Profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza, Juan Carlos Pueo ha publicado en diversos revistas y libros colectivos artículos de teoría y crítica literaria, algunos de ellos en torno a las relaciones entre literatura y otras artes como el cine o la música. Es autor de Ridens et […]
Profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza, Juan Carlos Pueo ha publicado en diversos revistas y libros colectivos artículos de teoría y crítica literaria, algunos de ellos en torno a las relaciones entre literatura y otras artes como el cine o la música. Es autor de Ridens et Ridiculus. Vincenzo Maggi y la teoría humanista de la risa (Zaragoza, Trópica, 2001) y Los reflejos en juego: una teoría de la parodia (Valencia, Tirant lo Blanch, 2002).
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La última vez que le robo tiempo. Desgraciadamente en este mundo, todo tiene y debe tener un límite. Inicia el capítulo VI con una cita sobre Benjamin «un héroe de nuestro tiempo». ¿Qué ideas comunes permanecen hoy ubicadas entre Port Bou y Collioure?
Fundamentalmente, la idea de que la historia no es una sucesión de hechos inamovibles que sólo pueden conducir a una resolución prevista de antemano, llámese apocalipsis o progreso. La historia, por decirlo de un modo expeditivo, es algo «reparable», siempre que estemos dispuestos a hacer una revolución de verdad, una que nos aleje de los modos de pensamiento o de mentalidad dominantes: patriarcados, nacionalismos, racismos, etc.
¿Cómo se construye una tradición en literatura según Valverde? ¿Cómo se dialoga con ella? ¿Qué significa eso que una tradición más que aprenderse, se asimila?
Creo que la idea que tenía Valverde de la poesía, y de la literatura en general, era una idea muy exigente, en tanto apelaba a una implicación activa por parte del lector, hasta el punto de que se integrase por completo en la tradición, haciendo suya la palabra de sus poetas. Esto es algo radicalmente diferente de esa imagen que se nos ha dado de la literatura subida en un pedestal para que la admiremos. La tradición no es algo que deba imponerse desde la escuela, sino algo que vamos construyendo nosotros mismos a partir de nuestro diálogo con los libros. Así es como construimos nuestra propia palabra.
Para Valverde, ¿traducir era traicionar? ¿Cómo consiguió traducir tanto y tan bien? ¿Dominaba muchos idiomas?
Valverde tradujo autores franceses, italianos y catalanes, además de su traducción del griego del Nuevo Testamento. Sus idiomas predilectos eran, sin embargo, el inglés y el alemán. Todos ellos los aprendió siendo muy joven: él mismo contó en alguna ocasión que aprendió el catalán, siendo adolescente, para leer a Platón, publicado en la Biblioteca Bernat Metge. Por supuesto, era consciente de que en la traducción siempre se pierde algo.
Escribe usted: «Con los años, la poética de Valverde fue asumiendo un compromiso cada vez mayor, primero con la realidad objetiva, después con la heterogeneidad del lenguaje». ¿Nos explica ese comentario?
Valverde comenzó su obra poética desde una perspectiva subjetivista, centrada en preocupaciones de orden existencial. Posteriormente se fue abriendo a la experiencia de lo comunal, primero en su encuentro con lo objetivo, y posteriormente en su descubrimiento de lo que suponía para él la conciencia lingüística, siempre abierta al lenguaje del Otro. Más o menos, la misma trayectoria que Antonio Machado.
¿Qué repaso hace de su vida Valverde en el poema «Toma de conciencia»? ¿De qué toma de conciencia habla en este poema?
Se trata de una toma de conciencia política: el poeta rememora su infancia durante la Segunda República y la Guerra Civil, y recuerda el miedo a la revolución que le llevó a alinearse con los vencedores, hasta que el autoritarismo del régimen franquista y la hipocresía del nacionalcatolicismo le llevaron a romper con todo.
¿Por qué Valverde se consideró en sus últimos un poeta hispanoamericano más que español? ¿Qué puedo significar esa consideración para su obra?
Valverde nació el año 1926, el mismo año que José Manuel Caballero Bonald, Alfonso Costrafreda o Jesús Fernández Santos. Sin embargo, él sentía que sus afinidades no estaban tanto con la llamada «generación del 50» -a pesar de su amistad con Ferrater, Gil de Biedma, Barral, etc.- como con los poetas cubanos y nicaragüenses que tomaban como referentes a César Vallejo, Gabriela Mistral y Pablo Neruda.
Aquí se puede ver perfectamente cómo el Valverde lector va construyendo su propia tradición en diálogo con aquellos poetas que siente más afines: por un lado, el magisterio de los clásicos, desde Quevedo hasta Machado; por otro, el diálogo con los contemporáneos: Luis Felipe Vivanco, Cintio Vitier, Ernesto Cardenal.
Disipar prejuicios, escribe, y situar históricamente la obras de arte estudiadas para que éstas entren en la vida del receptor de forma plena, y no por mediación de un discurso que intenta imponerse como verdad incontrovertible». ¿Lo consiguió Valverde? ¿En qué obras?
Al leer libros como Antonio Machado o Nietzsche, de filólogo a Anticristo, se puede ver un esfuerzo por ofrecer una mirada completamente personal hacia estos autores, lejos de los prejuicios y los tópicos a los que se asocian habitualmente: por supuesto, el Machado de los paisajes castellanos y el Nietzsche del superhombre están ahí, pero Valverde nos permite acceder a otras dimensiones de sus obras y de sus pensamientos, dimensiones más cercanas a una vivencia personal del lenguaje. Como decía antes, se trata de bajar a estos autores de sus pedestales y convertirlos en auténticos maestros, hombres que han impreso su huella en nuestro espíritu. Una lectura que no logra este objetivo es un acto baldío.
¿Por qué fue tan importante la ironía en el último Valverde? ¿Cómo se consigue con la ironía evitar la unilateralidad de determinadas posiciones?
Creo que fue Giner de los Ríos quien dijo que «la verdad es plural, y la mentira única». El discurso irónico destruye toda posibilidad de unilateralidad al dispersar el sentido en varias direcciones, algo de lo que la conciencia lingüística sabe mucho.
¿Qué quiere señalar usted cuando afirma que la perspectiva crítica de Valverde era fundamentalmente histórica pero que ésta era solo un pórtico? Un pórtico, ¿de qué?
Un pórtico del conocimiento directo de los textos. Hemos llegado a una situación en la literatura en que parece que conocer la historia de la literatura es más importante que leer directamente los textos. La gente que compra títulos como La biblioteca ideal, o Los cien mejores libros de la literatura universal no se molesta en leer el Quijote, ni siquiera Madame Bovary. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Por qué quieren tener la experiencia de haber leído a Joyce, pero no quieren leerlo?
Evidentemente, hay mucha gente que se siente amedrentada ante la dificultad de cierta literatura, de ahí que Valverde escribiera prólogos e introducciones para situar al lector ante los textos, sobre todo para salvar la distancia histórica. Sin embargo, lo que no puede ser es que el comentario o el ensayo crítico sustituyan a la experiencia de la lectura, es algo que va contra todo lo que Valverde defendía.
Habla usted de la antipatía de Valverde por el pensamiento abstracto, herencia señala de Machado. ¿Por qué esa antipatía? ¿No es pensamiento algo abstracto el del Ulises de Joyce por ejemplo? ¿O el de Wittgenstein?
En Ulises, el pensamiento no es nada abstracto, se halla totalmente apegado al día a día, a las preocupaciones cotidianas de los personajes. Lo que pasa es que se expresa de forma realista, en corriente de conciencia en la que las normas de sintaxis y semántica se infringen continuamente. En cuanto a Wittgenstein, hay que tener en cuenta que el Tractatus es una crítica sistemática a las pretensiones del lenguaje para dar forma al pensamiento abstracto: en metafísica, en ética, en estética… Wittgenstein desmonta toda pretensión de verdad de algo que sólo se sostiene en el lenguaje, y por eso acaba reclamando el silencio.
Quizás, más que antipatía, habría que hablar de cierta distancia. Valverde no desdeñaba la metafísica, pero, al igual que Machado, mantenía hacia ella una distancia irónica. Al fin y al cabo, en el momento en que nos damos cuenta de que se trata de un juego de lenguaje, su valor de verdad desciende varios enteros.
Por cierto, hablando del autor del Tractatus, ¿qué opinión tenía Valverde de la filosofía analítica? El se reía en clase, con ironía, de eso del lenguaje «ordinario».
Por un lado, la pretensión de alcanzar un lenguaje formal con el que superar las limitaciones del lenguaje ordinario le parecía una utopía: no podemos evitar nuestra dependencia del lenguaje aprendido de nuestros padres, el lenguaje de nuestra comunidad. Sin embargo, valoraba muy positivamente el esfuerzo por realizar una crítica sistemática del lenguaje, que sostenía una ética vigilante de las trampas del poder.
¿Cómo vio y practicó Valverde el diálogo, entonces extendido, entre cristianos de base y marxistas de registro no único?
Que yo sepa, nunca realizó un trabajo de índole teórica al respecto, e incluso se mostró crítico con el nombre de «teología de la liberación», opinando, con buen criterio filológico, que no había allí nada de teología. A pesar de todo, sus opiniones políticas hundían su raíz en su fe cristiana, y sus mejores amigos participaron activamente en ese diálogo. Él se mantuvo en un discreto segundo plano, pero siempre acudió donde se le necesitaba.
«La conciencia lingüística tiene que ir más allá de lo literario para poder retornar con dignidad». ¿Cómo hace ese viaje? ¿Dónde se traslada?
La literatura es una actividad muy noble del espíritu, pero en nuestra época posthegeliana corremos el riesgo de que los árboles no nos dejen ver el bosque. Me explico: no basta con que seamos conscientes de lo que el lenguaje pone en nuestras vidas, y que llevemos esta experiencia a la lectura, o incluso a la escritura. Es imprescindible que la literatura adopte un compromiso con el mundo, no de carácter político, sino ético. Si no lo hace, no conseguirá más que prolongar la agonía del arte.
Seis preguntas más para finalizar. No le exploto más. ¿Tuvo el último Valverde conciencia ecológica? ¿Le interesaron temas de ecología política como a su discípulo Francisco Fernández Buey o a su amigo Manuel Sacristán?
Es muy posible que las conversaciones con estos dos amigos le indujesen a incluir lo ecológico entre sus preocupaciones. En sus últimos libros y artículos hay referencias constantes a estos problemas y a las amenazas que suponen para el mundo futuro.
¿Por qué estuvo tan activo Valverde en dos grandes asuntos en los años ochenta: la revolución sandinista, que no fue precisamente una revolución pacífica, y el movimiento pacifista antiotánico en Barcelona y España?
No fueron los únicos asuntos que le preocuparon. También luchó a favor de los enfermos de SIDA. Evidentemente, sentía que todas aquellas cuestiones le concernían, que formaban parte de la lucha que había que llevar a cabo en aquellos momentos. Concretamente, Nicaragua le parecía «la gran puesta a prueba moral de personas, instituciones y países».
El epílogo de su libro es un poema -«Sintaxis»- de Gottfried Benn, en traducción de José María Valverde. ¿Por qué esa elección?
Creo que es un poema que resume todo el asunto: viene a decir, desde un punto de vista irónico, que todo es una cuestión de lenguaje, de nuestra compulsión por dar vueltas a las cosas a base de hablar de ellas una y otra vez. Cuando lo leí me pareció una clave muy apropiada.
Incluye usted -páginas 311-336- 26 páginas de bibliografía (más 11 más sobre su obra)… y dice además en su presentación que igual quedan unos cuantos por descubrir. Imposible de abarcarlos para un lector medio. ¿Recomiéndenos tres libros esenciales no poéticos de Valverde?
La verdad es que todos son interesantes, cada uno en su campo. No obstante, me arriesgo: por un lado, la versión breve de la Historia de la literatura universal, que se ha reeditado recientemente; luego, Vida y muerte de las ideas, que es una excelente historia de la filosofía; por último, Viena, fin del imperio, que es un capítulo apasionante de la historia de las mentalidades.
Otra recomendación: un libro de poesías. Otra más: su poema preferido.
Quizás el libro más adecuado sea Poesías reunidas, 1945-1990, que recopila toda su obra poética después de someterla a una criba muy severa. En cuanto al poema, me encanta el «Colofón» que escribe en 1970 para Años inciertos. Pero se trata de una preferencia totalmente personal, basada en mis propios gustos de lectura.
Valverde escribió, usted lo cita en la página 308: «La literatura, pues, no sirve para nada y, sin embargo, para quien la disfruta es, como dice Proust, «la verdadera vida», la posesión más honda de sus días y su mundo.» ¿Es eso también para usted la literatura? ¿Y cómo se consigue que alguien que no la disfruta hasta el momento la disfrute de la forma que Valverde, y usted con él, señalan?
Bueno, personalmente creo que Proust exageraba un poco, aunque la literatura podía ser para él, encerrado en su cuarto y obsesionado por la escritura, esa «verdadera vida» que oponía a un pasado que ya había desaparecido. Yo enseño teoría de la literatura y, en cierta medida, he hecho de ella algo importante en mi vida, aunque no el centro. Soy más partidario de «cultivar mi jardín».
En cuanto a cómo puede conseguirse que quien no disfruta con la literatura pase a disfrutar de ella, sólo puedo decirle que obligar a alguien a que disfrute de la literatura es la mejor manera de hacer que termine odiándola. Aquellos que empiezan a leer Ulises por «imperativo cultural», porque les han dicho que es la mejor novela del siglo XX, que hay que leerla ineludiblemente, etc., etc., están abocados al fracaso. Es necesario que vean en la literatura un lenguaje en el que puedan reconocerse, y que al mismo tiempo active su sentido crítico. Es necesario que construyan su propia tradición.
Muchas gracias por todo. Ha sido un abuso por mi parte que espero pueda disculparme.
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