitat natural, es la tierra que nos han dejado, y aquí aún está todo por hacer.
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