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La tortura

Fuentes: Rebelión

Al rememorar la detención, tortura y asesinato del cantante Víctor Jara en el Chile de Pinochet, decía un periodista español que el impacto de su muerte, que todavía estremece a los chilenos, es comparable al que produjo el crimen del poeta Federico García Lorca a manos de los franquistas. La ironía de este estremecimiento es […]

Al rememorar la detención, tortura y asesinato del cantante Víctor Jara en el Chile de Pinochet, decía un periodista español que el impacto de su muerte, que todavía estremece a los chilenos, es comparable al que produjo el crimen del poeta Federico García Lorca a manos de los franquistas. La ironía de este estremecimiento es que a los españoles les alcanza siempre desde la distancia, sea temporal, de los sesenta años transcurridos desde las atrocidades de la guerra, o trasatlántica. Tal es así que al mismo periodista que narra el procesamiento actual de los torturadores de Víctor Jara no se le ocurre pensar que en el Estado español jamás se ha procesado a los culpables, ni se ha investigado judicialmente la desaparición del poeta de Granada. La impunidad de los crímenes de Estado es cosa muy española.

Quizás por ello resulte especialmente irritante, indignante, escuchar la reciente versión de Miren Azkarate, portavoz del Gobierno Vasco, al equiparar distintas formas de violencia, «venga de donde venga». Hace apenas unas semanas, con motivo de la acostumbrada redada policial, volvió a emerger el escalofriante relato de los detenidos y la denuncia de la tortura. Coincidió con la oportuna aparición de un petardo de pega junto al vehículo de un concejal socialista. Y la reacción del gobierno autonómico fue meter en el mismo saco «las dos formas de tortura».

«Edozein lekutik datozela ere, torturak dira, guztiok gaitzetsi behar ditugu eta guztiok egin behar dugu ahal dugun guztia horrelako jokaerak baztertzeko» («Vengan de donde vengan, son tortura. Todos debemos condenarlos y hacer lo posible para marginar tales comportamientos»).

Dejando de lado esa lectura clerical de la acción social, que pretende resolver los problemas colectivos mediante condenas morales y buenos propósitos, la pretendida equidistancia de esos gobernantes está más que nunca fuera de lugar. Y no me refiero a que, mientras la supuesta amenaza de Eibar era falsa, el terror, las palizas, el ensañamiento que se sufren en los interrogatorios son de una realidad terrible y contrastada, según el último informe de Amnistía Internacional. No se trata de comparar y poner a la misma altura dos situaciones descompensadas, dos magnitudes sin parangón, recurriendo a la demagogia platónica de que, en esencia, en la idea, estamos ante dos versiones de una misma lacra.

No es así. Al contrario, a la portavoz de un gobierno, por local que sea, se le debe exigir un mínimo imprescindible de rigor semántico, además de político. No son lo mismo churras que merinas.

La tortura tiene, en el actual ordenamiento occidental, una caracterización precisa, y unas consecuencias, que la distinguen y la configuran como una forma particularmente perversa y odiosa de delito. Según la definición de la Asamblea General de las Naciones Unidas (10 de diciembre de 1984), se entiende por tortura «todo acto por el cual se inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero, información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras. O por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público».

No es tortura, porque los procesos y los efectos son muy diferentes, por violento que sea, cualquier ataque, agresión, etc., cometido por un particular, sea individuo o grupo, mientras no forme parte o se ampare bajo el poder público. ¿Y qué diferencia se da en ello?, preguntará Miren Azkarate desde esa visión clerical de la vida pública. Sin embargo, la distancia es enorme.

La tortura, desde las instancias de gobierno, la aplica quien está encargado del mandato de garantizar los derechos, las libertades, la neutralidad del ejercicio del poder. Sin esa premisa, ¿dónde están estos rasgos esenciales de la democracia? Si el responsable de defender nuestra integridad nos apalea, ¿qué defensa nos queda? Si nuestra seguridad está en esas manos que torturan, ¿qué seguridad ciudadana brinda el Estado? Si los derechos y libertados, para realizarse materialmente, deben estar garantizados, ¿qué garantía tenemos? ¿Qué forma de participación ciudadana o respeto a la voluntad colectiva se salva cuando el depositario del poder lo utiliza de este modo? ¿Qué reserva mental ha de hacer Azkarate para imaginar una democracia bajo esos auspicios? La existencia de la tortura, en rigor, es un signo básico que diferencia un modelo dictatorial o totalitario de un régimen político de derechos y garantías.

Pero, más allá aun, la tortura conlleva una dimensión cualitativamente más tortuosa. No es un acto aislado, ni casual, ni personal. Como apunta Marianne Juhler, asesora médica del RCT (Rehabilitation Center for Torture Victims de Copenhague), «el fin de la tortura no es matar a la víctima. La tortura es utilizada por regímenes violentos en primer término como medio de represión». Es decir, se trata de un procedimiento deliberado, decidido, auspiciado por las autoridades, para reprimir «la resistencia contra los regímenes torturadores» (Marianne Juhler).

Ello explica la impunidad con que se ejercen estas prácticas policiales, generadas por el poder. Pero, más allá de la constatación descriptiva, lo que significa es la existencia, tras la tortura, de un contencioso, de un conflicto entre la sociedad y ese poder, que por lo mismo se demuestra ilícito.

En efecto, el psicólogo sueco Charles Westin precisa: «La tortura quiebra la identidad personal, pero el objetivo principal es terminar con los movimientos colectivos. Nosotros vemos individuos psíquicamente desgarrados, lo difícil de percibir es el daño contra el movimiento colectivo». La tortura no limita sus efectos al acto individualizado, sino que recae sobre toda la sociedad que la padece. En nuestro caso, la sociedad vasca, que sufre las secuelas, la impunidad, el castigo, de una lacra policial que expresa una realidad de ocupación y dominio.

Con estos presupuestos entendemos que en Chile se procese a los torturadores y en Euskal Herria se mire (piadosa, jesuíticamente) para otro sitio.